De Skopje a A Coruña: los niños del vuelo «Torre de Hércules», 25 años después

Amar Basic y Sabrina Djogo aterrizaron con sus familias en Lavacolla para dejar atrás la guerra de Yugoslavia

La Voz de Galicia, Pablo Varela / Raquel Pérez / C.R., 07-12-2017

«No saben ni dónde se encuentran», resumía la esposa de Vlado Gudelj. Era el 1 de diciembre de 1992, y en Lavacolla, varios deportistas de la antigua Yugoslavia con hogar en Galicia abrían las puertas a 159 refugiados bosnios que huyeron de la guerra tras coger un vuelo desde el aeropuerto de Skopje. De ese segundo grupo que llegaba a tierras españolas desde el inicio del conflicto, el 60 % de los integrantes eran niños. Porque ese fue uno de los baremos que establecieron las autoridades receptoras: dar prioridad a las familias con hijos. O Carballiño, Pontevedra, Ferrol y A Coruña fueron varios de los puntos de destino. Atrás quedaban los obuses. Permanecía el miedo. Y en el futuro, la incertidumbre, porque la previsión inicial de las instituciones españolas barajaba una estancia de seis meses, en previsión de que se calmasen las aguas. No fue así, porque los combates se prolongaron hasta la rúbrica de los acuerdos de Dayton de 1995, y eso explica, en parte, que varios de aquellos pasajeros sean hoy unos coruñeses más, después de 25 años en la ciudad.Es el caso de Amar Basic y Sabrina Djogo. Ellos fueron el motivo de que, tras múltiples peripecias, los integrantes de sus familias llegasen al noroeste de la Península. Contaban con poco más de una semana el primero y seis meses de vida la segunda al desembarcar en Santiago, y eso lo cambió todo. «A finales de noviembre se cumplieron 25 años del matrimonio de mis padres. Yo ya los cumplí hace unas semanas. Pero también es el mismo tiempo que ha pasado desde que llegamos a España y nos asentamos aquí. Sé que mis padres no tenían que haber ido en ese avión. Tenían otro vuelo para antes, pero yo nací el 13 de noviembre y tuvieron que posponerlo. No sabían a dónde íbamos», detalla Amar.

Los padres de Sabrina barajaron irse a Alemania, pero la criba final fue otra: «Cuando fueron a inscribirse para partir les daban distintas opciones. Mi madre descartó Estados Unidos, porque lo consideraba un país muy alejado de sus raíces, y se decantó por España». Por lo menos, explica, «podríamos ir allí aunque fuese en coche».Como en un guiño al pasado, Amar vuelve a transitar ahora entre asientos y cabina. Trabaja como auxiliar de vuelo, y de ahí nació su interés por conocer la historia del Torre de Hércules, el avión que había partido de Macedonia. Supo cómo ocurrió todo, cómo se determinó por sorteo quiénes serían los pasajeros y, además, también descubrió que, en cooperación con la Diputación de A Coruña, cerca de otras 200 personas se habían presentado voluntarias para conformar la tripulación de la aeronave que les sacaría de allí. Lo lograron. Y en la recepción a los recién llegados, además de futbolistas como el deportivista Djukic y el propio Gudelj, había presencia religiosa. «Nada más aterrizar el avión en Santiago de Compostela ya me bautizaron. Había un cura esperándonos, es un detalle curioso», cuenta Amar con una sonrisa sincera. La memoria de Sabrina va un paso más allá, a cuando su familia tuvo que huir del asedio serbio a Gorazde tras la llegada de los militares el día 2 de mayo. «La ciudad está al este de Bosnia, en el centro de un valle», explica. Sus padres estaban esperando el momento del parto para poder marcharse y en los bosques de los alrededores merodeaban francotiradores «Cuando mi madre tuvo sus primeras contracciones tuvieron que andar dos kilómetros hasta el hospital», cuenta.

