- Árabes en EE.UU.

ABC, 11-09-2006

M. Gallego/Nueva York

De entre las muchas discusiones que padres e hijos suelen tener, pocas giran alrededor de leer un libro en el avión. A menos que el apellido de la familia sea árabe y el destino Estados Unidos.

«Papá, no», atajó Hamid durante la discusión telefónica. «Ves la tele, lees la revista del avión o duermes, pero ni se te ocurra traerte un libro en árabe». Desde Siria el hombre protestaba por lo largo que se le iba a hacer un vuelo de 16 horas sin un libro que leer, pero Hamid fue inflexible. «Sara y yo ni siquiera hablamos árabe entre nosotros en los aviones. Bienvenido al país de la libertad», dice con sarcasmo.

No importa que Hamid, como su padre, sea católico, y su esposa protestante. Ser árabe en el mundo posterior al 11 – S es suficiente para meterse en problemas. O parecerlo. Hay incluso latinos y asiáticos atacados en la calle al ser confundidos con árabes. Varios aviones han forzado el aterrizaje ante el pánico desatado por una conversación en urdu que, a oídos desacostumbrados, puede sonar a árabe, aunque en realidad sea una lengua hablada en India y Pakistán.

En los días que siguieron a los atentados, los taxistas sij de Nueva York entregaban a sus pasajeros una hoja explicativa de su religión en la que aclaraban que el turbante y la barba era lo único que tenían en común con algunos seguidores del Islam.

«¡Hay tanta ignorancia!», suspira Katherine Abbadis, directora en Nueva York del Comité Antidiscriminación de Árabes Americanos (ADC, por sus siglas en inglés). Su oficina se creó en 2002, al dispararse las denuncias. A escala nacional, el FBI constató un 1.200 por ciento de aumento de crímenes por motivos racistas contra la comunidad musulmana. La oficina central de ADC compiló ese año 21.000 casos, en comparación con los 4.400 del año anterior.

Las fuerzas del orden se colocaron a la cabeza de los abusos con inesperados registros sin orden judicial, detenciones arbitrarias y hostigamiento. Así fue en algunos barrios de Brooklyn y Queens de predominio árabe, donde Inmigración toca a la puerta frecuentemente. La ADC estima que el 64 por ciento de las detenciones de inmigrantes que se hicieron en EE.UU. durante la caza de brujas que siguió al 11 – S ocurrieron en Nueva York. Muchos de los deportados fueron torturados en sus países de origen para aclarar la sospecha estadounidense de que pudieran tener algún vínculo terrorista. Con el paso de los meses, el gobierno formalizó legalmente los abusos. Los ciudadanos de origen árabe o musulmán de 24 países clasificados fueron obligados a inscribirse en el Programa de Registro Especial, y varias veces maltratados en el proceso.

Las nuevas regulaciones del Departamento de Justicia permiten a Inmigración ejecutar detenciones sin cargos durante 48 horas en las que permanecen incomunicados. Una especie de ley antiterrorista dirigida a los inmigrantes, en la que, según Abbadis, eres «culpable hasta que se demuestre tu inocencia». El proceso de esclarecimiento tarda una media ochenta días.

Vigilados

Bush reitera que el Islam no es el enemigo, «pero sus palabras no coinciden con sus acciones», apunta Abbadis. «El gobierno ha dado la impresión de que toda una generación de árabes y musulmanes eran terroristas potenciales que debían ser sometidos a escrutinio».

En las calles mucha gente no hace preguntas. «¡Alá es un cerdo!», gritaba un taxista a otro en busca de gresca. Otros ni siquiera necesitan provocar. Haider Rizvi, un periodista paquistaní afincado en Nueva York, aún exhibe en su dentadura sin incisivos la mella que le dejó una inesperada paliza en Brooklyn. Todo lo que recuerda es a dos individuos que gritaban algo sobre su barba y la de Bin Laden mientras le rompían varias costillas a patadas y puñetazos. Su teoría es que le oyeron criticar el bombardeo de Afganistán con un amigo en el bar, y le siguieron a la tienda de la esquina cuando salió a comprar tabaco. Eso explica que muchos hoy hablen en voz baja, o ni siquiera lo hagan.

La discriminación es más acuciante y difícil de perseguir a la hora de buscar trabajo o alquilar casa. Tanto, que algunos han preferido la pesadilla burocrática de cambiarse el nombre y apellido para encontrar trabajo. Los más han americanizado su nombre. Ahora los «Mohamed» se llaman «Moe» (Moisés), y quien tenga la desgracia de llamarse Osama pasa por Sam.

Otros han decidido que «no nos quedaremos callados». Eso es lo que dice, en árabe y en inglés, la camiseta que llevaba puesta Raed Jarrar cuando hace un mes se disponía a abordar un vuelo de Jet Blue en Nueva York. Después de un registro exhaustivo, se le comunicó que no se le permitiría subir al avión con esa camiseta por la que habían protestado otros pasajeros. Jarrar, director del programa iraquí de la organización de derechos humanos Global Exchange, se aferró a su derecho constitucional de libre expresión, pero acabó por vestir la camiseta que le compró la representante de la aerolínea cuando el inspector le advirtió que le convenía más acabar aquello «por las buenas».

«Ser un musulmán árabe viviendo en Estados Unidos es una putada hoy en día», se queja un arquitecto de 28 años. «Cuando estás en Oriente Medio eres un contribuyente estadounidense con cuyos impuestos se pagan las bombas que destruyen sus casas, y cuando vuelves a EE.UU. eres un sospechoso de terrorista».

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