Venezuela. "El Vengador" de los refugiados

De camarero de 'rodea el Congreso' a buen samaritano

Se hizo famoso cuando protegió de la Policía a unos manifestantes. Ahora ayuda a los venezolanos que huyen y señala en Madrid a los 'bolichicos' que se enriquecieron con el chavismo

El Mundo, Ángeles Escrivá, 14-03-2019

Alberto Casillas mira a la cámara del móvil que sujeta Elvira y, agarrando a una mujer y a dos niños pequeños, suelta con energía y control total: «Aquí están Liana, Gabriel y Suzzette. Estamos en la Casa de Venezuela. Suzzette es una niña especial preciosa. Están en el refugio Hostal Welcome. Necesitamos zapatos para los nenes, ropa y, si pueden, también dinero. Recuerden que todos vienen con lo justo. Y necesito cinco carritos porque hay varios muchachitos que los necesitan». Elvira cierra la cámara y explica: «Ahora lo comparto en las redes sociales y siempre hay gente que ayuda».

Alberto Casillas, 54 años, fue El camarero de Rodea el Congreso, aquel que con los brazos en cruz dio cobijo a los manifestantes de aquella convocatoria e impidió a la Policía entrar en el bar del Paseo del Prado en el que trabajaba. Ahora lo llaman El Vengador o El Ángel español porque, con el mismo desgarro con el que se enfrentó a las Fuerzas de Seguridad para proteger a «jóvenes que no estaban haciendo nada», parece haber cargado sobre sus hombros el drama de los venezolanos que llegan a España. Con tal rabia que, cuando tiene tiempo, agarra la bandera de Venezuela, unos carteles y unos botes de pintura y se dedica a señalar las casas en Madrid de los millonarios originarios del país caribeño señalados como corruptos, algunos enriquecidos al albur del chavismo, o del propio consulado al grito de «no van a tener paz», «tienen las manos manchadas de sangre».

Entre la miseria que ve, la que ayuda a combatir y las amenazas que recibe, su vida sí que se ha convertido desde hace tiempo, en un verdadero manual de resistencia.

La casa de Venezuela está lejos de responder a los clichés evocadores de un país objetivamente hermoso y rico. Se trata de un humildísimo local ubicado en el barrio de Carabanchel de no más de 15 metros cuadrados y un sótano de igual extensión en el que se agolpan las personas que van llegando de Venezuela para recibir ayuda. Algunas de ellas se muestran seguidoras de los vídeos de Alberto Casillas antes de salir, otras oyeron hablar del lugar al llegar a España. Sin papeles, sin dinero, sin sitio donde quedarse después de perderlo todo. Una máquina de café, un par de bandejas, botellas y unas tazas servirán para dar los cursillos para camareros que imparte allí Alberto, que se muestra decidido y acostumbrado a mandar. Otros voluntarios enseñan los cortes básicos de la carne o cómo hacer la manicura por si alguien pudiera encontrar trabajo desarrollando estos oficios.

El martes día 5 están, entre otros, Elvis, seguidor desde hace dos años de los vídeos del ex camarero, que lleva 17 días en España y llegó con 80 euros, y que necesita ayuda legal que le proporcionará Emanuel, el hijo de Alberto que es abogado. «Yo soy anticomunista, funcionario durante 14 años, quedé en bancarrota, lo perdí todo. No tengo palabras para agradecerle lo que hace desde el alma y desde el corazón», interviene. Y Suzzette, «la niña especial» con dificultades para hablar y para moverse, necesitada de un tratamiento que allí no podría obtener, y de unos zapatos del número 28 para combatir el frio, que regala abrazos tímidos y cariñosos.

En el sótano, rodeados de estanterías repletas de zapatos usados para niños de tallas distintas y diferentes estaciones, de ropa apilada, bolsos, carros de bebé, juguetes, de comida empaquetada, están Morelvis y Pedro. Los dos guapos y jovencísimos, los dos ingenieros industriales recién llegados hace dos días desde Coro en el estado de Falcón. Se casaron y vendieron su casa, su coche, un terreno que tenían y todas sus propiedades y así pudieron comprar, planificadamente, el billete de avión y contar con 1000 euros. «Tengo en la mente algo que me resultó traumático sobre todo, sobre la imposibilidad de ir a trabajar porque no hay gasolina ni piezas para el coche, de no poder darle las medicinas a mi madre. Había hecho cola desde el día anterior en la puerta de un supermercado porque allí había harina. Cuando me tocó, ya se había acabado casi todo y tuve que volver a casa con un bote de tomate frito. Y eso me dio una tristeza, y una frustración…».

Alberto les anima a que tomen lo que necesiten. No cogerán nada a pesar de que llevan ropa fina en un día de intenso frío. «Es que no es sólo la parte económica, es la parte afectiva. Necesitan ese calor, el abrazo, el saludo. Saber que tienen un pedacito de Venezuela aquí», tercia una de las colaboradoras. Y él les pregunta: «¿Si yo te propongo limpiar casas y a ti descargar camiones de fruta?». Y los dos responderán: «Ahora mismo».

