Las 21 tumbas numeradas de Acandí tenían nombre

En enero de 2019, una barca con 34 migrantes provenientes de distintos países de África zozobró mientras navegaban entre dos pueblos costeros del Caribe: investigamos quiénes eran

El Diario, José Guarnizo, 29-05-2020

El bebé tendría algo más de un año. Su cuerpo estaba boca abajo sobre la arena dorada. Al fondo, los riscos de piedra y la densa selva del trópico. Estaba vestido de chaquetica vaquera, botas de caucho y solo, absolutamente solo, a 10.700 kilómetros de la República Democrática del Congo, donde, como lo sabría después, había nacido.
El bebé, porque era solo un bebé, no apareció en los noticieros de televisión. La imagen de su cuerpo abandonado no causó revuelo en Colombia ni se convirtió en un símbolo de la tragedia de los migrantes, como aquél pequeño ahogado en una playa turca en 2015. ¿Dónde estaban sus padres? ¿Habían muerto? ¿Habían sobrevivido?

De pie, frente a 21 cruces numeradas en el cementerio de Acandí, un pueblito de pescadores en el Golfo de Urabá, donde Colombia bordea con Panamá, Yolvys de la Cruz Morales, periodista local, recuerda que esa tarde del 29 de enero de 2019 sintió escalofrío y dolor en el pecho cuando vio a lo lejos el cadáver del niño tirado en playa Soledad, bamboleándose con las olas recias y verdosas del Caribe.

Ha pasado casi un año. Ahora el niño está allí en el cementerio improvisado, bajo la tierra arcillosa. Aún nadie ha sabido cómo se llamaba. “¿En cuál de estas tumbas está el cuerpo de ese niño?”, le pregunté.

“Decirte ahora en cuál de esas fosas es complicado”, dice. “A cada una de las 21 tumbas se les puso un número por si algún día aparecía alguien a reclamar los cuerpos, o las partes de cuerpos que se encontraron”.

De la Cruz se queda en silencio un rato y se acurruca de cara a las cruces. “Sabemos que todos eran africanos, que salieron de sus países por extrema pobreza o violencia, entonces es bastante lejana la esperanza de que aparezca algún familiar a reclamarlos”.
A las cruces de madera se les han ido borrando los números. Algunas flores moradas han crecido entre la hierba. Pienso en ese momento que este reportaje no tendría sentido si al final no sirve para encontrar nombres a esas cruces. Que al menos sus parientes sepan dónde quedaron en este largo trayecto por medio mundo, atravesando una buena parte de América.

La noche del naufragio
A eso de la una de la madrugada del lunes 28 de enero de 2019, una barca con 34 migrantes provenientes de distintos países de África —14 niños y 18 adultos, entre ellos dos mujeres embarazadas— zozobró mientras navegaban entre Capurganá y Sapzurro, dos pueblitos costeros del Caribe que quedan en el límite con Panamá.

Las noticias de la tragedia en un principio fueron vagas. Cuatro embarcaciones habían salido a la madrugada desde la playa La Caleta, sector de La Brujita, de Capurganá, un punto no autorizado para el zarpe de lanchas. No hubo planillas con nombres de pasajeros ni controles por parte de autoridad alguna.

Se supo después que los migrantes iban a ser dejados en las playas de Armila en Panamá, para que continuaron a pie hasta la comunidad de Anachucuna. Ninguno de los extranjeros sabía a lo que se enfrentaba. Lo que se les venía. Desconocían que debían cruzar luego un río llamado Membrillo hasta la desembocadura de otro, el Chucunaque y que, más adelante, tendrían que internarse en la selva del Darién panameño por unos 50 kilómetros para ir a dar hasta un pueblo llamado Metetí; o continuar por el curso del Chucunaque hasta Lajas Blancas, donde buscarían después la carretera Panamericana. Nada de eso pasó.

En el pueblo se murmuraba que los motoristas de la lancha habían bebido durante la noche; que a ninguno de los pasajeros les habían dado chalecos salvavidas. Una fiscal, después, confirmó los rumores.

También corroboró que antes de abordar las lanchas, los viajeros habían tenido que pagarles a unos hombres 150 dólares por cabeza. A cambio, ellos les dieron el transporte a Panamá. El bote, que tenía un cupo máximo de 20 personas, iba con 34 pasajeros, sin contar el equipaje. En las maletas había ropa, enlatados, machetes, leche para bebé, mantas, fotos, pasaportes. Los dueños de las lanchas sabían que habían enviado a esas familias a la muerte, al lanzarlos a un mar bravío, en una panga repleta a media noche. Por eso hicieron lo posible por ocultar el accidente.

En dos horas nadie avisó a las autoridades sobre la fatalidad. Cada minuto que pasaba alejaba las posibilidades de rescatar a alguien con vida. Solo hasta las tres de la mañana, la Capitanía de Armada Nacional que patrulla el Golfo de Urabá, recibió el SOS. La capitana Raquel Elena Romero Quintero, comandante de Guardacostas, cuenta que de inmediato desplegaron lanchas de rescate hacia la zona. La noche, sin embargo, los devolvió sin noticias. No encontraron nada.

Luego se sabría que la embarcación se había partido en dos, y que durante aquella madrugada y parte del día siguiente, las personas tuvieron que luchar contra la fuerza descomunal de la marea que los empujaba contra esos peñascos afilados, tratando de proteger a sus niños. En enero el mar del Golfo suele estar particularmente picado y levanta olas hasta de tres metros que revientan contra las rocas en la costa. Nadie escuchaba sus gritos de auxilio.

