Domar a la bestia

La Vanguardia, Ramon Aymerich, 23-06-2018

Ya llega. Es esa nube de polvo que se va haciendo grande. El coche se detiene y de su interior desciende Walter White. Saca una pala y empieza a cavar una zanja. Para enterrar productos químicos, montones de dinero o cadáveres. Todo es posible en ese desierto que separa a México de Estados Unidos. Que ha inspirado miles de historias. Entre las más populares, la de Walter White en Breaking bad, un profesor de química de instituto transformado en fabricante de metanfetamina. Es el desierto. Ese vacío enorme y desconocido.

Primero Donald Trump construyó un muro. Un gesto de seguridad hacia sus electores. Hacia la América blanca y pobre que se siente insegura porque ha perdido el empleo y tiene miedo a quedarse en minoría. Ahora ha convertido ese temor en campos de internamiento para inmigrantes ilegales. Para ello ha separado a las familias. Los padres por un lado. Los hijos por otro. Es posible que el presidente de EE.UU. no lo haya meditado mucho. Que en su interior coincida con la elite empresarial liberal, que piensa que hay que hacer la vista gorda con los inmigrantes. Que cierta informalidad es inseparable del funcionamiento del capitalismo moderno. Quién sabe. Hasta es posible que las empresas de Trump hayan contratado ilegales de forma frecuente. Pero, bueno, ahora está en política.

El Mediterráneo no es el desierto. Pero actúa también como una vasta frontera entre países ricos y pobres. Los votos han convertido a los populistas italianos en guardianes de ese vasto espacio. Roberto Salvini, líder de la extrema derecha, ha hablado de “carne humana” para referirse a los “ilegales” a los que niega el acceso a los puertos italianos. Cuando uno le oye a ese hombre decir esas cosas, piensa que el fascismo entra en la casa de la gente de manera muy sencilla. Porque el fascismo debe ser exactamente eso. Tratar a los otros como materia prima, como “carne humana” que todavía no se ha ganado el derecho a ser persona.

Todo eso ha pasado en sólo una semana. Los campos de internamiento de Trump. La carne de Salvini. La aprobación de una ley en la Hungría de Viktor Orbán que permitirá perseguir a todos aquellos que ayuden a inmigrantes ilegales. Durante un largo periodo de tiempo, Europa (mucho menos Estados Unidos) se ha permitido situar el debate de la inmigración entre la política de puertas abiertas y la creación de muros más o menos efectivos.

Ahora ese margen se ha estrechado. Están las puertas abiertas y está la barbarie, que gana adeptos. Europa necesita de forma inmediata salvar la cara. Necesita una norma común que regule la inevitable llegada de inmigrantes a un continente envejecido. Que diferencie entre refugiados, la entrada en el mercado laboral y el acceso a la ciudadanía. O eso, o Europa se perderá por el desagüe.

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