ELLA TAMPOCO QUIERE LLORAR

El Correo, JON URIARTE, 23-06-2018

Mírenla y díganme si se puede olvidar esa sonrisa. Yo no. Me la regalaron hace cosa de un mes. Fue en una escuela, de nombre Bakaribogou, tan humilde que emocionaba su dignidad. Había sido levantada en medio de la tierra roja y arcillosa de Koulikoró, a orillas del río Níger en Malí. Ella me dijo su nombre. Pero el griterío y las canciones de recibimiento que vivimos entonces impiden que pueda recordarlo ahora. Apostaría a que es tan bonito como su cara. La de una niña feliz. Y me gustaría que siguiera así. No lo tiene fácil. Según crecen van perdiendo la sonrisa. Poder ser secuestrado, esclavizado, violado o asesinado con la intención de extraerte los órganos, ayuda poco a mantener un espíritu jovial. De ahí que, en cuanto pueden, recorran miles de kilómetros, crucen mares en pateras y acaben ante un muro o una verja llorando por tocar el sueño que rozaban con los dedos y ya no podrán alcanzar. Trump es un cretino. Todos lo sabemos. Y un despiadado. De la peor calaña. Pero no es el único.

Todos lo somos un poco. Además de hipócritas. Nos rasgamos las vestiduras ante los llantos de las criaturas separadas de sus padres y enjauladas por el hortera que ocupa la Casa Blanca. Y aplaudimos muy dignos la acogida del Aquarius, como si fuera el único barco cargado de almas desesperadas que buscan puerto y futuro. Pero solo en estos casos. O ni siquiera en ellos. Hasta en estos temas hay quien cree que deberíamos ser inflexibles. Que no cabemos. Si les va mal, allá ellos. No es culpa nuestra que sus países estén en guerra o su estómago vacío. Pero sí lo es. Al sur del río Bravo se ha expoliado antes, ahora y siempre. Desde que la vieja Europa puso su pie allí. Y la cultura de la violencia y la corrupción se instaló para quedarse. También al norte de ese río. No deja de ser curioso que una nación cuyas barras y estrellas fueron forjadas por emigrantes, miren con asco a los que viven ahora la misma situación. O que la Italia del racista y paleto de Salvini quiera cerrarse al inmigrante, cuando es una nación que emigra desde que el mundo es mundo, llevando consigo lo mejor y lo peor. Recordemos a la Mafia. Pero tenemos mala memoria cuando interesa. Por eso, criticar al sádico ambicioso de Trump o al oportunista barato de Salvini como los únicos que hacen llorar a Caperucita es simplificar el cuento. Hay más lobos. En Europa, en EEUU y más allá. Yo mismo, sin ir más lejos. Porque, con frecuencia, olvido la sonrisa de aquella niña.

En los días que estuve en Malí, de los cientos y cientos que se acercaron, solo vi llorar a un niño. Era bebé y buscaba el pecho materno. El resto te saludaba, una y mil veces, dándote la mano como adultos en miniatura. O tocaban tu pelo y tu piel, sorprendidos por lo liso que era el primero y lo blanca que era la segunda. Y reían. No paraban de reír. Lo que confirma que nadie nace triste. Y que no existe persona en este mundo que se vaya de su tierra y abandone a los suyos por gusto. Ni aquí, ni allá. Es el precio por un trabajo mejor, un trabajo a secas o la forma de escapar de una situación dura. Y si eso sucede en el llamado primer mundo, piensen en lugares de la América más pobre o del África más letal. Malí es el ejemplo perfecto. Un país creado con un lápiz y una regla. Los civilizados europeos dividieron aquello en parcelas.

Les dio igual separar familias o juntar tribus enfrentadas. Y de aquellos polvos son estos lodos. A lo que deberemos añadir lo que nos llevamos y seguimos llevando de sus tierras y subsuelo. La ruta por la que fue sacado Kunta – Kinte en 1767 para ser metido en las bodegas del barco Lord Ligonier y vendido en Maryland sigue siendo la misma por la que en este 2018 se venden mujeres y niños de su etnia y de otras. Por si fuera poco, yihadistas expulsados de Siria o Irak huyen por el Sahel, convirtiendo zonas como el norte de Malí en lo más parecido al infierno. Luego nos extraña que escapen hacia Europa. ¿No lo haría usted? Yo sí. Hace años que el trabajo me obligó a viajar a 380 kilómetros del lugar en que nací. Y aunque me va muy bien, sueño con volver a casa. Así que imagino lo que tiene que ser para quienes llegan a una frontera y son separados, encerrados en jaulas y embarcados de vuelta a su país. Como para no llorar. La población de África o de América latina es tan joven como viejos somos nosotros y, a falta de futuro, harán el hatillo. Las cifras que hoy nos abruman se multiplicarán en pocos años. No se trata de ser solidario y bueno. Sino de no ser suicida y tonto. Si logran una estabilidad que les permita vivir no vendrán. Nadie paga un dineral a un mafioso para hacer un viaje incierto de dos años donde lo puedes perder todo, incluida la vida, si tienes un plato en la mesa y un techo. Poco más piden en Malí. Bueno sí, que la ONU, la OTAN y la UE se dejen de postureos y acaben de una vez con la mafia de la inmigración. Y puestos, que la ablación sea una pesadilla del pasado y no un trauma que sufren el 99% de las mujeres en países como Malí. Ayudar al desarrollo y a la paz de estas naciones no solo es humanismo. También egoísmo. Supervivencia como planeta. Pregunten a quienes han estado allí o en lugares pobres e inmersos en guerras. La historia se repite. Por eso es absurdo que sigamos sin comprenderla.

El mundo es redondo y tarde o temprano nos encontraremos. Espero que, llegado ese día, la niña de la foto siga sonriendo. Y que lo haga allí. En su apasionante y hermosa tierra. Dicen los que saben, que la única solución para estos países pasa por la mujer. Cuanto más preparada esté y más la ayudemos mejor futuro tendrá su familia y su pueblo. Por eso la imagino en ese mismo lugar. En esa escuela. Escribiendo en la pizarra y explicando a sus alumnos cómo es el mundo. Y que en su pupitre haya otra niña. Con cara parecida. Con la misma sonrisa. Porque así debería ser. Si los niños lloran en una frontera, no solo es cosa de Trump. Es culpa de todos.

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