Los sobrevivientes cuentan poco
El lunes en la mañana comenzaron a aparecer algunos sobrevivientes por Capurganá, un pueblito de pescadores donde viven si mucho 1.500 habitantes, y al que llegan turistas por temporadas, atraídos por un mar verde cristalino y un paisaje exótico. Por la única calle larga del pueblo venían caminando los sobrevivientes, exhaustos. Aseguraban haber perdido hijos, esposas, hermanos, pero no a todos se les entendía porque no hablaban español. Entre los pocos que pudieron hablar con ellos estuvo el párroco del pueblo, Aurelio Moncada. Desesperado por dar la noticia a ver si se podía salvar a otros, hizo varios vídeos que comenzó a enviar por Whatsapp alertando sobre la catástrofe.

“En un principio creyeron que esto era algo inventado”, dijo el sacerdote, cuando lo entrevisté en noviembre pasado, en desarrollo de la investigación transfronteriza Migrantes de Otro Mundo, realizada por 18 medios periodísticos.

Con la luz del día, las autoridades organizaron un consejo de seguridad en Acandí, el pueblo principal del Golfo de Urabá, a unas dos horas en lancha de Capurganá, por la misma costa. Queda en el departamento del Chocó, el más pobre de Colombia, a 20 kilómetros de las playas de donde había salido la lancha que se hundió. En esa reunión estuvo la alcaldesa, Lilia Isabel Córdoba y funcionarios locales de Migración Colombia, de Policía y Armada. Fueron también representantes del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) que tiene un puesto de atención en una ciudad cercana.

Mientras duraba la reunión, los guardacostas seguían buscando a otros náufragos. A esa reunión también fueron sobrevivientes. Los llevó el padre Aurelio, como le llama la gente. Allí, aún en shock, los extranjeros intentaron contar su historia. El periodista De la Cruz grabó algunos vídeos. Darwin García Pérez, un residente de Acandí, hizo de traductor. Entre los sobrevivientes estaba una señora joven con la mirada perdida, en silencio. Llevaba en sus piernas a una niña. Se la veía desolada. Sus enormes ojos miraban ese cuarto atestado de funcionarios de la Alcaldía de Acandí, sin entender nada. Cuando fui al pueblo, meses después del accidente, varios contaron que se llamaba Memfi.

Habló en francés otra señora joven que dijo llamarse Fina, aseguró ser de Angola. Llegó a Colombia con cinco hijos. Cuatro acababan de morir. En Angola la situación ha venido mejorando un poco, pero siguen las ejecuciones extrajudiciales y, en 2018, el gobierno había expulsado a más de 400 mil refugiados originarios de la República Democrática del Congo (RDC), matando e incendiando sin piedad.

El que más habló en la reunión fue un extranjero en francés. Él contó de las barcas y lo que había pasado. Parecía más árabe que africano, pero no se supo de dónde era y su identidad no quedó en los registros que hizo la Alcaldía de Acandí.

En la cámara de De la Cruz quedó registrado además el pedido en francés de un hombre que se identificó como Didier Bikembo Fwetete, proveniente de la RDC, rodeado de varios migrantes que parecían mustios a la salida de la pequeña capilla católica de Capurganá. Pidió a las autoridades que le ayudaran a conseguir refugio en Canadá. Al parecer, nadie atendió su súplica.

García también ayudó a traducir sus testimonios posteriormente ante la Fiscalía colombiana. En un acta de la Alcaldía de Acandí quedó registrado que ninguno de ellos quería solicitar refugio en Colombia, sino continuar su camino. Sólo pedían la colaboración del gobierno para llegar hasta Panamá de una manera segura. Imploraban un poco de humanidad, después de lo que habían vivido. Esa ayuda jamás llegó.

Nadie hizo una lista de los sobrevivientes. En los documentos oficiales del municipio solo quedó consignado el nombre de una mujer que perdió en el naufragio a su esposo y a tres de sus niños. No era Memfi su identidad, como me habían dicho, sino Mifi Mulasa.

De estos sobrevivientes no se volvió saber nada por meses. Según se dijo en ese momento, ellos habían continuado su camino hacia Panamá por su propia cuenta.

Un pueblo acongojado
El martes 29 de enero se vieron los primeros cuatro cuerpos flotar en el mar. Fue el día en que apareció el bebé en la playa. Con ayuda de pescadores, soldados de la Armada y policías, rescataron los cadáveres y levantaron los cuerpos sin vida, según los protocolos oficiales. El miércoles enviaron a Acandí los restos de diez niños, nueve adultos y dos fragmentos de cuerpos. La cámara del reportero De la Cruz fue la única que estuvo allí para registrar la procesión de cadáveres envueltos en bolsas plásticas blancas que avanzaron sobre mulas hacia el pequeño cementerio.

Para un pueblo tan pequeño no fue fácil digerir la tragedia.

Durante ocho días no dieron clases en las escuelas. Hubo una especie de estupefacción general, sobre todo porque la mayoría de las víctimas eran niños. La municipalidad repartió tapabocas a todos los vecinos de la calle Miramar que da al frente del camposanto. El olor de la muerte se esparció por los aires y las calles de barro. Acandí no tiene cuartos fríos en la morgue. Y la morgue en realidad no cuenta con las condiciones de una morgue.

Eulises Martínez cavó los veintiún huecos en la tierra durante tres días. Tiene 47 años, es albañil de oficio, hombre flaco, atlético y de piel madurada por el sol. Él mismo sirvió como ayudante en las necropsias que adelantaron tres médicos del Instituto Nacional de Medicina Legal que fueron desde Apartadó, la ciudad más grande de la región. Para llegar hasta allí debieron trasegar una hora por carretera y dos más por mar bordeando la costa.

“Yo nunca había visto toda esa cantidad de muertos, fueron tres días muy agitados, los cuerpos estaban bastante descompuestos, tenían las ropas roídas, fue doloroso… tantos niños”, dice el señor Martínez, parado al lado del derruido mesón sobre el que habían puesto entonces los cadáveres para arreglarlos. El cuarto, de paredes mohosas, no cuenta con instrumentos para las autopsias. El deterioro se nota en cada raíz que se ha venido metiendo por entre las ventanas sin vidrios.

