Editorial

El norte rico rechaza a los inmigrantes

La República. Montevideo. Uruguay.

ND, 28-10-2006

Hace diecisiete años, el mundo asistía, entre alborozado e incrédulo, a la demolición del muro de Berlín, una barrera erigida en 1961 por las autoridades autoritarias de Alemania Oriental para contener la fuga masiva de berlineses del este hacia el oeste tentador; los que huían lo hacían con la ilusión de que respirarían un aire menos opresivo y, de paso, con la perspectiva de acceder al consumo masivo.

La caída del muro marcó un hito: significó el comienzo del fin del imperio soviético y del mal llamado socialismo real. Era una muralla anacrónica, casi medieval, con la que se pretendía resolver problemas actuales y que se convirtió en un símbolo de la guerra fría.

Cuarenta y cinco años después de la construcción de aquel muro, y 17 de su demolición, en otro lugar del planeta, hay un gobierno que apela al mismo recurso, aunque con un propósito opuesto: no es para evitar que sus ciudadanos abandonen el país sino para impedir que gentes del país vecino siga ingresando y engrosando la legión de inmigrantes ilegales.

Las migraciones son un fenómeno que se ha verificado en todas las épocas de la historia de la Humanidad. Movidos fundamentalmente por razones económicas, hombres y mujeres se desplazaron en forma más o menos espontánea u organizada en busca de mejores condiciones de vida. Desde los Tiempos Modernos, el Nuevo Mundo resultó un imán poderoso que atrajo a europeos de todas las clases sociales; aventureros, delincuentes y trabajadores honrados encontraron en estas tierras desde Alaska a Tierra del Fuego un lugar donde establecerse y prosperar. Las corrientes migratorias continuaron de manera más o menos continua hasta mediados del siglo pasado, con oleadas pronunciadas después de la guerra civil española y durante la Segunda Guerra Mundial y su inmediata posguerra.

A partir de entonces, el proceso se detuvo y luego, paulatinamente, empezó a revertirse a medida que Europa crecía y se desarrollaba, al tiempo que América Latina se estancaba en el subdesarrollo. Por otro lado, la instauración de regímenes dictatoriales en la mayoría de los países latinoamericanos entre mediados de los sesenta y comienzo de los setenta causó una importante emigración política.

A partir de los noventa, Estados Unidos y sobre todo Europa debieron enfrentar fuertes empujes de inmigrantes provenientes de las zonas marginadas del planeta. América Latina, Europa oriental, el Medio Oriente, el norte de Africa, incapaces de satisfacer las necesidades de sus habitantes, empezaron a expulsarlos hacia el norte opulento. Pero claro, el Primer Mundo reaccionó ante la amenaza de esas hordas de desharrapados que, si bien estaban dispuestos a desempeñar las tareas menos prestigiosas y a percibir por ellas los salarios más bajos, se concentraron en los suburbios tugurizados y se convirtieron en una amenaza a la paz social y a la seguridad de las sociedades europeas.

Estados Unidos, por razones geográficas, recibió inmigrantes mexicanos en su mayoría. Hombres, mujeres y niños, familias enteras que se aventuraban a atravesar la frontera corriendo un sinfín de riesgos en busca de Eldorado.

Estados Unidos y Europa viven situaciones análogas y reaccionan de forma también análoga. España, por ejemplo, además de establecer rígidos controles para detener a los norafricanos, tampoco quiere a los uruguayos, y su Tribunal Superior de Justicia acaba de fallar contra la vigencia de un tratado de 1870 que otorgaba ciertas facilidades a los migrantes de ambos países.

El gobierno de Bush, además de poner trabas de todo tipo al ingreso de inmigrantes, ha resuelto levantar una muralla en su frontera con México.

Todas esas medidas no son sino parches, paliativos frente a un problema que sólo se podrá resolver definitivamente cuando el orden económico mundial deje de promover las brutales injusticias distributivas actuales. *

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