Obstáculos para reducir la pobreza

Las dificultades para acceder a ayudas sociales están en ocasiones en exigencias administrativas absurdas, como si hubiera una presunción de que los necesitados se aprovechan del sistema

El País, ELENA COSTAS PÉREZ, 19-10-2021

En España, solo ocho de cada 100 personas que viven bajo el umbral de la pobreza y la exclusión social recibían una renta mínima autonómica de inserción en 2019. Era el último recurso al que familias en una situación desesperada podían acudir. Pero la mayoría de ellas o bien desconocían su existencia, o bien se perdían en el mar de requisitos y formularios a completar, o en los largos tiempos que las administraciones autonómicas tardaban en aprobar o rechazar su solicitud. Y, recordemos, hablamos de familias que no pueden llegar a fin de mes.

El ingreso mínimo vital (IMV) llegó con la pandemia para, en parte, solucionar este problema. Se pretendía facilitar el acceso de 2,3 millones de personas a esta prestación social, aumentando la cobertura de las rentas autonómicas. Un año después de su aprobación, el IMV llega al 35% de los previstos beneficiarios. A diferencia de otras ayudas, la publicidad recibida por el IMV hace poco probable que muchos de sus potenciales beneficiarios desconozcan su existencia. Sin embargo, este fenómeno, conocido por los anglosajones como “non take-up”, nos debería preocupar especialmente por sus efectos sobre la eficiencia de las políticas públicas y las políticas sociales. Debemos indagar en los factores que hacen que personas o familias que tienen derecho a recibir una prestación no lo hagan: desde el desconocimiento de la existencia de la ayuda a pensar que no son para ti, pasando por la maraña burocrática que, demasiado a menudo, dificulta la solicitud. Son muchas las barreras a superar.

Richard Thaler (premio Nobel de economía de 2017) y Cass Sunstein, autores del libro Nudges (o pequeños empujones para tomar mejores decisiones), nos hablan también de eso, de los sludges. Es decir, de los obstáculos (literalmente, el lodo o barro) que nos impiden conseguir algo con lo que viviríamos mejor. Si al pensar en nudges queremos incentivar ciertos comportamientos, con los sludges se trata de eliminar las barreras que encontramos por el camino. El propio Sunstein colaboró con la primera Administración de Barack Obama, a cargo de la Oficina de Información y Asuntos Regulatorios, buscando simplificar y reducir muchas de las regulaciones federales para mejorar su calidad y eficiencia.

Los sludges pueden aparecer por un mal diseño de las políticas públicas, por limitaciones institucionales (falta de personal o recursos), o por sesgos ideológicos. Incluso se pueden imponer de forma intencionada, buscando, por ejemplo, dificultar el voto de los residentes en el extranjero o el acceso a programas de empleo. Gran parte de nuestra relación con la Administración, desde hacer la declaración del IRPF a solicitar un permiso paternal, se destina a rellenar formularios, entender regulaciones y asumir una importante carga administrativa. Y tendemos a subestimar estos costes, al no estar monetarizados. Un error que cometemos demasiado a menudo aquellos que nos dedicamos a la evaluación de políticas públicas.

Pero el coste de los sludges no es sólo de tiempo, sino que demasiado a menudo constituyen un muro infranqueable para obtener permisos y ayudas. Si lo que queremos es que las familias pobres no puedan acceder a beneficios económicos, lo único que debemos hacer es pedirles que se sumerjan en páginas y páginas del BOE, webs de diseño kafkiano, y que respondan a largos y complejos cuestionarios que pocos pueden comprender.

Las trabas administrativas aparecen en gran parte de nuestras interacciones con el sector público. Sin embargo, en el diseño de las políticas sociales cobran especial importancia. La propia María Luisa Carcedo Roces, exministra de Sanidad, lo señaló en su discurso del Congreso tras la aprobación del IMV. Al poner en marcha este tipo de políticas se activan muchas alarmas, y en seguida empieza la desconfianza. Las sospechas de posible fraude para recibir una prestación social se disparan, algo que no ocurre si hablamos, por ejemplo, de paquetes de desgravaciones fiscales para empresas o clases medias. La presunción de que los pobres roban más que los ricos es un prejuicio moral que nos lleva a complicar hasta el imposible los procesos para pedir ayudas y prestaciones sociales.

Nuestra Administración cuenta con suficiente información para conceder —o informar— por defecto a los potenciales beneficiarios de muchas prestaciones (como ha hecho ya el Ayuntamiento de Barcelona con el Fondo Extraordinario de Ayudas de Emergencia Social a la infancia). Se podría optar también por un sistema, como ya se hace con ciertas actividades económicas, en el que una declaración responsable sustituya a la presentación y verificación de requisitos para pedir una prestación, comprobando una vez concedida la ayuda si los beneficiarios cumplen los criterios. Si no dudamos que los dueños de una vivienda o de un negocio nos dicen la verdad, ¿por qué desconfiamos de los que no tienen esos recursos? ¿Los consideramos menos honestos?

También podríamos repensar qué justifica los tiempos absurdamente cortos que se dan para adjuntar alguna información necesaria: ¿Por qué darle 15 días (y no un tiempo ilimitado) a una persona (seguramente, con pocos recursos) para que incluya tal o cual documento? Es preocupante tener una administración kafkiana, pero es injusto que, además, lo sea más con unos ciudadanos que con otros.

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