La noticia del naufragio duró un par de días en los titulares de la prensa. Unos medios hicieron luego crónicas en los lugares. Hasta ahí llegó la historia.

Varios de los entrevistados para este reportaje en Acandí creen que el gobierno nacional no les ayudó a manejar una calamidad para la cual no estaban preparados. Diecisiete días después del naufragio fue hasta a Acandí, el entonces director de Migración Colombia, Christian Krüger. Y tres meses después fue Carlos Holmes Trujillo, el canciller de entonces. El 24 de abril de 2019, este último funcionario anunció desde allá un plan de choque para atender a los migrantes, que tenía como propósito que se respetaran sus derechos humanos. La visita del ministro terminaría siendo un canto a la bandera. No es difícil corroborar que el Estado en esta zona sigue siendo débil para atender las necesidades de los colombianos, mucho menos de los migrantes.

Darwin García, quien hizo de traductor para los sobrevivientes del naufragio de enero, nació en Capurganá y ha vivido allí gran parte de su vida. Es afrocolombiano, como casi todos en esta región. Él mismo fue inmigrante en Europa, donde aprendió francés. Sentado a la salida de la pequeña iglesia del pueblo pide que este reportaje refleje de manera íntegra el siguiente extracto de su testimonio:

“A mí me duele lo inhumano que es este gobierno. No sé si es porque eran africanos o negros, pero nunca vinieron a ayudar a la alcaldesa, a mirar realmente qué pasó. Si los muertos hubiesen sido unos gringos, hasta las fuerzas de la Otan hubieran venido hasta aquí, todavía estuvieran buscándolos, pero como eran negros, como son nadie. (Entre los muertos) encontraron a una señora que se aferró a su hijo. Una embarazada. Un niño descuartizado. En este país se tratan a las personas por el estrato (económico). Y tanto nosotros como los migrantes somos como estrato cero. Si no importamos nosotros que vivimos en esta parte periférica, ahora van a importar unas personas que no son de aquí”.

El padre Aurelio cuenta que, como el gobierno no les ayudó para que pudieran pasar hasta Panamá en mejores condiciones, los sobrevivientes del naufragio tuvieron que seguir viaje a pie, selva adentro.

No tuvieron otra opción que arriesgar de nuevo sus vidas. La alianza periodística que realizó esta investigación transfronteriza y colaborativa Migrantes de Otro Mundo, pudo documentar la muerte de 110 personas desde 2016 hasta abril de 2020 en esa travesía. Pero decenas de testimonios en todo el continente que describieron con espanto su paso por allí reflejan que han muerto muchos más. No hay quién no cuente que vio un cadáver o unos huesos abandonados. Viajeros a cada rato comparten vídeos con Juan Arturo Gómez, investigador de esta alianza y periodista que vive en el Golfo de Urabá. Las imágenes parten el alma.

Muchos han muerto ahogados por las súbitas crecientes de los ríos selváticos. Los ha picado una rana venenosa, o una serpiente mapaná, o una rabo de ají. Les ha dado un infarto del esfuerzo de subir las lomas empinadas o del miedo de la oscuridad y los aullidos de los monos. Los han matado asaltantes para robarlos. Una madre no pudo atajar el resbalón de un niño hacia el abismo.

“El Darién es una selva que deberían declarar un camposanto”, dijo el padre Aurelio Moncada que sabe lo que ha pasado allí. Las autoridades no les dejaron otra a los náufragos que irse por “el camposanto”.

No tendría que haber sido así. Los turistas aventureros pueden ir de paseo a Panamá. Desde Capurganá caminan un sendero ecológico de una hora, suben unas escaleras y bajan otras y ya están en La Miel en Panamá. O pueden ir en lancha desde Capurganá a Sapzurro, último pueblo colombiano, y ascender por las escaleras hasta que los recibe un puesto de control del Ejército panameño y de ahí, muestran el pasaporte, y los dejan bajar a las playas de La Miel.

¿Por qué no dejan a los migrantes hacer esos mismos trayectos seguros y fáciles? La mayoría lleva pasaporte y salvoconducto de Colombia, y Panamá les podía dar otro apenas llegan a Sapzurro. “No quieren dañar el turismo”, dijo una fuente. ¿Se vale esta política entre estados de derecho poner en riesgo extremo a tantas personas, a niños, a sobrevivientes de devastadores naufragios, por un prejuicio de que puede ahuyentar a los turistas?

El padre Aurelio también habla de la indiferencia del Estado colombiano. El gobierno, explica, se limita a ver pasar personas, al amparo de los coyotes que manejan el negocio del tráfico, a sabiendas de que van a seguir pasando por allí.

Un barco adecuado y pagado por los gobiernos de Panamá y Colombia bien podría llevar de manera segura a migrantes hasta un pueblito panameño llamado Puerto Obaldía, que queda a veinte minutos por mar desde Capurganá, propone el padre Aurelio, como una solución barata. Otra podría ser, dice, que salgan aviones desde la pista más cercana hasta Ciudad de Panamá. Si estas personas pudieran pasar de un país a otro de manera legal, se acabaría el negocio para los traficantes. Pero, sobre todo, dejarían de arriesgar sus vidas.

Al mismo padre Aurelio le consta cómo se encontraban dos mujeres sobrevivientes del naufragio. Contó de Mifi, de la República Democrática del Congo, en el centro de África, donde la represión y la violencia de facciones armadas financiada por la minería ilegal había forzado en 2018 a 130 mil ciudadanos a buscar refugio en otros países. A ella se le ahogaron tres niños y su marido. Solo sobrevivió una pequeña de 10 años, a la que llama Alegría.

