PETER BROOK Director teatral

«Nos decimos españoles o catalanes con una absurda mentalidad restrictiva»

El Mundo, 15-10-2006

Es sin duda uno de los grandes hombres de la escena y en esta entrevista conversa sobre ‘Sizwe Banzi est mort’, que se estrenará el jueves en el Festival de Otoño de Madrid, los peligros del nacionalismo y la vigencia del teatro Peter Brook (Londres, 1925) combate el racismo con el ejemplo, con la palabra y con la obra, aunque Sizwe Banzi est mort no es un mero alegato político ni un guiño oportunista a la actualidad migratoria. De hecho, el mérito del director británico consiste precisamente en involucrar al espectador en la historia particular o personal de los protagonistas.


Ambos padecen esa opresión burocrática que las democracias manejan sin piedad a cuenta de los papeles en regla, pero Brook no se recrea en el plano largo ni redunda en el contexto general de la crónica. Prefiere exponer el plano corto, transmitiendo la sensación de espontaneidad y de inmediatez, más o menos como si los actores hubieran asimilado biográfica y hasta orgánicamente la deriva de la clandestinidad cuando suben al escenario.


La actualidad del argumento subraya la sensibilidad de Brook en la orilla del mestizaje, aunque el texto fue escrito hace 30 años por tres dramaturgos sudafricanos – Athol Fugard, John Kani, Winston Ntshona – que cultivaron el teatro de acción y de combate en los guetos recurrentes del apartheid. El espectáculo recalará el día 19 en el Festival de Otoño y el 26 en el Festival Temporada Alta de Girona, después de haber viajado a título ejemplar desde Lausana a Estambul con escalas en Israel y Palestina.


Pregunta. – La obra tiene tantos años como connotaciones actuales. ¿Ésa es la razón de haberla desempolvado?


Respuesta. – Digamos que anuncia con antelación y claridad el problema que hoy nos ocupa. El 80% de la población necesita para vivir o para soberevivir no tanto una identidad personal como una identidad civil. No es importante vivir, sino demostrar que se existe a través de un documento. La gente necesita moverse para subsistir.


Es inevitable que queramos emigrar para alimentar a nuestra familia. La ley, en cambio, lo prohíbe. Es una situación trágica y ridícula que confronta el hambre con la burocracia. El protagonista de la obra tiene que falsificar su identidad para vivir. Y para muchos africanos se trata de una experiencia traumática porque su nombre es su identidad, su referencia ancestral.


P. – En todo caso, usted rechaza clasificarla como un ejemplo de teatro político.


R. – El concepto de teatro político está trasnochado, al menos en sus intenciones militantes y en sus pretensiones ideológicas. Tampoco existe la antigua confrontación entre teatro popular y teatro de élite desde que ha aparecido la televisión como vehículo de contacto. El teatro es un espejo que intensifica la realidad, una experiencia que nos deja un poso, que nos acompaña durante un tiempo, que nos hace reflexionar. En este contexto se instala Sizwe Banzi.


Todos los días vemos en televisión noticias relacionadas con la tragedia de la inmigración, pero no las retenemos. Forman parte de una digestión rápida. Las olvidamos con el zapping. La televisión es una máquina para olvidar. En cambio, cuando salimos del teatro lo hacemos con los ojos más abiertos. Ahí radica mi perspectiva del teatro político: no en argumento, sino en la actitud y en la influencia que ejerce.


P. – ¿Ésa ha sido la experiencia en la gira del espectáculo? ¿Cómo han reaccionado públicos tan diferentes como los de Estambul, Palestina o Libano?


R. – Redundando en lo dicho anteriormente, esta obra nos golpea en la conciencia. Nos hace comprender el problema de la identidad, de la discriminación de la inmigración con mucha más hondura que la experiencia efímera de un telediario. Muchos israelíes se habrán dado cuenta de que hacen con los palestinos lo que Sudáfrica hacía en la época del apartheid. Y muchos banqueros suizos han asimilado a través del espejo teatral lo que nunca habían comprendido leyendo un periódico.


P. – La obra también reafirma su relación con el teatro africano. Tanto por el texto como porque ha elegido dos actores pujantes de Africa. ¿Qué ha aprendido de ese contacto?