El Camarero de Rodea el Congreso recuerda a otros dos jóvenes llegados hace apenas 15 días. Tenían dos niños pequeños gemelos, uno de ellos enfermo del estómago. Realizaron un llamamiento y un adinerado venezolano les pagó los billetes a todos para salir del país y para que el pequeño pudiera recibir el tratamiento. «El niño murió a las ocho de la mañana del día en el que tenían pensado salir a las ocho de la tarde. Lo incineraron y cogieron el avión. Lo habían vendido todo. Su benefactor dejó de ayudarles porque el objetivo inicial era ayudar al chaval que estaba malito. Están en el Welcome, uno de la decena de albergues habilitados por la Cruz Roja y el Ministerio de Asuntos sociales. Les voy a llevar un carrito normal porque no sabes la tristeza que produce ver un carro con dos puestos y un solo niño», relata.

Alberto Casillas también cuenta que en el suelo de ese sótano atestado, de techos bajos y espacio exiguo, se quedó la familia de un niño al que acababan de operar a corazón abierto en el Doce de Octubre. «Pudieron trasladarlo por los fondos conseguidos en una campaña de internet pero una mujer les estafó y se quedaron sin dinero. Los cinco pudieron quedarse en el hospital mientras el niño se recuperaba. Luego vinieron aquí cuatro días y al final les conseguimos una casa en Valencia. Llevan dos meses allí. Estoy viendo cada vez más niños que vienen con enfermedades», añade desde su especial observatorio.

Y no lo cuenta abatido sino con lágrimas en los ojos y profundamente enfadado. «Yo tengo que pagar con alguien el dolor, el sufrimiento y la angustia», exclama. «¿Cómo no me va a crear todo esto la reacción de insultar? Me deprime todo esto, me produce un sentimiento, Dios me perdone, de venganza. Muchos me dicen que estoy loco pero es que el dolor lo vivo cada día, me da impotencia ver así a un pueblo que lo que quiere es vivir en paz».

Su dolor por Venezuela no es ortopédico. Alberto Casillas se fue allí por «un amor a primera vista» en 1989 y pasó 25 años. Se casó, tuvo dos hijos (ella periodista, él abogado). «Me recibieron con los brazos abiertos. El mío es un amor del bueno por Venezuela que responde a lo que ellos me dieron». Trabajó de camarero, haciendo encuestas larguísimas, de una hora. Puso una discoteca llamada Bacci, «la más importante de Oriente», y un restaurante. «Los narcotraficantes quisieron utilizar mis negocios para vender droga y me negué. Lo perdí todo», asegura. Y se tuvo que volver.

Y vino lo de Rodea el Congreso en 2012 y su notoriedad -documentales sobre su intervención, medios de comunicación y público llamándole «héroe», las inexplicables fotos en la revista Interviu con la actriz Jill Love desnuda – y sus intervenciones llamativas, en especial, aquella bronca que le montó a Pablo Iglesias en los Desayunos del Ritz. ¿Un irónico escrache por motivos políticos, por interés de algún partido? «No. Eso fue después de que llamara a Venezuela y me encontrara a mi hija llorando. Su madre había comprado un litro de leche para hacer un pastel y ella se lo había bebido y se sentía culpable. Y yo le veo defendiendo al régimen chavista cuando mi hija lloraba por un litro de leche. El que se me ha escapado es Errejón cuando dijo lo de las tres comidas. Monedero me amenazó de muerte».

Había recibido amenazas antes. «Casillas, has defendido a delincuentes, que seas del PP no te lo crees ni tú. Posiblemente pases las navidades criando malvas. Los moros por 500 euros te cortan la yugular y la femoral…», decía uno de los anónimos enviados desde Santa Coloma de Gramanet; y las recibió, dice, tras estos desencuentros con Podemos. Le mandaron «fotos de mi cara en una diana». Las más importantes fueron denunciadas. Perdió el trabajo. «No podía perjudicar a los propietarios que no habían abierto la boca. Hubo gente que llegó a publicar en las redes que se había encontrado una cucaracha en una albóndiga. Me fui.»

Y, de repente, se le vio de forma inexplicable en una marcha favorable al chavismo. «Mi hijo vino para hacer un máster en la Autónoma y sin pasaporte no lo podía realizar. Fue al consulado y le pidieron que fuera su padre. El canciller me dijo: ‘Si vienes a una marcha nuestra, le damos el pasaporte el día siguiente’. ¿Qué más querían?, ¡un héroe de la izquierda siendo de derechas!. Yo había pagado el máster y por mi hijo hago eso y más. Me coaccionaron», explica sin un ápice de duda.

