Vivir en lista de espera

Miles de solicitantes de asilo aguardan una plaza en la red nacional de acogida y duermen donde pueden. Su precariedad es negocio

El País, MARÍA MARTÍN, 02-12-2019

No se sabe exactamente cuántos son, ni tampoco donde viven. Son miles de solicitantes de asilo los que engrosan la lista de espera para conseguir una cama en la red nacional de acogida, pero el número no es público. Algunos, como se ha visto en los últimos meses en el centro de Madrid, duermen en la calle, o en los suelos de las parroquias, o en casas de familiares. Otros, los que aún conservan algo de dinero, se buscan la vida y son una presa fácil para los aprovechados.

Al llegar a España, en agosto, Alberto entraba una y otra vez en Wallapop, la aplicación de compra y venta de cosas usadas, para buscar una habitación. Necesitaba con urgencia un lugar donde vivir. En El Salvador trabajaba como contable y se sacaba un dinero extra vendiendo coches importados de EE UU, pero su negocio fue un imán para las pandillas callejeras que lo extorsionaron hasta obligarle a huir. “Me decían: ‘o pagas o mueres’. Así que lo mejor era venirse; hay quien no lo hizo y está ahora bajo tierra”, advierte este hombre de 35 años que pide el anonimato para él y su familia. Dejó su trabajo, sus coches, a su perra Luna, y se vino a Madrid con su mujer, también de 35 años, y su hija pequeña. Tenían siete noches de hotel, tres maletas y poco más de 4.000 euros. A la niña, de 10 años, la engañaron y le dijeron que disfrutaría de unas vacaciones.
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No les fue fácil encontrar un lugar. Al menos ocho anunciantes les rechazaron. Aceptaban al matrimonio, pero no a la pequeña. “Solo uno nos dijo que sí. Nos lo pintaron bien bonito. Parecían grandes personas”, recuerda Alberto en la cafetería de un pueblo de Madrid. El hombre que los recibió en su salón les dijo que tenía prisa para alquilar la segunda habitación de la casa en la que vivía con su pareja. Les pidió un depósito para garantizar la reserva, dos meses por adelantado (700 euros) y esa misma noche se mudaron. “Estábamos desesperados”, reconoce él. “Al día siguiente nos dijo que debíamos empadronarnos si queríamos tener algunos beneficios como llevar a la niña al colegio y poder ir al médico, pero nos cobraba 190 euros. Decía que era barato, que había otros que pedían más. Nosotros no sabíamos que era gratis”, recuerda el matrimonio. Para ellos era mucho dinero y negociaron rebajarlo a la mitad y pagarlo en dos plazos.

El casero aceptó y les hizo hasta un recibo, pero la convivencia se convirtió en un infierno en solo una semana. “Tenía muchos vicios, gritaba a su mujer, daba golpes en la pared, nos revisaba las cosas cuando no estábamos, nos intimidaba, nos pedía dinero prestado muy agresivo. Dormíamos con la cama contra la puerta porque estábamos asustados”, relata Alberto. “Venimos de un país violento. Tardamos un mes en dejar de mirar a nuestras espaldas pensando que nos seguían y nos encontramos con aquello. Teníamos mucho miedo”, añade la mujer, Verónica.

“Indocumentado de mierda”
A las dos semanas, el hombre les expulsó de la casa y se quedó con el dinero adelantado por el alquiler. Buscando en páginas de Facebook se dieron cuenta de que no eran los únicos que sufrían situaciones parecidas. “Un amigo nos animó a denunciarle para que no estafase a nadie más”, dice Alberto. Y así lo hicieron. La familia presentó los recibos que el propio casero había firmado, un parte de la policía local y lo denunció por estafa y amenazas. La pareja enseña los documentos del juzgado: la primera causa ha sido archivada por falta de pruebas, la segunda aún sigue su curso. En su teléfono, Alberto guarda algunos de los audios que recibió después. Su mujer los escucha petrificada por primera vez durante esta entrevista. “Indocumentado de mierda”, “os voy a deportar a ti y a tu puta mujer de mierda”, “payaso”, “no pintáis nada en España”, “voy a llamar a la Guardia Civil”, “vete comprando tu billete de vuelta”, se escucha. “Me afecta mucho volver a oír estos audios”, dice cabizbajo Alberto.

