El catalanismo social

El Periodico, 27-09-2006

El concepto de nación como resultado del trabajo y la voluntad de sus gentes tiene un gran potencial

Juan-José López Burniol // Notario

El nacionalismo como doctrina política es neutro en sí mismo. Puede constituir una herramienta magnífica de cohesión social y de solidaridad interterritorial, así como proyectar con fuerza a una colectividad hacia el futuro, cuando se manifiesta con el carácter de integrador. Pero también puede ser un factor de división y de fuerte perturbación cuando se presenta con el carácter de excluyente. En este caso, el nacionalismo pasa a ser un mero instrumento para la perpetuación del control político, social y económico sobre un ámbito geográfico determinado, en manos de un grupo social, pretendidamente originario, definido identitariamente. Resulta, por tanto, que es el carácter integrador o excluyente de cualquier nacionalismo lo que fija la calidad de su propuesta y decide su futuro. Por esta razón ha resultado prioritaria la tarea de conformar el catalanismo po – lítico como un movimiento integrador. Esta ha sido, sin ninguna duda, una de las grandes aportaciones que ha hecho la izquierda catalana durante el último medio siglo, primero a través del PSUC y, más tarde, a través del PSC.
Dentro de este proceso, ha llegado el momento de culminar la ampliación del ámbito personal del catalanismo político implicando de manera efectiva en la política catalana a “els altres catalans”, es decir, a aquellos catalanes procedentes de la inmigración, de origen diverso y cultura castellana, que vienen votando a la izquierda en las elecciones generales y municipales, mientras que se abstienen en las autonómicas, quizá porque consideran, no sin cierta razón, que la política catalana no les concierne, pues – – aparentemente encerrada con un solo juguete: el de su afirmación identitaria – – carece del impulso preciso para tratar de los temas cotidianos que les afectan.

SOBRE ESTA base, la fórmula adecuada para atraer a estos ciudadanos hacia la que, antes o después, habrá de ser la esfera prioritaria de su preocupación política – – el espacio nacional catalán – – no es otra que desplazar el centro del debate político a aquellas cuestiones de la vida diaria – – inmigración, sanidad, educación, paro, pensiones, seguridad, infraestructuras – – que constituyen el elenco de temas que son también objeto de debate principal en los países de nuestro entorno. Lo que resulta plenamente posible tras la reforma estatutaria.
Hablando hace tiempo del tema con Josep – Maria Puig Salellas, este admitió que quizá no me faltaba razón, pero completó mi observación poniendo de relieve cómo, en el fondo, esta ampliación del ámbito personal del catalanismo político no se tendría que limitar a los inmigrantes que han nutrido las clases populares, sino que también tendría que proyectarse hacia la cúpula empresarial, mayoritariamente catalana pero tibiamente catalanista, por una explicable tendencia a aproximarse al lugar donde se toman las decisiones que afectan de forma directa a sus intereses. Y añadía Puig: “Esto solo será posible cuando muchas de las decisiones que importan a los empresarios se tomen el la plaza de Sant Jaume”. Por lo que, integrando estas dos observaciones, resulta claro que la ampliación del ámbito personal del catalanismo político depende de su incidencia efectiva en la política de las cosas concretas. Lo que implica que no basta con reivindicar y asumir competencias. Es imprescindible que las competencias se ejerciten con eficacia y eficiencia.
La conclusión resulta obvia: la voluntad de afirmación nacional pasa por la voluntad de autogobierno. Y, asimismo, ligar la afirmación nacional al autogobierno garantiza la proyección hacia el futuro – – la perdurabilidad en el tiempo – – del catalanismo político, integrándolo dentro del proceso de redistribución del poder – – hacia arriba y hacia abajo – – que hoy se está verificando en todas partes. Este concepto de nación como resultado de la voluntad y del trabajo de los hombres y mujeres que la integran, más allá de su origen y de su cultura, tiene una extraordinaria potencialidad de futuro, al constituir un instrumento de efectiva integración, que garantiza la subsistencia y asegura la continuidad del hecho nacional. Por otra parte, este es uno de los rasgos diferenciales del catalanismo de izquierda, basado en una concepción abierta de la catalanidad: el catalanismo entendido como un río – – en metáfora de Josep Termes – – que recibe, a lo largo de su recorrido, afluentes de las más diversas procedencias.

EN ESTA tradición se inspira la propuesta programática de “catalanismo social” que José Montilla ha presentado bajo la rúbrica “Hechos, no palabras”, manifestándose como “un acérrimo defensor del Estado del bienestar” y de un modo de gobernar “capaz de combinar mercado y sector público”, haciendo especial hincapié en “la igualdad de oportunidades” como horizonte irrenunciable de la izquierda. Lo que supone, de hecho, una apuesta decidida por la “Catalunya, obra nostra”, entendida esta expresión en el mismo sentido con que la utilizó – – en 1907 – – el socialista mallorquín Gabriel Alomar, es decir, definiendo a Catalunya como el fruto del trabajo constante y discreto de toda su gente, contrapuesta a la “Catalunya, mare nostra” que se agota en la contemplación ensimismada de la tradición.
Nada es fácil en la vida y tampoco lo es en política. El resultado electoral es incierto y quizá sea desfavorable a Montilla. Pero aunque así fuese, sostengo – – desde ahora y para entonces – – que su designación como candidato y el carácter de su programa constituyen un paso decisivo e irreversible en la normalización plena de la política catalana. En Catalunya ha pasado lo que, antes o después, tenía que pasar.

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