Trump y el racismo

La Vanguardia, , 22-07-2019

EL presidente de Estados Unidos, Donald Trump, parece decidido, sin complejo alguno, a utilizar el racismo como principal baza electoral –junto con la economía– en su intento de obtener la reelección y continuar cuatro años más en la Casa Blanca a partir de enero del 2021.

Y pruebas de ello ha dado unas cuantas estos últimos días. Al mal trato a los inmigrantes apresados cruzando desde México se ha añadido su campaña –hasta ahora con escaso impacto publicitario– para expulsar a inmigrantes indocumentados ya residentes en el país. A ello hay que sumar sus furibundos ataques contra cuatro congresistas demócratas a las que quiso enviar “de vuelta a arreglar su país”, cuando tres de ellas son nacidas en Estados Unidos y la cuarta llegó al país de pequeña. En el colmo del sinsentido ha llegado a afirmar que las cuatro difunden “odio racista y odian nuestro país”. El último episodio ha sido la complacencia con que, el jueves, escuchó desde la tribuna donde pronunciaba un discurso en Carolina del Norte cómo los asistentes, más hooligans que ciudadanos, coreaban “depórtala” en alusión a Ilhan Omar, una de las congresistas citadas. Luego, al ver el revuelo causado, Trump se disculpó a su manera diciendo que no le gustó oír ese cántico.

Todas estas actuaciones, sumadas a sus continuos tuits desde la Casa Blanca, evidencian el uso del racismo como arma electoral. En los últimos cincuenta años no ha habido un candidato, y menos un presidente en busca de la reelección, que haya usado la polarización racial como elemento central de su campaña. En este contexto, además, resulta escandaloso el silencio oficial del Partido Republicano, bendiciendo de facto las descalificaciones del presidente aunque en privado y en voz baja expresan su temor por el precio que pueden pagar por ellas. Muchos dirigentes republicanos saben que sus votantes se enardecen con las salidas de tono del presidente y no pueden enemistarse con sus nichos de votantes. La conclusión es que el Grand Old Party se está convirtiendo cada día más en el partido de Trump. Mientras que este episodio hubiera sacudido a cualquier otra administración, Trump sabe que puede usar tales tácticas porque no pagará el precio en un Partido Republicano intimidado por su ferviente base electoral.

El presidente se dedica a descalificar a las cuatro congresistas para alertar a sus bases contra la izquierda más progresista, a la que califica de socialista y antiamericana. Si además son mujeres, negras o latinas y musulmanas, Trump ya tiene el cóctel perfecto para argüir que “mucha gente está de acuerdo conmigo”. Pocas emociones son tan poderosas como el miedo y el odio racial, y Trump lo sabe, como bien ha recordado el senador y candidato demócrata Bernie Sanders al afirmar que “el presidente es un loco, ­pero no un estúpido”.

Algunos legisladores han advertido de que, si no se frena, esta campaña de odio “costará vidas”, y han pedido que se refuerce la seguridad de las cuatro congresistas que han sufrido la ira presidencial, así como la de sus familias. Es un indicativo del preocupante nivel de crispación que se va apoderando de la campaña. Los hay que creen que esta estrategia acabará volviéndose contra el presidente porque piensan que los estadounidenses no son racistas ni intolerantes, pero el mero hecho de usar el racismo como baza electoral ya supone una profunda degradación del sistema democrático –y más viniendo de la propia Casa Blanca– y puede abocar a una división del pueblo americano. Quizá alguien debería recordar al presidente que es nieto de Friedrich Trump, nacido en el pequeño pueblo alemán de Kallstadt y que en 1885, a los 16 años, emigró a EE.UU.

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