El padre dijo que Mifi había partido hacia Panamá. Por información del Servicio Nacional de Fronteras (Senafront) de ese país, que consiguió la colega en esta alianza de La Prensa de Panamá, supe meses después que su nombre completo era Mifi Mulasa Azaba, y que perdió a sus hijos Desimi Mbengo, de 7 años; Exauce Mbengo, de 5; y Emanuel Mbengo Vita, un bebecito de 2 años. También que, en el momento de la tragedia, tenía 35 años y que Alegría, quien sobrevivió con ella, se llama Sonjisa Mbengo La Joie. Su esposo Vita Mbengo también murió ahogado ese día en el mar.

‘Agárrate bien del barco’
Un sobreviviente llamado Cedrik Sembuka dijo a autoridades de Estados Unidos que lo entrevistaron una vez llegó a Panamá, que en la barca que se hundió, iba una mujer llamada Gloria Bisa y que no sabía si se había salvado o estaba muerta. En ocho meses de estar investigando esta historia era la primera vez que escuchaba este nombre. Di con el testimonio de Sembuka tras conversar con la fiscal colombiana que investigó el caso. Ella confirmó que sí era una sobreviviente del naufragio de enero de 2019.

Intenté buscar a la señora Bisa pidiendo información a Migración Colombia, indagué en redes sociales, revisé bases de datos de migrantes que habían dejado su nombre en el muelle de Turbo, el pueblo de donde parten por mar hacia Capurganá. Una mañana de enero pasado, me entró una llamada desde la plataforma de Facebook. En la pantalla apareció su nombre: Gloria Bisa. Tuve que sentarme en la silla. El cuerpo me reverberó, las manos me temblaron. Por fin aparecía, como venida de otro mundo al que creía irremediablemente perdido, una superviviente que estaba dispuesta a hablar.

Antes de la conversación telefónica vi en el muro de su Facebook una fotografía de un hombre y un niño publicada el 28 de enero de 2020, exactamente un año después del naufragio. Los comentarios de sus amigos y familiares, escritos algunos en francés, otros quizás en lingala, la lengua más común de los congoleses, eran de condolencias. Gloria llevaba un duelo a cuestas del que hasta ahora nadie le había preguntado.

La primera vez que hablamos se sorprendió. La tuvimos que volver a llamar con un colega de Occrp, socio de esta alianza, que entendía mejor el francés. Ella dijo que hasta ahora nadie se había preocupado por saber qué había pasado esa noche del 28 de enero de 2019. Siempre le causó desconsuelo que una tragedia de semejante magnitud hubiese pasado como si nada. Para ella el hundimiento de ese barco significaba la pérdida más grande de su existencia. Y la melancolía, que a veces sentía que era superior a sus fuerzas, la estuvo llevando en silencio.

Fue mi compañero quien le dio a Gloria las noticias. Ella no sabía que en el cementerio del pueblo colombiano de Acandí había 21 tumbas identificadas sólo por un número.

—Sí, soy Gloria Bisa.

—¿En qué parte del mundo está ahora?

—En Portland, Maine, Estados Unidos.

La señora Bisa tiene 26 años. Nació en Kinshasa, la capital de once millones de habitantes de la República Democrática del Congo. Allá se conoció con quien después sería su esposo, Basele Gaylord Mpati, nacido el 12 de febrero de 1986 según una foto de su pasaporte que me mostró por la video-charla. Tuvieron un hijo al que bautizaron como Exaucce.

Gloria y Gaylord pertenecían a un grupo de jóvenes con quienes solían salir a marchar en contra de la tiranía del gobierno de Joseph Kabila. El hombre se había instalado en el poder desde 2001 (antes había estado su padre) y su régimen seguía dilatando los intentos por convocar a elecciones. Las manifestaciones fueron reprimidas brutalmente: 30 civiles muertos, 60 heridos y más de 270 detenciones en el periodo más álgido de las revueltas.

A finales de 2018, la señora Bisa tenía seis meses de embarazo. Afuera, en las calles, la violencia hervía. Uno de esos días, su esposo salió a marchar y fue detenido. Al poco tiempo lo soltaron: estaba herido y con sus vestimentas roídas y sucias. Los militares que se lo habían llevado le dijeron que tenía suerte de que su mujer estuviera embarazada. Pero le advirtieron que si lo volvían a ver en las calles marchando, lo mataban.

El 20 de diciembre de 2018 en la noche, los esposos Basele vieron en las noticias que Kabila había cambiado nuevamente la fecha de las elecciones.

“Todo el mundo decidió que había que salir a manifestarse el 21 de diciembre”, contó Gloria Bisa. “Yo apoyé a mi esposo en esa decisión. Se fue para las calles solo y en la noche volvió a la casa, y me dijo: ‘nos tenemos que ir, esa gente me vio’”.

El 21 empacaron unas pocas mudas de ropa y junto con su hijo Exaucce, de 3 años, y una hermana de Gloria, Miresse Kitambala Makiese, de 16, salieron huyendo a Angola.

Se quedaron cinco días escondidos donde un pastor cristiano al que conocían de tiempo atrás. Unos soldados, recuerda Gloria, fueron a preguntar quiénes estaban en esa casa, pues tenían noticias de que ahí se escondían unos jóvenes activistas. Mientras escuchaban el murmullo de los oficiales, los Basele se lanzaron por una ventana y emprendieron la huida.

