La cola de Babel

Decenas de extranjeros se agolpan cada día frente a las puertas de la Policía en Bilbao para tramitar los 'papeles' y alcanzar un sueño. En la fila se entretejen historias en diversas lenguas

El Correo, 17-07-2006

La distancia que divide el aburrimiento de la expectación mide dos manzanas de largo y su punto de inflexión está situado en una esquina: Gordóniz y Uhagón, en pleno centro del distrito bilbaíno de Indautxu. Cada mañana, decenas de extranjeros se concentran allí para tramitar sus ‘papeles’. Es la sede de la Policía pero, a juzgar por la cantidad de gente, el edificio parece un comercio en el primer día de rebajas. Las ofertas de trabajo resultan atractivas. Y, por ley, hay que esperar.

Los últimos de la fila – que se extiende hasta Gordóniz – están sumidos en el tedio. «Esto no avanza», protestan. Los del medio – que ya han dado vuelta a la esquina y hacen cola por Uhagón – se encuentran más animados. «Al menos desde acá ya podemos ver la puerta», ironiza un argentino. En cambio los primeros, que están a punto de entrar, se muestran mucho más inquietos. Sólo piensan en el paso que les falta y no se quejan por el camino previo. Pero se les nota, claro. Las ojeras y los pies entumecidos no mienten. Están cansados. Tienen sueño. Algunos se levantaron a las cinco de la mañana. Otros ni siquiera durmieron.

Tiempos. La oficina de extranjería atiende por la mañana. De 9 a 14 horas, de lunes a viernes, sin excepción. La puerta no se abre antes; pero a las ocho, las siete e, incluso, a las seis de la mañana ya hay gente esperando para entrar. ¿Por qué? «Porque así nos aseguramos de que nos van a atender», explican casi de manera unánime. «Yo tengo un amigo que vino a la una de la madrugada y se encontró con tres personas haciendo cola antes que él», comenta un joven ecuatoriano.

¿De verdad es necesario llegar a tal extremo? «Depende – dice Francesco, un italiano colocado a escasos metros de la puerta – . El problema, en realidad, no es que no te atiendan. Los trámites son bastante rápidos, pero si vienes a las diez o a las once, habrá mucha gente antes que tú, pasarás toda la mañana aquí y perderás el día de trabajo». «Deberían pagarnos cada vez que hacemos un trámite en la Policía», sugiere con humor. Aunque está molesto: «He hecho toda esta cola solamente para hacer una pregunta. Y ahora la hago otra vez para cambiar mi DNI».

«Cada vez vemos más gente en la calle», relata una pareja de vecinos que vive en los edificios de enfrente. «Antes había muchas personas, sí, pero no como ahora. Si sales a hacer la compra o a dar un paseo, ni siquiera puedes pisar la acera porque no hay sitio», describen. Una valla metálica que surca la calzada avala sus palabras. Como la acera es estrecha y la gente la desborda hasta ocupar parte del pavimento, los agentes la han puesto allí para evitar accidentes.

No es lo único que confirma el aumento de la inmigración. También hay cifras. Según las estadísticas, en los últimos dos años, la población de extranjeros en Vizcaya pasó de 18.810 a 30.996 personas. Y, en el caso de los no comunitarios – la amplia mayoría – , directamente se ha duplicado. Más gente, más papeleo, más trámites y más cola. Tras cinco horas de pie en la calle, el aburrimiento puede ser bestial. Pero hay remedio.

Da Vinci y las patatas

Con un pie apoyado en la pared y sus ojos atrapados en un libro, Rodrigo ni se entera del bullicio que le envuelve. Su mente está en París, o quizá en Londres. Lee ‘El Código Da Vinci’. «Ya llevo unas veinte páginas», dice este ecuatoriano que acaba de llegar. A la cola y a Bilbao. «Mi mujer vino primero, estuvimos casi un año separados. Ahora estamos haciendo los trámites de reagrupación familiar», expone.

Mientras espera a su esposa en la fila , Rodrigo explica por qué fue ella, y no él, quien emigró primero a España. «Las mujeres, en general, consiguen trabajo con mayor facilidad. Aunque hayan estudiado otras cosas o tengan una carrera universitaria, siempre hay lugar para una niñera, una encargada de limpieza o alguien que cuide ancianos», razona. Evidentemente, «no es lo ideal», pero está claro que es trabajo, «y eso es lo que importa».

En medio de esta conversación aparece Derek, un estadounidense nacido en San Diego que ha venido a Bilbao «a montar un restaurante». «No sé ni lo que hay que traer, ¿piden de todo!», dice y ofrece un paquete de patatas fritas. Al igual que los libros, las palabras cruzadas y los reproductores de MP3, la comida también es útil para acelerar el paso del tiempo. Sin embargo, no hay nada como hablar. Además de inevitable, el diálogo resulta infalible como entretenimiento.

La panacea del periodista está en la cola de extranjería: por aburrimiento o por interés, todo el mundo está dispuesto a conversar. Y, por si esto fuera poco, los relatos enganchan. Detrás de cada inmigrante siempre hay una historia que sorprende, como la de Alfredo y María Flor, un matrimonio peruano que acaba de reencontrarse tras un año de lejanía. «Fue duro – reconocen – , pero hay que ser fuertes». Lo dicen con propiedad. María Flor llegó el año pasado porque tuvo «una oportunidad de trabajar». Su marido y su hijo, Joseph, se quedaron esperando en Lima. Hace apenas cinco días que volvieron a abrazarse. «Nos vamos a quedar aquí – asegura la familia – . Más que nada, por el futuro de nuestro niño».

Despedidas, reencuentros, proyectos ¿y amor? Por supuesto. Saadia cuenta su historia. Hace trece años, esta mujer marroquí vino a Bilbao de vacaciones. Y tanto le gustó la ciudad que acabó quedándose en ella. «El País Vasco no lo cambio por nada», asegura Saadia. Aquí aprendió a hablar castellano («fui dos años a la Escuela de Idiomas»), aquí desarrolló su oficio de cocinera, también conoció a su actual marido, «que es de Marruecos, como yo» y, además, en Bilbao nacieron sus dos hijos. «Madrid nunca me gustó, pero esta ciudad sí se parece a mi país», agrega.

La solidaridad

También Luis encuentra similitudes con su Colombia natal. «Cuando camino por el Casco Viejo siento que estoy paseando por Cartagena de Indias». No importa que falte el mar ni que el clima sea diferente, «uno siempre necesita cosas para mantener viva su tierra». Lleva siete años en Bilbao y lo que más extraña de Colombia son sus hijos. «Siempre les digo que vengan, al menos un par de meses, pero no quieren, y encima su madre no les deja», explica Luis con los ojos llenos de lágrimas.

En esta ‘cola de Babel’, donde se mezclan las religiones y las lenguas, la peregrinación se sostiene por una fe compartida: la búsqueda del progreso. Y pese a que resuenan ecos en varios idiomas, predomina el ejercicio de la solidaridad. Si pregunta, cualquiera le informará con gusto dónde puede encontrar un notario, una panadería, una oficina del Ayuntamiento o la fotocopiadora más próxima.

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