El populismo antinmigración (también) es malo para el desarrollo

Tras el avance de la extrema derecha en 2017, diez países europeos celebran elecciones este año

El País, Gonzalo Fanjul , 03-01-2018

El año que ahora termina no podría haber traído peores noticias electorales para quienes aspiramos a una reforma radical del sistema migratorio europeo. Si en Reino Unido continuaba –con matices- la amalgama ideológica que dio lugar al Brexit, en tres bastiones del europeísmo como Francia, Países Bajos y Alemania los partidos tradicionales han decidido que el modo de vencer a la ultraderecha es parecerse algo más a ella. Tanto en Noruega como en Austria, la conformación de nuevos gobiernos solo fue posible gracias al acuerdo con partidos abiertamente xenófobos. Y en el Este de Europa una revolución conservadora de un tinte similar a la estadounidense o la británica desafía a las instituciones europeas cuestionando valores fundacionales de la UE.

En este contexto, el hecho de que los Estados miembros hayan cumplido solo un 25 % de sus compromisos de reasentamiento de refugiados es casi un milagro. Porque el tono de Europa en ese ámbito ya no lo marcan sus omisiones, sino sus acciones abiertamente hostiles en contra de quienes tratan de alcanzar nuestras fronteras.

La involución ideológica de Europa tendrá consecuencias graves, entre las que se incluyen sus políticas humanitarias y de desarrollo:
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Reducirá aún más el esfuerzo por acoger a quienes huyen de la guerra y la persecución: tras el fiasco de los dos últimos años, la Comisión Europea se apresuró a anunciar un nuevo programa de reasentamiento para 50.000 refugiados. Su credibilidad, sin embargo, está ya bajo cero y nada del nuevo contexto político forzará un cambio externo. Envalentonará a quienes están dispuestos a violar derechos humanos con tal de detener los flujos migratorios: a pesar de algunas victorias parciales –como la condena del Tribunal de Estrasburgo a España en Octubre de 2017 por realizar devoluciones en caliente en su frontera Sur-, la relación entre control migratorio y derechos humanos se ha convertido en un juego de vasos comunicantes. Ningún caso es más preocupante que el de Libia, donde se acumulan las pruebas de una carnicería de la que Europa es cómplice. Complicará la posibilidad de generar modelos de movilidad humana más beneficiosos para el desarrollo: se han gastado decenas de miles de millones en levantar barreras a la inmigración, incluyendo aquellos programas de cooperación que tratan infructuosamente de evitar que la gente busque un futuro fuera de sus países de origen. Pero cualquier otra alternativa ha sido orillada. La idea de “Organizar mejor la migración legal y promover formas bien gestionadas de movilidad” –uno de los cuatro pilares de la política migratoria europea en 2005- sería inconcebible en este momento. Quizás tan inconcebible como un Pacto Global sobre Migraciones, a pesar de lo que la UE dijera hace poco más de un año.

A lo largo de 2017 hemos aprendido que el populismo antinmigración no necesita ganar la mayoría de los votos para hacerse con el control del debate político. La contaminación de los partidos tradicionales –dispuestos ahora a discutir cuestiones que hace solo unos años hubiesen sido intolerables– es una realidad que podría haber llegado para quedarse. En 2018 otros diez países europeos celebrarán elecciones nacionales, alguno tan relevante para este debate como Italia, Hungría o Finlandia. En cada uno de estos casos existe la posibilidad de tomar la dirección equivocada y complicar aún más la posibilidad de reformar este sistema inmoral, insensato y crecientemente ilegal. Debemos ayudar a evitarlo.

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