Antes, habían hallado una vía de escape a través de un tío de Sabrina, capitán del ejército bosnio. Pero el camino estaba sembrado de obstáculos. «Al ser consciente de la cercanía de las tropas serbias, avisó a mi padre para que nos sacase del país. Fue a una oficina de la Cruz Roja para registrar una petición de evacuación, pero al salir recibió una llamada urgente de mi tío. Aquella oficina era una trampa tendida por el bando contrario para registrar las identidades de las familias que querían abandonar la ciudad. No sé cómo lo hizo, pero volvió allí y convenció a los oficiales de que borrasen sus datos», detalla. Reactivaron la huida al encontrar la sede real de la Cruz Roja en la localidad. Nació Sabrina, y poco después se marcharon a Eslovenia. Y de ahí a Skopje, donde también se encontraron con otros tres miembros de su familia que volaron con ellos hacia Galicia. Nada más llegar a A Coruña los padres de Amar tuvieron claro que lo prioritario era aprender el idioma. «No sabían el tiempo que se iban a quedar», para ellos tanto podían ser unos meses «como una vida entera». Siendo él pequeño, su padre, músico de profesión, consiguió trabajo en Bosnia. Los siguientes doce años los pasaría entre uno y otro país, viendo a su familia durante los pequeños fragmentos de tiempo en los que se podía subir de nuevo a un avión para visitarlos. Su madre, enfermera, entró empleada en una clínica dental. Por eso, las primeras palabras que escuchó Amar en el idioma natal de ambos serían fuera de Galicia. Sabrina sí aprendió a hablar bosnio en casa. Menciona con cariño a todas las personas que le acogieron a ella, a su hermano y sus padres después del aterrizaje. Era consciente, como Amar, de las diferencias que separaban su infancia del resto de sus compañeros de clase. Al poco de llegar a A Coruña, en su casa se instaló una radio, con la que sus padres «trataban de ponerse en contacto cada noche con sus familiares». Sabrina no visitaba a sus abuelos, no tenía «una aldea» a la que ir los fines de semana. Tampoco Amar. Él les pedía a sus padres: «Quiero ir a la aldea». Y cuando cumplió los seis años su familia decidió cumplir su deseo. Amar explica que no tiene «dos familiares en el mismo sitio». El conflicto yugoslavo dispersó a sus miembros por distintos países. Por eso, con seis años se sintió en shock cuando pisó Bosnia por primera vez. «Pasé de ser hijo único a estar rodeado de gente, porque ese año nos reunimos unas cuarenta personas de la familia». Desde entonces trata de viajar siempre que puede. Recuerda que por aquel entonces el precio de los billetes era caro. Llegar a Bosnia podía costar a su familia entre 6.000 y 7.000 euros, pero «valía la pena».

Sabrina también recuerda con especial cariño la primera vez que pisó la tierra de sus padres. Tenía siete años. Realizaron el viaje en un viejo Talbot «sin aire acondicionado», que su madre condujo desde A Coruña hasta Gorazde, ya que su padre no tenía el carné. Ella lo había obtenido «a golpe de diccionario». Sabrina recuerda los miles de kilómetros que recorrieron como una aventura, una experiencia «que recomiendo». Tardaron casi una semana en llegar, pero saborearon el viaje, haciendo paradas y conociendo distintos rincones de Europa. Desde entonces, al igual que Amar, vuelven siempre que pueden. La guerra separó a su familia, pero para Sabrina es importante dejar el rencor a un lado. «En una entrevista que le hicieron a mi padre le preguntaban si los serbios merecían ser castigados». En ese momento Bajrudin Djogo contestó que aquella «no era la solución». Tanto para Sabrina como para su padre la solución pasaba en su momento por «castigar a las dos personas que estaban en lo alto cuando el conflicto estalló». Ella recalca la gran importancia que tiene, a día de hoy, educar a las nuevas generaciones, esas que no recuerdan el sonido de las balas, dejando el resquemor fuera de la herencia cultural. En ese desván de memorias hay más de un candado. Amar lo ve como algo lógico, porque en su entorno más cercano hubo que digerir momentos muy crudos de la guerra. «En mi casa, ese tema se toca a cuentagotas. No es cómodo para nadie, y tampoco ves el momento para sentarte con tu hijo y hacerlo», razona. Si bien reflexiona con delicadeza sobre las consecuencias de la guerra en su familia, con sus responsables se muestra contundente. Cree que las sentencias del tribunal de la Haya, como la condena a cadena perpetua del exgeneral Ratko Mladic, «llegan muy tarde». «Es muy grave, no se actuó con rapidez o firmeza», reprocha. Recuerda que en ese momento Yugoslavia «no formaba parte de la comunidad europea, pero estábamos a sus puertas». Incide Amar en que más allá de los daños materiales, el gran coste de la sociedad bosnia y, en extensión, de la yugoslava, fue el de las pérdidas humanas y precisamente de ese adiós a la alegría de lo cotidiano. Del valor en los pequeños momentos del día a día. «Allí estudiabas y, casi automáticamente, tenías trabajo. Eso se cortó con la guerra», reflexiona. Volver a Bosnia años después le ayudó a verlo con sus propios ojos, porque hay un dolor individual pero también colectivo, de ahí que las cicatrices aún no se hayan ido. «Todas las familias se quedaron sin gente, sin casas. Cuando ves que tus abuelos perdieron la suya, destruida, no tienes que decir nada».

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