Una vez apagados los fuegos más visibles del estallido de violencia en las calles de decenas de ciudades, ni el Gobierno de Emmanuel Macron ni el conjunto de las fuerzas políticas francesas pueden cruzarse de brazos hasta la próxima explosión de ira. Después del imprescindible esfuerzo por restablecer el orden–con un despliegue policial masivo pero desigualmente distribuido, que asignó protección a negocios de gran lujo mientras ardían bibliotecas–, los ciudadanos alarmados por esta crisis y por la imagen internacional del país que organiza los próximos Juegos Olímpicos exigen la reflexión y las actuaciones necesarias para prevenir una repetición del episodio, que pasa por atender a sus causas.

La muerte del adolescente de Nanterre ha llevado a la cárcel al agente autor del disparo y acrecienta las sombras sobre las fuerzas del orden de racismo y brutalidad. La vía de acercamiento de Macron a los alcaldes debe servir para revisar en común décadas de inversión multimillonaria que no han librado a las barriadas periféricas de convertirse en guetos por la mezcla de desatención a la inmigración, fracaso escolar y bandas criminales dispuestas a prender la mecha de este hervidero.