De ahí, viajaron al vecino país de Congo Brazzaville para ir a Pointe Noire, la segunda ciudad del país, sobre la costa occidental de África. Con otros jóvenes que estaban allá se embarcaron en un bote y cruzaron más de 5 500 kilómetros del Océano Atlántico, hasta llegar a Brasil. Gloria no recuerda bien a qué ciudad llegó, ni por dónde siguió el largo viaje. Solo logra identificar en el mapa el día en que apareció Ecuador y de ahí rememora un largo trayecto en bus. La familia atravesó de sur a norte casi todo el territorio colombiano, desde Rumichaca (el último pueblo del Ecuador) hasta Turbo, el puerto sobre el Caribe más grande del Golfo de Urabá.

“El chofer sabía cómo atravesar”, contó. “Nos tocaba pagar cada vez. Teníamos algunos ahorros, mi marido era vendedor. Cuando llegamos a Colombia (a Turbo), dijeron que teníamos que pasar por el mar a Panamá. Yo estaba obligada. Nos decían que por la selva era muy peligroso, porque los grupos armados nos podían disparar”.

El 26 de enero, la señora Bisa con siete meses de embarazo, su hermana, su esposo y el pequeño Exaucce arribaron a Capurganá. La misma organización que los llevó hasta ahí, coordinó con los locales para esconderlos en el hotel Los Girasoles. Les pidieron 150 dólares por cabeza para llevarlos hasta Panamá, en un trayecto en lancha que podía durar dos horas.

A la una de la mañana del 28 de enero salieron en cuatro botes hacia mar abierto.

“Mi marido llevaba al niño en sus brazos”, dice Gloria. “Yo iba adelante. Fue terrible. Al principio el agua estaba tranquila, pero después de 15 minutos, una mujer que estaba adelante dijo que empezó a ver que el agua se estaba metiendo en la embarcación. Había muchos bebés, hombres y mujeres. Yo estaba embarazada. Éramos más de treinta personas, eran cuatro barcos. No teníamos chalecos salvavidas, nada. Empezaron a botar gente al agua. El barco se hundió, yo quedé con tres mujeres, prendidas de una parte del bote. Por momentos me soltaba por las olas. Mi marido me dijo, ‘¡Gloria, agárrate bien del barco!’. Fue lo último que me alcanzó a decir”.

Los responsables
Por el Golfo de Urabá merodea un grupo de delincuentes que se hace llamar de diversos nombres: el clan del Golfo, los urabeños, los úsuga (por su jefe Dairo Antonio Úsuga) y también les dicen “paramilitares”, que era el nombre que tenían cuando pretendieron tener el poder político de esa y otras regiones de Colombia.

Su negocio principal es por supuesto el tráfico de drogas, pero por los caminos por donde pasa la cocaína, trafica también armas y cobra extorsiones a comercios e industrias alrededor. Ese grupo por momentos se ha ensanchado hasta llegar a tener gente en los 1 800 kilómetros de costa sobre el Golfo. Es difícil saber qué tanto está al mando del tráfico de migrantes, pero con seguridad, dijeron varias fuentes a esta alianza periodística, sus jefes saben quién los mueve e intervienen cuando las cosas salen mal, como cuando murieron los 21 migrantes, entre ellos diez niños.

David Alejandro Bolívar es señalado por la Fiscalía de Colombia de ser el jefe de la organización responsable de estas muertes. Se enteró del accidente el 28 de enero de 2019 a la 1:59 de la madrugada, cuando un hombre aún no identificado por las autoridades le avisó por primera vez del naufragio. Un mes después de esa llamada lo capturó la policía y la justicia lo acusó de concierto para delinquir, tráfico de migrantes y homicidio agravado.

Golfo de Urabá, Colombia.
Golfo de Urabá, Colombia. ¡JOSÉ GUARNIZO

En la llamada interceptada, los interlocutores mencionaron que alguien llamado Edwin iba manejando el barco que zozobró. La Fiscalía corroboró que se trataba de Edwin Viveros Hidalgo. Ese mismo día, Bolívar, preocupado, telefoneó a otro hombre para contarle lo sucedido y confirmó que la embarcación que se hundió era de un paisano suyo conocido en Capurganá como ‘El Gordo’. Su nombre es Nelson Martínez Villeros.

Por otra llamada interceptada, se supo que Martínez Villeros había conseguido que lo dejaran libre, alegando que le habían robado el bote. La Fiscalía luego determinó que Martínez sí había puesto a disposición su embarcación para transportar a los migrantes en horas no permitidas, con sobrecupo, sin chalecos salvavidas, sólo que intentó encubrirlo, alegando que le habían robado la lancha. Además, la autoridad judicial confirmó que Edwin Viveros y Amauri Núñez Medrano estaban borrachos mientras conducían la lancha con los 34 pasajeros.

En una llamada interceptada, cuando su cómplice le preguntó si habían salido a rescatar el bote, Bolívar le respondió “¡Si ese bote está hundido! Se quedó hundido en una parte que es hondísima. Y la Armada colombiana y la panameña fueron pa’ allá a ver si sale algún muerto de esos. Y los paracos (se refiere al clan del Golfo) están en una reunión esta mañana. (…) Van a cambiar a todos los paracos que están aquí y van a mandar unos paracos nuevos”.

La muerte de los migrantes prendía los focos hacia la zona y eso era lo que menos querían los “paracos” del clan del Golfo. Entre menos policías y menos “ruido”, mejor operan sus negocios. Al menos tres fuentes distintas entrevistadas por esta alianza periodística en la región corroboraron esta tesis.

No vive el clan del tráfico de migrantes, sino de sacar cocaína al extranjero. En 2019, la Fuerza de Tarea Naval, Marítima y Fluvial Orión decomisó 94,3 toneladas de cocaína en todo Colombia. El 80% de esa droga, dicen las autoridades, salió desde las costas Pacífica y Atlántica, por rutas del clan del Golfo, aunque no detallan cómo calculan esa cifra. En 2015, el gobierno colombiano creó una fuerza especial para combatir a esta organización, y capturó a 1.500 hombres. Sin embargo, desde 2019, cuando cambió el gobierno, se redujo la fuerza especial y el clan empezó a recuperarse, dijo un analista independiente que le sigue la pista a este grupo desde hace años.

