Los refugiados sirios se perpetúan en el desierto y los barrios de Jordania

Solo 20.000 de los 1,2 millones de exiliados en territorio jordano han retornado a su país

El País, JUAN CARLOS SANZ, 17-07-2019

“A mi hijo mayor, de 22 años, le enviarían a combatir al frente de Idlib. No sé si volveremos a Siria algún día”. Mariam al Ammar, de 39 años, tuerce el gesto con una mueca de dolor cuando le preguntan cuándo regresará a Deraa, la ciudad siria de la que huyó en 2014 bajo los bombardeos. En un paraje desértico de la carretera que va de Amán a Arabia Saudí surgió hace cinco años el campo de refugiados de Azraq, convertido hoy en una ciudad de más de 35.000 habitantes 80 kilómetros al noreste de la capital jordana. El ordenado trazado de sus casas alineadas no puede ocultar la desolación de sus moradores. “Mi marido gana 150 dinares [190 euros] al mes con un trabajo parcial para una ONG”, explica Al Ammar a la puerta de su alojamiento provisional desde hace un lustro.
“A pesar de la ayuda que recibimos, mis 11 hijos se tienen que quedar sin cenar muchas noches a final de mes. El más pequeño solo tiene tres años”, confiesa. Como en un juego, los niños transportan agua en bidones de plástico desde las fuentes hasta los únicos hogares que la mayoría han conocido desde que estalló la guerra. Una telaraña de cables lleva electricidad a las construcciones metálicas desde una central de energía solar. El sol y las piedras son la única materia prima de Azraq. “Tengo que conseguir como sea una beca para mi hijo en Jordania”, se azora finalmente Mariam. “Si se empeña en estudiar en Siria me temo que no le volveré a ver con vida”.

Desde que el régimen de Damasco recuperó hace un año el control de la frontera meridional, apenas han regresado 20.000 de los sirios exiliados en Jordania, según la oficina de Amán del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur). El organismo internacional tiene registrados a 665.000 refugiados, pero el Gobierno jordano duplica el censo hasta los 1,2 millones, de los que solo una décima parte viven en campamentos como Azraq o Zaa-tari, y el resto habita en zonas urbanas mezclado con la población local. Los portavoces de Acnur constatan que hasta el 30 de junio las donaciones internacionales solo han podido cubrir un 20% del presupuesto de 372 millones de dólares (330 millones de euros) previsto para 2019.
Mezzal al Gali, de 54 años, trabajaba como camionero en el sur de la provincia de Damasco hasta que los combates le expulsaron hacia Jordania. “Pensaré en regresar cuando vuelva la normalidad a Siria. Allí ya no me queda nada”, asegura vestido con una túnica tradicional. Al Gali parece conformarse con su destino. Al menos ya no tiene que refugiarse de las bombas.
Como no forma parte de los 5.800 sirios del campamento que han recibido permiso para trabajar en la agricultura local ni de los 4.000 que prestan servicios para la Administración del complejo o las ONG desplegadas en el recinto, su familia de ocho miembros no tiene más remedio que sobrevivir con los cupones de comida que suministra Acnur. “Me preocupa qué será de mis siete hijos si seguimos aquí para siempre”, admite con un gesto de resignación. El 80% de los refugiados sirios viven bajo el umbral de la pobreza en Jordania.

El campo de Azraq fue concebido por Naciones Unidas y el Gobierno jordano para paliar la superpoblación de Zaatari, en la cercana provincia de Mafraq, que con más de 150.000 refugiados (hoy reducidos a la mitad) llegó a convertirse en el segundo mayor campamento de Acnur en todo el mundo y se hizo difícil de gestionar.

Una ciudad con casas de chapa
Se asemeja a un centro modelo, por el diseño racional y el trazado geométrico de sus instalaciones, frente al caos que suele rodear los alojamientos masivos para refugiados. Pero sus casas construidas con paneles de chapa serían inhabitables en mitad del desierto jordano sin los ventiladores eléctricos alimentados por la central de energía solar del recinto.
Azraq está diseñado para albergar hasta 150.000 exiliados, pero el éxodo se detuvo por el cierre de la frontera. El sector 3, el de los refugiados más antiguos, es uno de los pocos que los servicios de seguridad jordanos permiten visitar a la prensa extranjera. El de los recién llegados o el de los desertores siguen vetados.

Los Gobiernos de Amán y Damasco reabrieron el pasado mes de octubre el estratégico paso fronterizo de Jaber —que permanecía clausurado tras caer en manos de las fuerzas rebeldes en 2015—, en la vía principal que une ambas capitales. Comercios, cafés y casas de cambio han recobrado cierta actividad, pero las sanciones internacionales al régimen de Bachar el Asad y la indefinida prolongación del conflicto bélico frenan el tráfico de mercancías y personas.

Los jóvenes temen ser llamados a filas si regresan y las familias no ven condiciones para el futuro de sus hijos. Acnur da apoyo a aquellos que deciden volver a Siria —en la mayor parte de los casos, por reagrupamiento de familias divididas por la guerra—, pero la agencia de Naciones Unidas no está incentivando el proceso. Los servicios diplomáticos sirios tampoco facilitan la entrega de documentos para la repatriación de sus ciudadanos vinculados a la oposición, o les imponen elevadas tasas para su concesión.

Abu Abdel Wahid ha sido durante 20 de sus 55 años conductor de rutas internacionales de autobuses de la empresa siria Orient Star. Estacionado cerca de la frontera de Jaber, mientras los pasajeros de la línea Amán-Damasco cambian dinares jordanos por libras sirias, relata que trabajó en la línea de Beirut mientras estuvo cerrado el paso a Jordania. “Apenas transporto ahora sirios que hagan el camino de vuelta a casa”, revela Abdel Wahid, que atraviesa casi a diario la frontera, antes de seguir viaje hacia su casa en Damasco. “La mayoría de los viajeros van a visitar a familiares por unos días, y solo de vez en cuando la ONU organiza grupos de retornados”.

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