BINGEN AMADOZ

Tragedia de los que huyen, ilusión de los que ayudan

Deia, , 21-06-2023

Madrugada del miércoles 14 de junio. Ocurrió otra inmensa tragedia en el mar Mediterráneo. Esta vez en el mar Jónico, cerca del sur del Peloponeso griego. Un barco pesquero cargado de migrantes se hundió y desaparecieron en las aguas centenares de personas que huían de sus países, utilizando los precarios medios a los que tenían acceso. En la bodega viajaban cien niños y niñas y también sus madres. Ninguno de ellos volverá a ver la luz del sol. Los gobiernos europeos no se rasgarán las vestiduras. No habrá minutos de silencio en los conciertos. Europa respirará tranquila como si un asunto tan grave no fuera con ella. Y sin embargo… ¿por qué huyen de los lugares en los que nacieron tantos hijos e hijas del mundo pobre o empobrecido?

Les surgieron conflictos porque los poderosos del mundo (europeos, americanos y de otras partes) quisieron arrasar tierras fértiles y hermosas ciudades y pueblos para hacerse con sus riquezas, los bienes con los que los naturales sobrevivían. Ahora mujeres, hombres y niños escapan de la guerra, del hambre y de la desesperación.

Emprenden peligrosos viajes tras aportar todos sus recursos monetarios a las mafias que trafican con los seres humanos, porque su supervivencia depende de un desplazamiento que los lleva a lugares lejanos como la soberbia Europa que mira para otro lado cuando se entera de las desgracias ajenas, infortunios que no ocurren por casualidad y de los que ella misma es culpable.

En el continente europeo no obstante no todos estamos de acuerdo con las políticas de acoso y conquista ni con las de puertas cerradas que obstaculizan a los migrantes el camino que les lleva a la salvación.

Todos sabemos que hay puntos calientes en el Mediterráneo donde las dificultades creadas por los gobiernos occidentales se acrecientan cuando los migrantes están a punto de tocar la ansiada tierra donde en demasiadas ocasiones reinan la arrogancia el desprecio. La isla de Lesbos es una de esas puertas cerradas.

El campo de refugiados de Moria es ya un recuerdo aunque no han desaparecido las altas alambradas que ya no encierran a nadie. Un régimen cercano al sistema carcelario dirige ahora los destinos de los más de 2.500 refugiados que habitan en pésimas condiciones el campamento de Kara Tepe, cercano a Mitilini y que carece de alambrada solo en el espacio que baña el mar. La ONG vasca Zaporeak lleva la solidaridad hasta el mismo campo, donde cada día reparte comida entre los que nada tienen. Las familias con niños son su prioridad. A veces no llega para todos y entonces los voluntarios tienen que recurrir a una de sus mas duras tareas: tener que decir a los que todavía esperan, generalmente hombres jóvenes que han hecho solos la larga travesía: ¡intentadlo mañana!

Los solidarios de Zaporeak son testigos directos del sufrimiento en el campo de refugiados. Muchas veces tienen que aguantar las ganas de llorar mientras reparten las raciones diarias. De vuelta a la cocina hay quien estalla en sentidos sollozos recordando lo que acaba de ver, mientras balbucea: “¡Los niños. Ay los niños!”.

En la cocina se trabaja duro y a buen ritmo. La mayor parte de los voluntarios son de Gipuzkoa, Araba, Nafarroa y Bizkaia. También los hay de otros lugares como Madrid y Lille. El euskera tiene lógicamente una gran presencia. Cuando llegamos a la cocina una mujer me saluda con un “¡Egun on!”. Yo le sigo hablando en euskera hasta que me dice: “¡Para, para… que soy de Palencia!”.

En la tarea de ayuda a los refugiados hay un elemento común que identifica a todos los trabajadores de la cocina: se vive el presente con ilusión. Lo certifica Pedro, un laudiotarra que acude a Lesbos para colaborar con Zaporeak tanto como puede a pesar de ese miedo que compartimos: el miedo a volar. Él, como otros muchos voluntarios, no sabe inglés pero le quita importancia: “Pues ya ves, dice, holyday por ejemplo… Holy es holy y Day es día y ya está”. Casi todos son voluntarios que trabajan gratuitamente pero también hay refugiados que son asalariados. Reza y Mohamed son los panaderos. Los dos afganos. A Mohamed le ayuda en las tareas de la panadería Izaskun zizurkildarra, una mujer madurita pero bien garbosa. Lo hace lo mejor que puede pero cuesta aprender el manejo de la maquinaria que sirve para aplastar la masa de pan. Mohamed la llama “mujer marcha” y cuenta divertido las veces que le ha escuchado decir: “¡Hostia… fatal!”.

Entre los refugiados del campo predominan ahora mismo las personas de origen afgano y los palestinos de Gaza pero hay gentes venidas de Sudan, Eritrea, Somalia, Yemen, Irán y de otros muchos países. Curiosamente no hay ucranianos. Ellos también sufren grandes penalidades por los embates de una guerra que los acosa pero los hipócritas gobiernos europeos discriminan lamentablemente a las personas en función de su lugar de procedencia.

Los que languidecen durante meses y años en la parada obligada de Lesbos a la espera de que les tramiten los papeles legales que les devuelvan los más elementales derechos humanos, expresan verbalmente sus sueños, acarician el futuro y sonríen. Y los niños, africanos, asiáticos, son capaces de aprender y de emocionar a los adultos con sus inocentes palabras.

Alí, un niño de entre seis y siete años ha aprendido a contar en euskera. Alguien de Zaporeak se lo ha enseñado. Sabe además el nombre de uno de los voluntarios que hoy reparte la comida. Su familia está compuesta por siete miembros. Las raciones se distribuyen en unidades por persona.

Corre Alí acercándose al lugar donde están las bandejas de reparto y grita alegre y decidido: “¡Fermin!… ¡Zazpiiiiiii!”.

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