En otras comunicaciones interceptadas, se conocieron más detalles. Los lancheros no sólo iban embriagados, sino que se quedaron dormidos dejando la lancha a la deriva. Ambos se salvaron y, una vez en tierra, huyeron. Un viajero cubano que iba en otra de las pangas que no se hundió esa noche, Ermes Antoliano Monteagudo Díaz, confirmó que así fue.

La investigación judicial aseguró que la dueña del hotel Los Girasoles, allí donde se hospedaron todos los migrantes que iban en la panga que se hundió era Ludys María Rivera González, a quiénes los migrantes llamaban “Mamá África”. Es el mismo apodo que los traficantes les dan de seña, de fácil recordación, a los migrantes para que identifiquen quién los va a alojar en un lugar. Migrantes de Otro Mundo encontró “Mamás África” similares en cerca a los albergues de migrantes en Costa Rica y en México.

Según la fiscalía, los hijos de la ‘Mamá África’ Rivera coordinaron con los lancheros las horas de salida de las embarcaciones desde Capurganá. Ellos eran Libardo de Jesús Muñoz Rivera y Walter Muñoz Rivera. Los tres, junto con Bolívar, Villeros y los lancheros Medrano y Viveros fueron capturados. No obstante, al cierre de este artículo, este último, responsable directo de las muertes, había quedado libre por vencimiento de términos. Y ninguno ha sido condenado aún, 15 meses después de la tragedia.

Las llamadas a la ‘Mamá África’ revelan su reacción cuando supo de la noticia del naufragio.

Rivera: ¿Qué sucedió papá, pero si el mar estaba bien?

Desconocido: Dicen que los motoristas estaban borrachos. De los niños que iban solo quedó vivo uno…y una cantidad ahogados.

Rivera: Ay Dios mío, esta mañana estaban diciendo que eso era mentira, ¿hay trece migrantes ahogados?

Desconocido: Y los ’paracos’…eso se va a poner caliente.

Una vecina del barrio también llamó a Rivera, pensando que estaba presa. ‘Mamá África’ le respondió: “Estaban llorando y diciendo que se les ahogó la familia. (…) [La lancha] se volteó y se ahogaron los pobres ‘negritos’ (…) Yo ni estaba viendo noticias porque como había una cantidad de ‘negritos acá’, ay, yo estaba mas estresada, unos llorando, otros que su familia. (…) Ay Dios mío, padre santo”.

El día en que capturaron a Mamá África, la Fiscalía le encontró recibos de Western Union por más de 65 millones de pesos (16 000 dólares). El hotel Los Girasoles, una casona de fachada anaranjada que se asoma en una esquina del barrio Campo Alegre, tenía quince alcobas.

Antes del operativo, ella intentó sin suerte irse para Panamá. En cada una de las habitaciones, solían dormir africanos y asiáticos, apeñuscados, hacinados, esperando que la doña que los llamaba simplemente ‘negritos’ les dijera: “alístense que se van”.

“‘Mamá Africa’ es una señora que les daba hotel barato a los migrantes para que durmieran y se pudieran bañar y cambiar, y después les prestaba su cuenta para que recibieran sus giros de las familias para seguir el viaje”, dijo monseñor Hugo Torres, obispo de Apartadó, a esta alianza, cuando lo entrevistamos en enero pasado.

Rivera está hoy presa, acusada de concierto para delinquir, tráfico de migrantes y homicidio agravado.

Fina Mayindo perdió sus cuatro hijos
La otra señora joven que filmó el reportero De la Cruz el día del naufragio era Fina, de Angola. Después, cuando pude acceder al testimonio que le dio a la Fiscalía en Colombia, justo después del accidente, supe que era de apellido Mayindo. En un corto video que conserva el padre Aurelio se ve ella con sus cuatro niños viajando en bus. A todos se les ve alegres. Tres de los pequeños que aparecen en las imágenes revoloteando y mirando el paisaje desde la ventana hoy están muertos. El video lo grabó Fina cuando iba con sus hijos rumbo a Colombia.

Ella había salido de Angola hacía tres años, y como muchos otros, intentó primero hacerse una vida en Brasil. Este país les ha dado refugio a 6 316 angoleños entre 2017 y 2019. Pero la vida en Sao Paulo es dura para inmigrantes africanos, así que Fina Mayindo sacó sus ahorros, pidió plata prestada, y con su familia emprendió viaje al norte, el 12 de diciembre de 2018. Quería llegar a Canadá. Iba con Yoelma, de 1 año y ocho meses; Sofía, de cinco años; Alberto Emanuel, de 6 años; y Alberto, de ocho.

En su declaración a la Fiscalía, la señora Mayindo dijo que había llegado en bus a Turbo, con sus hijos. Lo primero que le había impresionado fue ver a dos hombres que se bajaron de una moto con armas al descubierto. Uno de ellos le dijo que para ir hasta Capurganá tenía que pagar 300 dólares. Ella prefirió ir hasta la oficina de Migración, mostrar su pasaporte y pedir un salvoconducto para poder transitar libremente. El permiso le daba cinco días para salir del país.

Acudir a los coyotes era lo más expedito. Al final le cobraron 120 dólares por llevarla con sus niños en lancha hasta Capurganá. Esto es tres veces más caro de lo que pagamos los reporteros de esta investigación por ese trayecto, o de lo que le cobran a cualquier turista de paseo.

Una vez había cruzado el Golfo de Urabá, Fina comenzó a deambular hasta que le hablaron del hotel de ‘Mamá África’. Sin embargo, aquella noche tuvo que buscar otro hospedaje, pues el hotel de la señora Rivera estaba lleno.

