DAR RESPUESTA AL RACISMO INSTITUCIONAL

El Correo, HELENA MALENO, 14-08-2018

El 7 de agosto Salvamento Marítimo encontraba en aguas del Estrecho de Gibraltar el cadáver de una mujer subsahariana. Ella podría ser la integrante de una patera a remos que salió de Tánger el 1 de este mes. Intentaba cruzar el mar junto a siete compañeros. Comunicaron con unos amigos a primera hora de la mañana y después nunca más se supo de ellos. Siete hombres y una mujer desaparecidos. Un cuerpo, ya sin rostro, desembarcado en Barbate.

Este verano muchas personas que tuvieron la suerte de no desaparecer en el mar volvieron a Marruecos o llegaron a puertos españoles. Esto ha excitado la lengua de muchos políticos, que han llenado las portadas de los medios de comunicación de mensajes sobre la migración, que podrían ser calificados muchos de ellos de exabruptos racistas. Sus discursos no sólo son grandes titulares en busca de un rédito político en forma de votos, son también el reflejo de la vergüenza de nuestras políticas migratorias.

Las palabras son responsables: forman parte de la construcción de un relato que sostiene el racismo institucional y que arenga a las masas para defenderlo. Son alegatos de guerra, buscan excitar las almas a las que infundieron miedo. Tenemos el ejemplo en Italia, donde el 30 de julio un grupo de personas que forman parte de patrullas ciudadanas asesinaron al marroquí Zaitouni Hady. Le persiguieron hasta que su coche se estrelló y luego malherido le remataron a golpes. Su muerte se produjo por ser migrante, por ser el otro, por «invadir» un territorio. No es el único caso en este país que emerge al calor de las palabras del ministro de Interior, Matteo Salvini, y de sus políticas fascistas.

Por eso no olvidemos la responsabilidad de las palabras y de aquellos que las dicen. Las palabras son responsables: sirven para ocultar un gran negocio del que se benefician empresas armamentísticas, que de una u otra forma necesitan de esos discursos violentos para enriquecerse. Necesitan que las fronteras estén militarizadas, sean zonas de guerra.

Sólo hay que fijarse que desde el pasado día 3, un mando único militar centraliza la coordinación de todas las actuaciones vinculadas con la inmigración irregular, incluso las que competen a Salvamento Marítimo y su labor de defensa del derecho a la vida. Una gran paradoja que da miedo, ya que se pone sobre la mesa la existencia de distintas clases de náufragos, los que viajan en yate y los que lo hacen en patera. Y es que el verdadero terror se instala cuando pensamos que durante estos últimos treinta años de políticas de control de fronteras, los distintos responsables de ellas han intentado hacernos dudar de que sean personas quienes llegan a nuestra frontera sur en estos días.

El pasado día 1 Pablo Casado, líder del PP, visitaba el puerto de Algeciras para estrechar la mano a personas rescatadas por los servicios del Salvamento. Las manos de los que se aferraron a un remo que les separaba de la vida y de la muerte. Era el momento de los gestos tras el uso violento de las palabras, y por eso Casado decía: «Yo también soy persona», refiriéndose a la pena que le provocaban aquellos migrantes recién llegados.

Así que durante este mes hemos sido testigos de los elementos de la política del control de fronteras repetida en bucle desde hace tres décadas. Por un lado, la criminalización de las migraciones, la mercantilización del derecho al movimiento y de las personas que lo ejercen. Y en su parte más ‘amable’, la victimización y la pena hacia los colectivos de personas que se mueven.

Durante estas semanas, hemos visto en escena en la frontera sur los efectos de las políticas del odio y el desprecio a seres humanos, camuflados tras palabras violentas. Pero también hemos asistido a una ‘acogida’ vulneradora en derechos y deficitaria. Hemos visto a cientos de personas durmiendo en los barcos de Salvamento Marítimo. También a decenas abandonadas en distintas ciudades tras ser trasladadas, alejadas en autobuses de la frontera, con la idea de pensar que se irían a Francia o a otros países europeos. Hemos visto a hermanos separados, a infancia retenida durante días en centros cerrados, y a otros que desaparecieron sin que el sistema les protegiese.

En medio de todo ello de nuevo ha habido un intento de organización en distintos pueblos de la provincia de Cádiz y otras zonas del Estado español. Por un lado, para paliar la violencia de las políticas de control y, por otro, para intentar ir más allá de los discursos, del uso torticero de las palabras.

En ello ya tienen experiencia los habitantes de Tarifa, Algeciras y otros pueblos de la costa. Fueron testigos hace treinta años de los primeros cadáveres que expulsaba el Mediterráneo. También saben lo que es ser perseguidos por delitos de solidaridad, por acoger o transportar personas que huían recién llegadas a la frontera. Estamos en un momento difícil en el que algunos políticos españoles se dan codazos por ser el nuevo Salvini, pero también en un momento en el que debemos resistir, reflexionar, sistematizar.

Tenemos la sabiduría que nos da el dolor, los errores y las alegrías de la frontera. Tenemos la obligación de responder en este momento de la historia y apostar por dar un giro a estos últimos treinta años de horror y muerte.

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