La colonia de Ahmed

ABC, 25-08-2006

Por MANUEL RODRÍGUEZ RIVERO
MI vecino de asiento era ciudadano de Arabia Saudí. Lo supe antes de que me lo dijera porque en Barajas estaba delante de mí en la cola del chequeo, y le había echado un ojo a su pasaporte. Con él se demoraron más de la cuenta en las preguntas idiotas: no, nadie le había ayudado a hacer el equipaje, no había recibido ningún paquete de manos extrañas, no llevaba objetos cortantes asesinos, ni mecheros incendiarios, ni líquidos inflamables apocalípticos. Recuerdo que mientras esperaba mi turno formulé silenciosamente un deseo de ésos que cuesta confesar: ojalá este individuo no me toque de vecino de asiento, ojalá no me lo coloquen al lado durante todo un viaje de ocho horas. Lo pensé no por lo del pasaporte, ni porque lo que trajo el milenio me haya hecho receloso del «otro» sobre todo si «el otro» exhibe rasgos físicos o vestimenta (éste lucía ambas cosas) de los que uno atribuye habitualmente a los árabes, sino por su extrema obesidad. El tipo no pesaba menos de 150 kilos por debajo de su inmaculado thawb de algodón. Lo calculé rápidamente porque yo rocé los 120 y sé como son estas cosas (por cierto: la foto que incluye esta columna ya no me hace justicia).
Bueno, pues sí: allí estaba, en el asiento de al lado, el del pasillo. El hombre después supe que se llamaba Ahmed, era simpático y parlanchín, e hizo algún comentario tímido y gracioso cuando la azafata le suministró un suplemento para el cinturón de seguridad. Llevaba un periódico escrito en árabe y The Observer. Hablaba un inglés que ya lo quisiera yo para mí: había estudiado en la School of Economics de Londres, una ciudad en la que, según me reveló con esa impudicia que sólo se produce con desconocidos a los que uno sabe que no volverá a ver jamás, había pasado sus «años locos» (así dijo). Se notaba que era lo que mi abuela llamaba «gente bien». No gente «de bien», sino «bien», simplemente (claro que una cosa no tiene por qué excluir la otra).
Hablé con Ahmed durante el tiempo que no pasamos dormitando. Yo había solicitado el menú vegetariano (el único soportable en clase turista), y él comida halal, de manera que iniciamos nuestra conversación a partir de tópicos culinarios. Luego, cuando ganamos confianza, comentamos una noticia, que ambos habíamos leído, según la cual los empresarios británicos de pompas fúnebres se quejaban de la escasez de crematorios que pudieran dar cuenta de los cada vez más rollizos cadáveres de sus compatriotas. Los enormes ataúdes («XXL», así dijo) que los albergaban no cabían en la mayoría de los hornos, de manera que había que trasladarlos a otros más lejanos, con el consiguiente encarecimiento de los costes funerarios. Ahmed se mostró indignado. En el improbable caso (dadas sus concepciones religiosas) de que deseara ser incinerado, la minuta que tendría que pagar su familia sería gastronómica. Quiero decir astronómica. Ni morir le dejan a uno en paz, así me dijo.
Bueno, no sé por qué les cuento todo esto. Quizás porque este verano que por fin se acaba, me he sometido a una bulímica dieta de alitas de pollo y jugosas hamburguesas rurales: si sigo así no podré cambiar mi foto, y los míos tendrán que aflojarse aún más el bolsillo si algún día llego a faltar, como también decía mi abuela. O, tal vez, porque me he acordado de que Ahmed llevaba un frasquito de colonia que utilizó para perfumarse un par de veces durante el viaje. Todo esto sucedió antes del último sobresalto de esta guerra insidiosa, con el susto de los líquidos explosivos, y toda esa movida. La verdad es que viajar se ha convertido en un incordio. Sobre todo para Ahmed, árabe, gordo y con un frasquito de colonia en su equipaje de mano.

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