Así contó lo que le sucedió esa noche:

“Él en persona nos llevó hasta un hotel, él tenia las llaves, allá nos quedamos tres días”, dijo Fina Mayindo al funcionario judicial que le tomó su declaración. "Una noche nos llevó a la playa para abordar las lanchas, pero nos devolvió porque dijo que había muchos controles de la policía. Regresamos al hotel, en la sala había muchos colchones. Nos quedamos unas 50 personas, entre haitianos, congoleses y angoleños. El 28 de enero, a la 1 de la mañana, ‘Tocayo’ nos dijo que era hora de irnos. Caminamos unos 20 minutos hasta llegar a una playa cerca del muelle. `Tocayo` empezó a hablar con los que manejaban las lanchas.

Vi cómo salieron las otras lanchas. Yo me monté en la número cinco. Éramos 19 adultos y puedo decir que iban 15 niños aproximadamente, incluso más. A los cinco minutos de salir, se acercó un bote más grande para proveernos de gasolina. Yo iba con mis cuatro niños adelante. Hubo un momento en que nos dijeron que los que tuviéramos bebés nos fuéramos para la parte de atrás. Recuerdo que el bote iba muy pesado, los demás migrantes dijeron en lengua lingala, que es del Congo y la entiendo bien, que el que iba manejando estaba tomado y fumado, pero yo no lo alcancé a ver porque fui de las últimas que se montó a la lancha. También oí que decían que íbamos con sobrecupo. Estábamos viajando bien, con calma. Recuerdo que miré hacia atrás y vi una ola muy grande, y el bote comenzó a hundirse y empezamos a caer al agua. Todo era un caos, una confusión total, yo estaba luchando por sobrevivir, por salvarle la vida a mis hijos. Logré agarrarme de un galón de gasolina con una mano. Un hombre de tez blanca tomó a mi hijo Alberto Emanuel y le salvó la vida. Nunca más volví a ver a ese señor, no sé si era colombiano o cubano, solo que era latinoamericano.

Los botes seis y siete venían atrás, se devolvieron para dejar a los migrantes en la playa y regresar a buscarnos. Del agua salimos seis adultos y dos niños. De los adultos sé que una mujer se llama Gracia; otra Mifi, que estaba también con una hija; y una mujer más, embarazada. En ese momento apareció ‘Tocayo’ en otra lancha. Cuando volvimos a la playa, él nos llevó a su casa, al día siguiente nos sacó de ahí. Éramos unas cuarenta personas, diez africanos y treinta cubanos. Nos escondieron en la selva.

Al igual que Fina, Mifi Mulasa había vivido en Sao Paulo, Brasil. Intenté localizarla, pues el padre Aurelio me dijo que tenía su contacto, pero que no lo compartía porque ella no quería hablar con nadie de lo que sucedió.

El Facebook de Mifi dejó de tener actividad desde la época del naufragio. Allí se quedaron las fotos familiares: las reuniones a la hora de la cena, las carcajadas del bebé Emanuel intentando dar sus primeros pasos; Exauce a la salida de su escuela en Brasil, Desimi posando. Y también ahí están las imágenes de Mifi, parada en la esquina de una calle cualquiera de Sao Paulo, sonriendo.

También como a Mifi Mulasa, a quien sólo le había sobrevivido la hija a la que apodaba Alegría, a Fina Mayindo sólo le quedó su hijo Alberto Emanuel de seis años.

La señora Mayindo le contó a la justicia que ella le había dicho a ‘Tocayo’ cuando la echó del hotel, que no tenía corazón. Al fin y al cabo, él le había matado sus hijos, dijo. Contó que otro coyote le pidió 40 dólares para llevarla por la montaña hasta un lugar de Panamá donde posiblemente podría buscar los cuerpos sin vida de sus hijos. Ella pagó, pero a la mitad del camino el hombre huyó. Ella se quedó sola en medio de selva con su niño Alberto Emanuel y cinco compañeros de viaje. Como pudieron, a los dos días llegaron a las playas de La Miel, en la frontera del lado panameño.

La policía panameña los devolvió. Ella contó que les dijo que si querían que la mataran, ya qué más daba. No se conmovieron y tuvo que volver a Colombia. Al final encontró al padre Aurelio que los llevó a Acandí y les consiguió alojamiento por unos días.

La Fiscalía encontró que ‘Tocayo’ se llamaba Angelmiro Velásquez Barbosa y lo acusó de los delitos de tráfico de migrantes, concierto para delinquir y homicidio agravado. Pero ya salió de la cárcel por gestiones de su abogado. Aún continúa vinculado en el caso, según me dijo la fiscal colombiana Gloria Isabel Lastra, pero en libertad.

A Fina le fue peor. Anduvo errante por Colombia durante varios meses, según me contaron fuentes de la iglesia católica. La Pastoral Social, una organización eclesial sin ánimo de lucro, la alojó en Bogotá unos días. Dijo el obispo Torres de Apartadó que él sabía que sin apoyo nadie, ella volvió a cruzar el Darién quién sabe cómo y que probablemente pudo llegar a Canadá. Colegas de esta alianza periodística la buscaron en los registros migratorios y con organizaciones que atiende a migrantes en ese país, pero no la encontraron.

La vida nueva de Gloria Bisa
A Gloria Bisa, quien había salido de viaje desde la República Democrática del Congo con su marido, su hijo de tres años y embarazada del segundo, y que esta alianza pudo entrevistar en Portland, Maine, Estados Unidos, continuó contando de travesía. Había quedado, en su último recuerdo del naufragio, ella agarrada a un pedazo del barco que flotaba.

