El peso del pasado

JOAN GARÍ

El País, 25-08-2006

El resultado es un barrio milenario sólo apetecible para los nuevos inmigrantes

A mi amiga Mary Farrell, americana de Maryland, se lo digo siempre para provocarla: hay más historia en cualquier calle de Borriana que en toda Nueva York. La frase hay que tomarla como viene, aunque se refiere, naturalmente, al barrio viejo, intramuros, ese espacio que en la Edad Media vivió la ilusión, como tantas otras pequeñas ciudades, de la convivencia entre cristianos, árabes y judíos.


La iglesia principal de Borriana – consagrada al culto de El Salvador – es gótica, aunque no lo parezca. Es un ejemplo primigenio del llamado gótico catalán, porque Jaume I comenzó por aquí su conquista del reino musulmán de Valencia. Las páginas vivísimas que, en el Llibre dels Fets, relatan el asedio de la Borriana mora (ese logar tan vil, no maior d’un corral, según la prosa despectiva del monarca) son una delicia de cuando la lengua catalana era un idioma nacional, que el rey trasplantó a sus nuevos feudos con la naturalidad con que cualquier conquistador hace tabla rasa con las costumbres de los vencidos.


Pegada a la iglesia, en un lateral adjunto a la replaza conocida como el racó de l’abadia, es bien visible un pequeño cofre con el que la gente fantaseó durante años, imaginando la posibilidad de que custodiara los restos de algún egregio familiar de nuestro monarca más emblemático. En realidad, hace unos años el cofre se abrió, y parece que sólo contenía los huesos de algún animal. Todo el pasado es así. Propicia en ocasiones revelaciones esenciales y es el sustento más dramático de la Historia, pero a veces donde ambicionábamos a una princesa sólo hay una triste perra, y hay que apechugar con ello.


No lejos del racó, en la calle La Sang (antigua calle Juderia), justo enfrente de lo que fue la sinagoga de la aljama de Borriana, unas prospecciones arqueológicas han dejado al descubierto lo que parece el antiguo cementerio de la comunidad judía local. La pujanza de ésta en los siglos XIII y XIV está fuera de toda duda: precisamente Jaume II, en 1326, le concedió la facultad de habilitar un terreno como cementerio, para no tener que trasladar sus cadáveres hasta Morvedre.


En esas calles pobladas de hebreos – y de musulmanes – ahora viven el abandono típico de los centros históricos valencianos. Como el ayuntamiento (del PP) ha propiciado, en los últimos años, la rápida transformación de una gran parte del término municipal en un nuevo El Dorado de “viviendas unifamiliares” y campos de golf, el centro histórico se cae a pedazos, puesto que la ambición de todo el mundo es morder aunque sólo sea una pizca de ese fabuloso pastel. El resultado es que un barrio milenario, con el censo de edificios modernistas más numeroso de toda la península, y donde cada calle es un pedazo de Historia, sólo resulta apetecible para los nuevos inmigrantes magrebíes, que han emprendido su peculiar reconquista.


Y uno sólo desearía que también los judíos volvieran para reclamar lo que es suyo, cinco siglos después, y visitaran ese cementerio de La Sang para poner piedrecitas entre los restos. Esta ciudad es tan suya como de los futuros golfistas que se avecinan. Si me apuran, mucho más.

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