Viktor Orbán, arraigo y tradición

La Razón, Roberto Esteban Duque, 12-04-2018

En 2008, en un artículo sobre las “sociedades post-seculares”, publicado en la revista New perspectives Quaterly, Habermas explica que el resurgimiento de las manifestaciones políticas del Islam y la fuerza que aún conserva la religión en la sociedad norteamericana, ha provocado una crisis de fe entre los “secularistas”. Según el pensador alemán, las sociedades postmodernas son incapaces de generar valores que cohesionen a la sociedad, y los ciudadanos aún recurren a instituciones fundamentadas en la tradición judeo-cristiana. Según Habermas, el Estado democrático sólo podría exigir a los inmigrantes una socialización en la cultura política de acogida sin pedirles una renuncia de sus signos de identidad de origen. Antes sería preservar los derechos subjetivos que los colectivos de las comunidades “autodeterminadas” en una voluntad política soberana. Por el contrario, Giovanni Sartori critica la tesis del culturalismo de Habermas, arguyendo que si para respetar igualmente a los seres humanos hay que respetar igualmente las culturas de origen que les prestan los fundamentos de su identidad, en el caso de la inmigración supondría el compromiso de la sociedad de acogida de importar con cada inmigrante un retazo de su identidad cultural.

La nueva victoria electoral de Viktor Orbán en las elecciones húngaras del pasado domingo 8 de abril ha validado un programa político contrario a la cuota de refugiados de la Unión Europea o la inmigración descontrolada y su rechazo a la ideología de género, una visión execrada y que pretende ser abolida como un particularismo intolerable por el activismo progresista, incapaz de mantener a raya al que consideran un peligroso racista y dictador. La tiranía de la opinión pública, convertida en la única autoridad intelectual y moral, más opresiva que cualquier Estado, no digiere la reacción de aquellos ciudadanos que no sean serviles al dictado de la mayoría, mostrándose fieles a los propios principios.

Orbán manifestó que su defensa de la cultura cristiana, así como de la vida y de la familia natural, le ha generado un gran rechazo en Bruselas. De hecho, la nueva Constitución húngara fue reformada en 2011, reconociéndose en ella la importancia histórica y cultural del cristianismo en Hungría, manteniendo el matrimonio como “la unión del hombre con una mujer” y protegiendo al ser humano desde de la concepción hasta su fin natural, rechazando así el aborto y la eutanasia. A partir de dicha reforma, la natalidad pasó de 1,23 hijos por mujer en 2011 a 1,53 en 2016. Si nos acogemos al juicio estruendoso de Michel Onfray en Decadencia, para quien la civilización judeocristiana europea se encuentra en una fase terminal y abandona las creencias y las prácticas religiosas vigentes durante siglos en gran parte del mundo y que inspiraban una cultura cristiana hegemónica desgastada en la actualidad, Orbán personifica el triunfo del arraigo y la tradición, el esplendor de lo sagrado y del asiento religioso de la fe cristiana, de lo que Tocqueville denominaba como “hábitos del corazón”.

Piensa Dalmacio Negro que el presupuesto de la democracia occidental es históricamente el cristianismo, y, sin embargo, la democracia política, transformada en democracia social se ha hecho omnipotente y, suprimiendo cualquier limitación, el poder democrático ha derivado, al menos en Europa, hacia una forma de religión de la política que excluye el cristianismo. La cuestión está en discernir si la democracia podrá sostenerse prescindiendo de sus presupuestos. En lo que concierne al estado social democrático, no sólo no existe ninguna incompatibilidad entre la religión cristiana y la democracia sino todo lo contrario: la difusión y el arraigo del espíritu, la mentalidad y los hábitos democráticos no hubieran sido posibles históricamente sin el cristianismo, siendo esta religión lo que los sostiene en el plano de las creencias y estructuras.

Las mismas ideas clave de la democracia están impregnadas de cristianismo. La idea occidental de democracia política como forma de gobierno y de la igualdad de los hombres es ininteligible sin el cristianismo que le sirve de fundamento. Existe, en el contexto cultural cristiano, una concurrencia entre Estado, democracia y laicidad. El contexto religioso juedocristiano es quien da a los conceptos de libertad, igualdad, fraternidad no sólo sus resonancias emotivas, sino sobre todo el significado objetivo que poseen. En este humus germinan las instituciones políticas. El propio Richard Rorty, alérgico a la religión y anticlerical, admite que la democracia, el libre mercado, los derechos civiles y la libertad individual están “facilitados” por la cultura cristiana.

El concepto básico de liberalismo es el individuo, es decir, el hombre artificial y abstracto, asocial, imaginado fuera de todo enraizamiento concreto. Viktor Orbán, lejos de cualquier democracia liberal, piensa que cada sociedad tiene que solventar, de acuerdo a su tradición y a sus objetivos sociales y políticos, los problemas que surjan en sus pueblos, mostrándose un defensor a ultranza de la soberanía nacional: “queremos mantener a Hungría como Hungría”, así como de los valores tradicionales cristianos: “la última esperanza de Europa es el cristianismo”. ¿Quién podría negar al pueblo magiar darse a sí mismo sus propias leyes para preservar su identidad particular?

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