CURVA A LA IZQUIERDA ALEJANDRO DE BERNARDO

Peores que lobos

El Día, ALEJANDRO DE BERNARDO, 04-12-2017

Los cuentos nos acompañan cuando somos niños, cuando somos niñas. Mi hijo aún me los pide de vez en cuando. Ahora ya no le dan miedo. Hace unos años pensé en escribir los “Cuentos sin lobo para niños miedosos”, pues tenía que cambiar el personaje en cada uno de ellos para que pegara ojo: “Los tres cerditos” su preferido, “El lobo y los siete cabritillos” o “Caperucita roja”. Casi nada…

Los cuentos van formando poco a poco nuestro imaginario sobre el mundo. Ese que compartimos y no sabemos muy bien por qué. Ese que encarna en los valores de un tiempo y un lugar y que da forma a nuestros pensamientos, a nuestros miedos, a nuestros deseos. La mayoría de nosotros cree que los hemos olvidado, pero los cuentos están pegados a nuestra piel.

La madre de Caperucita la alertó sobre los peligros de su incipiente pubertad, esa que llegaba para teñirla de rojo. Aún así, decidió no coger el camino marcado y seguir sus propios criterios. Y tal como predijera su progenitora, en el bosque estaba esperándola el engaño y la violencia de la masculinidad del lobo feroz.

En el banquillo, el lobo mira para sus abogados. Tienen muy clara la defensa. ¿Qué hacía Caperucita desobedeciendo las órdenes de la tribu y decidiendo por sí misma el camino a tomar? Es bien sabido, por tradición, que las muchachas que se fían de un lobo son esas que no saben cuidarse. Que no tienen clara la importancia de su “virtud”. Agregan, como prueba incontestable, el que quieran seguir vivas después de una violación. Después de sufrir violencia de género. Después de que su sonrisa no se les borrase con los girones de las afiladas garras del machismo.

No son los hombres, ni el amor, ni el deseo sexual los que mueven a la violencia machista y a la cultura de la violación. Se trata de tener el control, el afán por dominar. Mostrar a la manada que el lobo gana, domina, impone o atropella… Es lo que merece el reconocimiento y condecoración como macho entre el grupo de iguales. El placer está en compartir la crueldad.

Saben de qué les hablo, ¿verdad? De los cinco acusados por violar a una niña de dieciocho años en Pamplona. Me desborda la repugnancia al escuchar los mensajes que se cruzaban entre ellos. Hasta he sabido que un detective privado, contratado por el abogado de uno de los presuntos, había investigado a la víctima. Qué paradoja. La violan y la investigan, a ella, por si ha sufrido proporcionalmente al delito cometido o si su conducta anterior era susceptible de ser “provocadora”.

¿Hasta cuándo una mujer va a ser susceptible de ser maltratada, o violada, en función de su modo de vestir o de sus salidas nocturnas o de sus excesos o recatos, de sus fiestas o retiros? ¿Acaso la violación es un castigo divino a mujeres de minifalda o salida nocturna?

Muchas veces he dicho y escrito que entre todos los miserables de la tierra los más miserables son los violadores. Los detesto como no detesto a nadie. Y, si mi corazón es capaz de odiar, a estos los odio sin redención posible. Me gustaría no sentirlo así pero no puedo. No solo infligen un daño irreparable a sus víctimas, sino que las condenan a ser declaradas “bajo sospecha” de deshonra. Que consintamos este desprecio es indigno. Por mí que se pudrieran en la cárcel. Condenados a no salir jamás. Porque un violador no cambia. Nunca. Es una ley no escrita en la que creo. Y disculpen los discrepantes con mi criterio este vehemente determinismo.

Los presuntos de Pamplona, a los que acaban de juzgar, sacaban pecho con su gesta. Y de esto, desgraciadamente, apenas se habla. Yo, sin embargo, lo juzgo repulsivo: cinco hombres cercanos a la treintena disfrutan con una niña de dieciocho. Obtienen placer de este hecho nauseabundo. Lo decían en sus mensajes. Y sus amigos los jaleaban, como si fuese una gran faena abusar, ¡cinco!, de una niña de dieciocho años. Ahora dirime la Justicia si son culpables de violación. Y la niña aún debe demostrar que le dolió, que la humillaron, que mataron para siempre una parte de ella. A ellos les llaman La manada. Yo prefiero a los lobos.

Dice su abogado defensor que eran “muy buenos hijos”. Perdonen, pero le faltó la segunda parte de la frase. ¿O no?

Feliz domingo.

adebernar@yahoo.es

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