El hijab que distingue a Bouchra y Gina

Dos jóvenes musulmanas que viven en Gipuzkoa exponen sus razones para llevar velo o no. Defienden que se trata de «una decisión personal» y se desvinculan de la idea de la mujer como posesión del hombre

Diario Vasco, PATRICIA RODRÍGUEZ, 13-01-2020

Son muchos los prejuicios que dicen percibir en los ojos de quienes las miran y saben que a simple vista, despiertan desconfianza a su alrededor. Las razones de las mujeres musulmanas para usar el hijab «son personales y nadie debería juzgarlas. El velo no es una imposición», explican Gina Medina y Bouchra El Baghdadi, dos amigas cuyas historias desbaratan el supuesto esquema tradicional de la mujer musulmana. «La gente lo mezcla todo: el velo con los árabes, el terrorismo con el islam… Me río cuando me saludan con un ‘Salam aleikum’ o me preguntan: ¿y tú sabes hacer cuscús? Les respondo que no, pero que las empanadas ecuatorianas me salen riquísimas», bromea Gina Medina, oriunda de Ecuador. Le cubre un chador negro, de la cabeza a los pies, sin dejar que se adivine ni una curva de su cuerpo. Un pañuelo sobre la cabeza completa su vestimenta. Al lado, su amiga Bouchra El Baghdadi muestra una imagen totalmente distinta, vestida con pantalones vaqueros, pendientes de aro, gafas de estilo aviador y el pelo al aire.

Mientras parte de la sociedad occidental ha convertido el velo en símbolo de sumisión, estas dos mujeres musulmanas se sorprenden de la obsesión por un trozo de tela que consideran parte de su religión y que aseguran nadie les impone. «Es verdad que el Corán nos dice cómo vestirnos, tanto hombres como mujeres: no llevar ropa obscena, que no marque… y obliga a la mujer musulmana a ponerse el velo pero no tienes que sentirlo como ‘tengo que ponérmelo porque estoy obligada’. Tengo que ponérmelo porque me siento bien y acepto esta vestimenta», explica la joven marroquí Bouchra El Baghdadi, de 22 años, que ha elegido no cubrirse. Llegó a Hernani con once años con su hermano pequeño, un año más tarde que sus padres, «en busca de un futuro mejor, como la mayoría de los inmigrantes». «Antes de venir aquí yo llevaba el velo en Marruecos, de hecho en mi primer pasaporte aparecía con él. Me gustaba, me veo más bonita, pero ahora no me siento preparada para llevarlo porque no es una cuestión de que te pones el velo y eres la musulmana perfecta. Pienso que si voy a ponérmelo es para ser la imagen del islam. El día que me lo ponga tengo que ser un referente, es una gran responsabilidad», explica. Su familia, en la que hay mujeres con y sin hijab, respeta su postura. «Mis padres no me dicen nada, porque es una decisión personal. La gente se suele equivocar. El islam te obliga, sí, pero porque tú por ti misma aceptas eso, lo haces por complacencia de Alá». Su compañera Gina añade que «el hecho de que la mujer lleve o no el velo no le hace mejor ni peor musulmana. Eso son cuentas que tienes entre tú y dios. Yo no vivo en una sociedad que me ayude mucho, pero he decidido que voy a hacer mi vida y está en mis manos».

Al margen de las interpretaciones occidentales del uso del hijab, para estas dos mujeres el símbolo del velo se entiende como un gesto de reafirmación de su fe. La ecuatoriana explica que en su caso, el uso del pañuelo fue una «decisión libre» que tiene que ver con su forma de relacionarse con dios. «No hay que confundir islam con cultura. Por ejemplo el burka es algo cultural, es la vestimenta de países como Irak, Irán o Afganistán. El islam no es machista, lo es la cultura», advierte. Muchas veces usa el niqab cuando sale de paseo con sus amigas pero nunca sola «por el riesgo que conlleva. Que te miren mal y se codeen es lo de menos. En la calle te atacan, te gritan yihadista, te tiran huevos… pero estoy dispuesta a aguantarlo». De cara al público no puede trabajar con esta prenda que apenas deja sus ojos al descubierto, aunque le permiten llevar el pañuelo, así como el jillab pero «al trabajar con máquinas me da miedo que se me enganche, así que me pongo camisetas 4XL».

Esta joven de 36 años y residente en Hernani nació en Ecuador, dentro de una familia católica no practicante. Con 15 años, conoció a su primer marido marroquí, con el que se casó un año más tarde y fue entonces cuando entró en contacto con el islam. «En mi familia ahora hay una rama muy diversa de religiones: evangelistas, mormones, cristianos y católicos no practicantes. Yo no profesaba ninguna, pero acabé siendo musulmana a raíz de conocer a mi exmarido. Tenía mucha curiosidad por el islam y fui adentrándome poco a poco. Le veía lógica a todo, los valores de nobleza, humildad, el querer a todos por igual, el monoteísmo, que es que no hay más dios que Alá. Me había leído la Biblia y la Torá (el libro sagrado de los judíos), y nunca nada me había ‘tocado’. Cuando leí el Corán, me iba diciendo ‘es verdad, así me siento’ y me entregué al islam. Enseguida me puse el hijab y eso me costó dejar de hablarme con mi familia durante ocho años, porque no lo aceptaban; también tuve que cambiar mi círculo de amistades», lamenta.