R. – La civilización africana puede aportar muchas cosas a nuestra cultura. Nunca nos la hemos tomado en serio. Nos ha interesado el pillaje comercial, de modo que hablábamos con autoridad de la idea de la no cultura africana. Es un gran error.


Me lo confirmó haber montado La tempestad de Shakespeare con actores africanos. Estaban más cerca del mundo de los espíritus, sintonizaban mejor con ese mundo invisible que existía en la Inglaterra del siglo XVI y del XVII. Y además poseen el don natural de la expresión corporal. Todo cuanto los occidentales estudiamos en nuestras ampulosas academias para saber manejar nuestro cuerpo, ellos lo hacen espontáneamente.


P. – Su montaje es un alarde de esencialidad. No hay tecnología, ni escenografías, ni efectos especiales.


R. – Con el paso de los años uno se va dando cuenta de que el teatro es el ser humano en el espacio. Ése es el instrumento más fascinante y más esencial. Podemos eludirlo con la tecnología o con los decibelios. Podemos disfrazarlo con pelucas o con efectos especiales. Son envolturas, vías escapatorias que nos alejan del desafío fundamental: presentar, por ejemplo, al Rey Lear como un hombre solo. Nadie va encontrar en Peter Brook un espectáculo de fuegos artificiales.


P. – Pero sí una invitación al mestizaje. Su teatro es la prueba de una inquietud pancultural: de Hamlet al Mahabarata.


R. – El teatro me ha abierto los ojos. Partiendo del principio de que todo contacto con lo desconocido es una apertura. Somos fragmentos y necesitamos de los otros fragmentos para construirnos como un puzzle que tiene una forma y un sentido. El racismo y la xenofobia nos empobrecen. El contacto con lo que nos es extraño o extranjero nos enriquece. Nos amparamos en nuestra lengua y nuestra bandera como símbolo de la intolerancia y de los prejuicios.


Nos decimos españoles, o catalanes, o gallegos con una absurda mentalidad restrictiva. La base del racismo es aferrarse a nuestra pequeña, minúscula identidad. Un ruso, un francés, un japonés y un africano sólo se diferencian en los aspectos superficiales y anecdóticos. El teatro me lo ha demostrado. La mezcla y el mestizaje son la clave de nuestro porvenir. No existen españoles puros ni franceses puros. Hitler quiso probar lo contrario con el mito ario, pero los resultados fueron aberrantes. Ahora está de actualidad el problema de convivencia con el mundo islámico, y, de nuevo, las partes en litigio se atrincheran en sus respectivas identidades. Soy mejor que tú, más grande.


P. – ¿Qué opinión tiene de la censura y de la autocensura que ha originado la representación irreverente sobre Mahoma? El último ejemplo ha sido la suspensión de Idomeneo en Berlín.


R. – En nombre de Dios todas las religiones han cometido atrocidades. Todas también tienen una aspiración de trascendencia y de profundiad. El problema es la interpretación y quienes se erigen en ortodoxos transmisores. El corazón del islam tiene la misma pureza que el corazón del cristianismo o del budismo. Cuando miramos al cielo, todos buscamos al mismo Dios. Ahora bien, respecto a la polémica de la libertad de expresión, creo que es conveniente separar los problemas religiosos de los políticos.


Sé que muchas de las reacciones islámicas están manipuladas desde fuera, pero también me consta que muchos occidentales creen que la libertad – incluida, claro, la de expresión – es un bien que se nos ha dado para ejercerla con arbitrariedad, capricho y estupidez. En este debate no hay reglas. Debe prevalecer el sentido común, la inteligencia, el respeto a la sensibiliad. Todos tenemos que aprender a navegar. Todos.


P. – Usted sostiene que la cultura, en particular el teatro, abren las formas de entendimiento. ¿Es el centenario de Beckett una buena oportunidad para demostrarlo?


R. – Sí, porque Beckett es un reflejo de la condicion humana. Su gran mérito consiste en haberse manejado con tanta credibilidad entre las cosas infinitamente pequeñas y las infinitamnte grandes.

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