Crítica de «Vitalina Varela»: El valle de las sombras

«Vitalina es una presencia magnética cuya historia real se nos va contando en impresionantes monólogos»

ABC, Antonio Weinrichter, 16-10-2020

El portugués Pedro Costa lleva varios años y varias películas encerrado en un mismo entorno, Fontainhas, y una misma estética. Lo triste de lo primero, un barrio de favelas en los suburbios de Lisboa habitado por inmigrantes caboverdianos abandonados de la mano de su Dios y del estado de bienestar luso, no parece obstáculo para desarrollar su más que llamativa estética visual.

Lejos de la «pornomiseria» (genial vocablo de Luis Ospina) en la que tantos otros incurren, Costa filma a sus «pobres», él prefiere llamarlos desesperados, en una sucesión de resplandecientes composiciones: con la inestimable ayuda de la cámara digital de Leonardo Simoes, cada plano es casi un cuadro hiperrealista, una imagen onírica con dos tres focos de luz que enfocan con prístina claridad todo lo que no está engullido por las tinieblas de este limbo «do desespero». Y esta lacerante intensidad tenebrista se nutre de la dolida tristeza y la dignidad infinita de sus personajes, que ya nos resultan familiares de sus anteriores visitas al barrio.

Nos reencontramos aquí con Ventura, en el papel de un cura con crisis de fe como los de Bergman y Bresson. Y sobre todo con la titular, Vitalina, una presencia magnética cuya historia real se nos va contando en impresionantes monólogos, vale decir, diálogos con su marido muerto. Pero en este mundo de sombras tiene sentido que los fantasmas se paseen con naturalidad. Un plano secuencia inicial, de un cortejo funerario, y el plano final que escenifica un lejano momento de felicidad en Africa, justifican el desplazamiento.

Texto en la fuente original
(Puede haber caducado)