El ex camarero Casillas puso un bar en Huertas que también le salió mal. Pero fue allí donde se le acercó una estudiante para pedirle un plato de comida a cambio de lavar los platos. Fue el detonante de su cuarta o quinta vida. «Claro que le di la comida sin que tuviese que trabajar, y ella me explicó el drama que estaban sufriendo más de 4000 estudiantes venidos de Venezuela que habían sido estafados por el Gobierno». Habían viajado para realizar un máster en España o en otros países europeos, habían adelantado a la Comisión Administradora de divisas 10.000 euros en bolívares con la intención de recibirlos a su llegada a Europa pero el dinero nunca les fue reembolsado. Se quedaron sin estudiar, sin poder volver porque sólo tenían billete de ida y «en la indigencia».

Alberto Casillas asegura que ese fue el principio y que toda esta labor de ayuda que lleva a cabo ahora, la ha estado realizando desde su casa con la paciencia infinita de su mujer, que ha tenido que vivir en una especie de almacén durante todo ese tiempo. No atina con los años. Hace cuatro meses, con ayuda de varias personas, alquilaron el local de Carabanchel, entre la «tienda de ropa colombiana» y la peluquería Pelitos. Ahora lo pagan él y Luis Eduardo Manresa, el secretario general del partido Acción Democrática en España. Cuatrocientos cincuenta euros al mes más los 50 de luz. «Temo el momento en el que no lo pueda pagar y todas estas personas queden decepcionadas», dice. Porque, según sostiene, ningún partido le avala, no cobra el paro y sólo tiene ahorros, y su trabajo en el sector de la restauración que ha abandonado durante un mes, su último empleo fue de gerente en el Restaurante Varadero de Pozuelo, para encargarse de la Casa de Venezuela.

«Muchas veces he querido abandonarlo. Está la familia, cuesta dinero… pero te viene un drama tras otro y esto te obliga a involucrarte», señala, consciente de que tiene en su poder un medidor preciso del drama venezolano: tuvo que trasladar la entrega quincenal de comida a una iglesia evangelista de la calle Córdoba porque el local se quedó pequeño. Y es posible que, de modo paralelo, su repercusión se haya visto incrementada. El domingo día 3, el embajador en España enviado por el presidente encargado Juan Guaidó, Antonio Ecarri, se desplazó a Carabanchel para visitarles en su primer acto desde que fue nombrado.

«Es un tipo extraordinario», dice. ¿Y no puede ayudarles? «Pero si vive con sus hijos en el barrio de Salamanca. No tiene ni asignación presupuestaria…», le disculpa Casillas.

Hace ya un rato que la furgoneta de El Vengador ha dejado atrás los edificios tristes de Carabanchel. Ha cruzado el Manzanares adentrándose en los túneles que hacen desaparecer repentinamente la vista imponente de la Almudena y se acerca al lujoso barrio de Salamanca. Alberto Casillas va acompañado por dos venezolanos que llevan 3 meses en España. Uno, seco y fibroso, era bombero y se vino cuando, según cuenta, «los colectivos», nombre que reciben los civiles armados por el régimen chavista, mataron a siete de sus compañeros porque socorrieron a unas personas en cumplimiento de su trabajo pero a las órdenes de un ayuntamiento regido por la oposición. El otro, alto y fornido era transportista y se fue harto de que le robasen las cargas, tuviera que pagar peajes clandestinos y nadie le garantizase la insulina que necesitaba.

Llegados a la calle Columela, comprueba que el objetivo de su denuncia vive en la dirección marcada. Llama al telefonillo, le responden que el señor no está. el portero intenta impedirlo y coge el móvil. «Llame a la policía si quiere pero no me toque. La policía nunca está cuando se la necesita», grita. Otras veces pinta las fachadas con mensajes contundentes. En esta ocasión, pega uno de los carteles más pequeños, sostiene otro grande y proclama: «Aquí vive un corrupto y su familia. No tendrán paz en el mundo. Acabarán presos. Ochocientos millones se robaron de Venezuela…» Y así una y otra vez soportando el aguacero del único día de lluvia desde hace meses en Madrid, ante la indiferencia de la gente que pasa apenas extrañada. «Dígale que volveré», insiste.

El Vengador asegura que obtiene los datos de los venezolanos corruptos que se han enriquecido con el régimen chavista, algunos de los cuales han comprado medio Madrid aprovechando los precios de la crisis, de la gente que los conoce y se los envía. Asegura que los comprueba, que va al registro, que los coteja con artículos publicados, que está pendiente de las noticias judiciales… «Gente que se robó 1000 millones, que organiza bodas fastuosas, que gasta 45.000 euros en una tienda, que deja propinas de 150 euros mientras la gente se queda sin nada. Dicen que Dios castigará después pero es que yo lo quiero ahora. Tengo que canalizar este sufrimiento y esta angustia», explota.

El día siguiente recibirá una llamada desde un número privado: «Deja la huevonada tranquila…». Me remitirá un whats’up de ese mismo miércoles en el que pone: «Sabelotodo, vamos a reventarte ese culo a plomo maldito». Horas antes había preguntado: «¿Sabes cómo me llaman en la embajada? Ni vengador, ni ángel: Alberto Ladilla porque insisto una y otra vez. Y así va a seguir siendo porque cuando uno encuentra un sentido a la vida, asume las consecuencias de sus actos».

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