Este caso de abuso contrasta con otras muestras de solidaridad que han dado los ciudadanos a migrantes en apuros. Acogida tras el desahucio por unos compatriotas, la familia decidió entonces pedir asilo, 20 días después de su llegada. “No lo hicimos antes porque desconocíamos que teníamos ese derecho”, cuentan. Hasta ese momento, como cualquier inmigrante irregular, eran invisibles para el sistema. Los primeros trámites fueron rápidos, se reunieron en pocos días con la trabajadora social de la Secretaría de Migraciones, responsable de acoger a los demandantes de asilo más vulnerables. Contaron que su dinero estaba a punto de agotarse y que necesitaban con urgencia un lugar donde vivir. De eso hace dos meses. No les han vuelto a contactar.

Su espera es compartida: hay miles de personas como ellos esperando una plaza. El sistema de asilo está desbordado. España ha recibido este año más de 102.000 solicitantes de protección internacional, según la Oficina Europea de Apoyo al Asilo, el doble que el año anterior. La inmensa mayoría de las peticiones son de latinoamericanos, sobre todo de venezolanos que escapan de la crisis humanitaria de su país. Colombianos y centroamericanos, acechados por la violencia, son, tras los venezolanos, los colectivos más numerosos. España acabará negando la mayoría de las solicitudes, pero tiene que estudiar sus casos y, mientras tanto, debe atenderlos. El volumen de demandas ha ralentizado aún más la maquinaria y la Oficina de Asilo, que depende del Ministerio del Interior, puede tardar hasta dos años en resolver un expediente. La presión recae, entonces, en el sistema de acogida, incapaz de responder a todos los que lo necesitan.

“Solo tenemos para pagar un mes y medio de alquiler. Recibimos ropa de Cáritas, legumbres, frutas y verduras de una iglesia, pero si no fuese por eso no nos quedaría nada. Apenas salimos para no gastar. A veces me desespero y salgo a andar por el pueblo para que me dé el aire”, lamenta Alberto. No se quejan, pero están cada vez más angustiados. Ella, que era administrativa, ayuda en casas por 10 euros la hora. Él quiso aprender jardinería para tener más oportunidades y pasó 20 días recogiendo hojas, podando árboles y rastrillando jardines por el módico precio de un Cola Cao. El señor que le enseñaba el oficio —a cambio de tener un ayudante gratis— tenía una única preocupación, que no se cortase un dedo para no tener problemas. “Por lo menos no me engañó, nunca me dijo que iría a pagarme”, ironiza Alberto. Hasta dentro de cuatro meses la pareja no tendrá el permiso de trabajo que se concede a los solicitantes de asilo.

Sin dinero, pasan las horas metidos en la habitación que han alquilado en una casa donde viven con otras siete personas. Tampoco quieren que les vean entrando y saliendo porque los han hospedado sin permiso del propietario. En cualquier momento pueden volver a echarlos. “Nosotros no queremos depender de nadie, pero ahorita, en la situación que estamos, que no podemos trabajar, necesito ayuda. Nos vamos a quedar en la calle”, explica Alberto.

La niña, que rompió a llorar pensando en su abuela y en su mascota cuando supo que aquel viaje de vacaciones era para no volver, ahora va al cole y le encanta su nueva vida. No sabe que tendrá que comenzar de nuevo, en otro lugar y, probablemente, lejos de ahí, si en algún momento les llaman para incluirlos en un programa de acogida. Ajena a todas las preocupaciones de sus padres, la pequeña ya ha pedido su regalo de Reyes. “Quiero una hermanita”, les dijo. “Si nuestra situación algún día cambia”, le respondieron, “lo intentaremos”. No será esta Navidad.

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