Veinte minutos después de que Gloria viera por última vez a su esposo y a su hijo perderse en la oscuridad, asomaron las luces de dos embarcaciones de los mismos coyotes que venían a rescatar a quienes seguían vivos luchando con la espesura del mar.

“Salvaron a solo seis personas: cuatro mujeres, un muchacho, un niño y yo”, relató ella en una video charla de marzo pasado. “El niño estaba agarrado al pelo de la madre, tenía pedazos de pelo en sus manos. Era de noche, como la una de la madrugada”.

Una vez en tierra, los coyotes se llevaron a algunos de los sobrevivientes para sus casas en Capurganá. No les decían nada. Allí Gloria se encontró con su hermana Miresse y su cuñado, que iban en otra de las tres pangas que terminaron devolviéndose a la playa, tras el accidente de la primera. Recuerda que no paró de llorar y fue incapaz de pronunciar palabra. No saber nada de su marido, ni de su hijo de tres años fue como un si un hurgón le estuviera quemando la garganta y dejándola sin habla.

Antes de que amaneciera, les dijeron que no se podían quedar en el pueblo y los pusieron a caminar selva adentro, escalando los riscos, resbalándose por las sendas de barro. Caminó durante siete días. El Darién es una selva megadiversa. Cualquiera que la cruce podría encontrarse con bosques y manglares, ranas venenosas, serpientes mapaná y rabo de ají, dantas, tigrillos, zorros y grandes lagartos. La fauna de esta parte del planeta puede llegar a ser un mundo extraño y oscuro para alguien que se hace camino a tientas. Los quejidos de los monos aulladores y los destellos de luz de las mariposas azules del Darién son parte siempre del paisaje.

Águilas y gualas y muchas otras aves planean en espirales por los cielos de esta selva. Buscan frutos para recargar energía y continuar su viaje hacia el norte. Nadie se queda en el Darién. Por allí cruzan los traficantes de coca. Y también por esa selva se van los africanos, asiáticos y miles de haitianos y cubanos que caminan durante jornadas buscando llegar a Panamá y, si es que acaso sobreviven, continuar por Centroamérica impulsados por el sueño de una vida en la que puedan valer como seres humanos y no como mercancías de cambio.

Es difícil saber por donde llevaron a Fina Mayindo exactamente. Pero el trayecto más común se demora siete u ocho días. Esta ruta es la más larga y peligrosa del Darién. Sobre todo, por los abismos y las crecientes del río Tuquesa. En la madrugada del 23 de abril de 2019, unos veinte migrantes murieron ahogados en esas aguas y el 23 de diciembre del mismo año otros doce tuvieron el mismo final. Los registros de estos muertos fueron escasos, apenas reseñados vagamente por la prensa gracias a videos de celular que los mismos familiares de las víctimas enviaron. Estos hechos fueron confirmados por Leonardo Altamiranda, oficial de la Defensoría del Pueblo de Colombia, que conoce bien la región.

El camino por donde llevaron a Gloria Bisa es la de los viajeros que menos pagan. Y entre ellos casi siempre están los africanos, los haitianos y los cubanos. Los migrantes asiáticos, según pudieron constatar los periodistas de esta alianza, suelen pagar por adelantado en su país de origen el viaje hasta Estados Unidos. A ellos los suelen llevar por una ruta más corta, de apenas tres días.

Gloria nos contó que caminó por esa selva como una loca, huida de sí misma, balbuceando frases inentendibles que sonaban a lamentos. No importaba el hambre o la sed. La sostenía el anhelo de su bebé en su vientre y la esperanza de que su esposo y su hijo se hubiesen salvado. Todavía hoy, después de un año de no saber de ellos, quisiera creer que aún viven.

“Llegamos a Panamá, donde mi hija vino al mundo”, contó. Del centro de migrantes la llevaron a un hospital y el 8 de febrero de 2019 nació la niña por cesárea, sietemesina, de dos kilos. “Se llama Helena Basele. Me dieron algunos documentos en el hospital, pero se me perdieron en el camino”.

Con apenas cuatro días de descanso, siguieron camino a Costa Rica. La señora Bisa le daba pecho a la niña. “Solo Dios estaba conmigo”, dice.

Pasaron por Honduras, Guatemala y México, allí estuvieron un mes. Y finalmente, el 10 de abril de 2019 entraron a Estados Unidos.

“Los de migración nos dejaron pasar como a 20 personas por un puente”, cuenta. “Estuvimos cuatro días en un centro y nos dieron un permiso temporal de un año”.

Está tramitando su asilo. Recibe algunas ayudas, y comparte con vecinos congoleños. Quiere quedarse, asegurar el futuro de su hija, trabajar por ella, seguir con sus estudios. “La niña está bien, gracias a Dios”, dice.

Pero Gloria duró noches en vela cuando se cumplió un año del naufragio. Pensaba en su hijito hasta que amanecía y siempre se le aparecía ese último instante en que vio al niño abrazado a su papá.

Dice que no ha tenido ninguna noticia de Colombia, de ninguna autoridad ni nada. No sabía que había un proceso judicial, ni que existían 21 tumbas ni que habían aparecido cuerpos después del naufragio.

A Gloria le gustaría algún día regresar a Colombia y Panamá para seguir buscando noticias de Gaylord y Exaucce.

Si alguna vez va, ojalá después de este reportaje, pueda ver sus nombres en las tumbas que hoy sólo tienen números borrosos. No estarán los de todos los 21 que se ahogaron esa noche. Pero sí estarán los de la familia de Mifi Mulasa, los de los hijos de Fina Mayindo, y los miembros de su familia. Son 11 migrantes muertos que antes aparecían como anónimos y que ahora tienen nombre. Quizás al leer esta historia, lectores de muchos países nos ayuden a encontrar los otros once. Sus tumbas merecen un nombre. Merecen ser recordados para que las cosas cambien,

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