«Llevar el pañuelo no te hace ni mejor ni peor musulmana. Son cuentas entre tú y dios»
GINA MEDINA, ECUADOR

De Bélgica a Euskadi
Llegó a España sola, recién cumplidos los quince, y trabajó un tiempo en la vendimia en Valencia, donde vivía con el resto de jornaleros. «Allí conocí al hombre con el que estuve casada 16 años», detalla. Después viajó a Palma de Mallorca para trabajar de cocinera y más tarde a Bélgica, con la intención de llevarse también a su marido, pero «él no tenía papeles y además me quedé embarazada». Su idea era volver. Durante su estancia en el extranjero conoció a un chino que le habló del País Vasco. Gina cuenta que «yo no quería regresar a Valencia porque ya había conocido otro mundo y me contó que algo parecido a Europa era Euskadi. Me dijo que allí eran gente muy educada y más culta, así que me convenció y después de residir de alquiler durante un tiempo en Urnieta y Mutriku, nos quedamos en Hernani».

En 2015 llegó el divorcio. «Lo que dinamitó la relación fue ver cómo se comportaba mi marido; todo lo que él hacía iba en contra de lo que se supone que su religión predicaba. Él no practicaba ni quería saber nada. Yo no entendía su mentalidad y luché siempre porque mi marido volviera a su religión. Después de un divorcio muy problemático pegué un bajón y me dije: si existe un dios, ¿por qué me hace todo esto? Me quité el hijab. Como me casé tan joven no había conocido lo que era salir con las amigas, pensé ‘ahora soy libre, se acabó, ya no voy a luchar más’. Pero esto me duró unos 3 años. Esa no era yo, así que me puse el pañuelo de nuevo, porque es mi identidad, para mí lo es todo. Si no tengo algo en la cabeza me siento desnuda», explica Gina, a quien le cuesta remover el pasado. «Los meses que estuvimos en Urnieta fui a parar a un piso de protección de mujeres por violencia de género. Sufrí malos tratos, de hecho toda la vida los he sufrido. Mi psicólogo y mi psiquiatra dicen que mi sistema nervioso se destruyó y gracias a eso pude salir del síndrome de Estocolmo que vivía. Hace cinco meses que mi hija, de 11 años, vive en un piso tutelado en Oiartzun porque a raíz del divorcio sufrí depresiones severas y no podía hacerme cargo de ella, por eso decidí que iba a estar mejor en un lugar donde pudieran darle una buena atención. Ahora estoy mejor, más estable, trabajo en Gureak Marketing y veo a mi hija cada semana, le llamo todos los días. Poco a poco voy conociendo una vida que nunca tuve y ella está olvidando muchas cosas del pasado. Todo en mi vida está tomando sentido y soy feliz, porque el islam es paz y felicidad», defiende.

Ambas han sufrido experiencias de rechazo por vestir esta prenda, no solo en carne propia, sino también en la de familiares y amistades. Gina rescata la historia de una amiga musulmana de etnia gitana, quien ha pasado lo indecible para llevar el velo, «porque culturalmente viene de una represión». Al igual que su compañera, cree que existen «muchísimos prejuicios» en la sociedad occidental y los insultos, las caras de rechazo y los murmullos despectivos soltados a media voz han llegado a formar parte de su día a día. «Cuando voy con mi burkini a la playa oyes pero dónde van así… También ocurre que la gente se sorprende cuando ve a un grupo de mujeres musulmanas solas, sin sus maridos, comiendo un helado y riéndose a carcajadas. ¡Somos personas, tenemos vida! La sociedad occidental tiene que avanzar en la educación en valores».

Bouchra, en cambio, no ha sufrido insultos de forma tan repetida y tampoco se ha sentido discriminada, pero sabe que es porque su imagen es muy diferente. Se siente «a gusto» y sus amistades son de todos lados, también vascas. «Siento que ya esto me pertenece, aunque no ha sido siempre así. Los primeros cuatro años me costaron mucho. Todo era un gran cambio y me parecía que yo no pintaba nada aquí. De hecho tengo solo una amiga del cole, no conseguí integrarme, la gente ni se me acercaba», relata esta joven, que aprendió euskera antes que castellano. Ahora acaba de terminar los estudios de integración social en Andoain y pronto empezará con las prácticas.

«Siento que esto ya me pertenece, pero cuando llegué pensaba que no pintaba nada aquí»
BOUCHRA EL BAGHDADI, MARRUECOS

Ambas echan de menos a sus familias pero no el hecho de volver al país del que huyeron en busca de más oportunidades. «Siento que esto es mi vida, tengo a mis padres, mis amistades, mi trabajo… Forjas lazos», dice. También Gina se siente «feliz». Suele frecuentar la mezquita de Herrera con sus amigas de Cuba, Nicaragua, Marruecos y País Vasco. «Hay una comunidad muy grande que no es árabe», puntualiza. Su meta, su ilusión, es poder leer el Corán en árabe y para ello acude a clases en Tolosa. «Bouchra puede tener más conocimiento de la religión que yo, yo estoy aprendiendo, evolucionando y tengo que trabajarlo, practicar las traducciones…. pero ella lo ha mamado desde pequeña porque creció en una familia musulmana», añade.

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