La migración como escape

Canarias 7, 12-04-2006


Tijuana B.C., México

En 1941 Estados Unidos abrió la frontera a millones de trabajadores agrícolas para que labraran sus campos. Esto hizo de la migración un fenómeno positivo y necesario. Veinte años después, la frontera se cierra y Tijuana se convierte en la sala de espera de migrantes de todo el mundo que intentan cumplir su sueño.

Para entender el fenómeno migratorio entre México y Estados Unidos es necesario remontarse hasta el año de 1848. Luego de una guerra de un año y medio de duración, que acabó cuando la bandera de las barras y las estrellas ondeaba en el Castillo de Chapultepec, se firmó el tratado de Guadalupe – Hidalgo, en el que México cedía más de la mitad de su territorio a su vecino del norte. Lo que hoy en día son los estados de Colorado, California, Nevada, Nuevo México y Arizona dejaron de pertenecer a la República Mexicana. Texas se había independizado diez años antes.

Sin embargo, durante años el flujo de mexicanos a esos territorios, que hasta 1848 pertenecieron a su país, fue algo normal y aceptado. En 1941, ante el desabastecimiento provocado por la Segunda Guerra Mundial, el Gobierno de Estados Unidos abrió las fronteras a millones de trabajadores agrícolas de México para que fueran a trabajar en sus campos e incrementaran su producción.

La migración era reconocida como un fenómeno positivo y necesario. Para entonces, grandes urbes como Los Ángeles, Chicago y Houston se fueron poblando de mexicanos hasta el grado de transformarse en ciudades bilingües. Sin embargo, veinte años después, cuando la economía se había restablecido y los trabajadores eran innecesarios y ya estorbaban, Estados Unidos cerró sus fronteras a la migración. Pero de eso no se enteraron en los pueblos del centro y sur de México, que siguieron expulsando migrantes año tras año. Hay pueblos y rancherías en Zacatecas, Guanajuato, Tlaxcala, Jalisco, Puebla y Guerrero que se han transformado en caseríos fantasmas donde sólo viven unas cuantas ancianas. Todos los hombres, apenas llegan a la pubertad, emprenden el éxodo hacia el norte como salmones contra corriente, desafiando todo tipo de obstáculos. Muchos mueren en el intento. Varios millones son deportados; sin embargo, otros miles logran llegar a la Tierra Prometida del McDonalds, y aunque la mayoría encuentra trabajos esclavizantes en condiciones de humillación y carencia absoluta de garantías, ganan lo suficiente para enviar remesas que se convierten en el motor de la economía de algunas ciudades e incluso estados mexicanos, como es el caso de Zacatecas, cuyas finanzas dependen en gran medida de los jornales de sus miles de migrantes.

El espejismo de esos pocos dólares y los fracasos recurrentes de los programas macroeconómicos de los gobiernos mexicanos, sean priistas o panistas, han provocado que para millones de mexicanos la única puerta abierta al futuro sea la migración al norte, aunque desde que se implementó la Operación Guardián ese éxodo signifique jugarse la vida.

Sin embargo, el fenómeno migratorio en la frontera México – Estados Unidos no se limita a mexicanos que intentan llegar al norte. Tijuana es la sala de espera por la que migrantes de todas partes del mundo intentan cumplir su sueño americano. Chinos, rusos, balcánicos, iraquíes, armenios y millones de centro y suramericanos llegan a la frontera mexicana para tratar de burlar a la Patrulla Fronteriza. Unos cuantos lo consiguen y otros pocos acaban por quedarse a vivir en la sala de espera que es Tijuana, una ciudad hecha y definida por los migrantes. Tijuana es el producto de un enorme éxodo. Aquí todos somos, de una u otra forma, migrantes. En esta ciudad, 106 millones de personas cruzan la frontera cada año. Alrededor de 28.000 habitantes de Tijuana, cruzan cada mañana a San Diego con visas de turistas para trabajar legal o ilegalmente. De igual forma, varios miles de estadounidenses cruzan cada día de San Diego a Tijuana. Muchos lo hacen para disfrutar del buen tequila, la cerveza helada y las curvas peligrosas de una bailarina en algún table dance de la Avenida Revolución. Otros tantos, para comprar una casa en Playas de Rosarito y vivir como millonarios frente a las aguas del Pacífico.

Se podría decir que en Tijuana nos hemos acostumbrado tanto a la migración que acabamos por transformarla en cliché, una suerte de postal turística, un cuadro típico que nos define. Nos hemos acostumbrado cierto y pecamos de una peligrosa indiferencia ante el fenómeno migratorio precisamente porque en Tijuana todos somos migrantes.

Escribo desde la ciudad ubicada en el punto más al norte de Latinoamérica, en la herida nunca cicatrizada que divide el continente. Estamos en Tijuana y pocas veces la historia se explica tan bien a sí misma. A unos metros, al otro lado del infranqueable abismo, ondean las barras y las estrellas. Faros, alambradas y patrullas fronterizas vigilan que miles de seres no se arrojen como pirañas sobre la piel blanca de California. De este lado, los desposeídos acechan. Y sobre la barda de lámina que divide ambas naciones, puede leerse un grafiti: «Ya cayó el Muro de Berlín. ¿Este cuándo caerá?».

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