Honi soit

Puritanismo con prohibicionismo, un enlace que conduce a la parálisis (o peor)

Pensar demasiado antes de actuar no sólo conduce a la parálisis, sino que conlleva la supresión de cualquier gesto de espontaneidad

La Vanguardia, John William Wilkinson, 02-12-2017

Si antes de echarte a andar te paras a pensar en todos y cada uno de los músculos, huesos y nervios que tendrás que emplear para hacerlo; como asimismo en los pormenores del equilibro y cómo mantenerlo; o en las características de la superficie que has de atravesar; amén de los efectos de la energía cinética una vez puesta en marcha, lo más seguro es que nunca llegarás a dar ese primer paso. Pensar demasiado antes de actuar no sólo conduce a la parálisis, sino que conlleva la supresión de cualquier gesto de espontaneidad. De ahí la importancia de la buena educación, ya que libera en gran medida al que la posee del estrecho corsé de los más asfixiantes y absurdos de los convencionalismos sociales. Por ahora.

Gracias a los medios, internet y las redes sociales, ya todos somos opinadores. Y puesto que nos pasamos el día intercambiando nuestras opiniones con las de otros millones de opinadores como nosotros, es fácil que acabemos albergando la equivocada idea de que somos los beneficiarios de una absoluta libertad de expresión, como asimismo de una total ausencia de censura. Nada más lejos de la verdad. Hace ya algún tiempo que la corrección política dio el pistoletazo de salida a una nueva era regida por el puritanismo y el prohibicionismo, maridaje que, como ya ocurrió en los años treinta del último siglo, engendra gánsteres y farsantes.

Nos advirtió de ello hace más de tres lustros Ignacio Ramonet, director de Le Monde Diplomatique (1990 – 2008) y cofundador en el 2001 de Media Watch Global, al afirmar que el exceso de información al que estamos expuestos “nos contamina el celebro, manipula, intoxica, intenta instalar en nuestro inconsciente ideas que no son las nuestras”. En vista de la oleada de las fake news que ahora nos invade o de la manipulación política a la que hemos sido víctimas, habría que concederle la razón al señor Ramonet.

Hace ya más de medio siglo, Marshall McLuhan, además de acuñar el término ‘aldea global’, nos regaló la frase ‘el medio es el mensaje’, y este pensador canadiense sigue más vigente que nunca. Por otro lado, es dudoso que pudiera haber imaginado o acaso concebido la actual proliferación de las ‘fake news’, por no hablar de la fuerza siempre al alza de la invasión de la corrección política en el lenguaje, pensamiento y comportamiento de la clase política de acá y acullá.

Pero la corrección política no sólo lacra el lenguaje de los políticos, puesto que sus tentáculos se extienden hasta enredarse en la literatura, el cine, el teatro, la prensa y así hasta la educación de nuestro hijos. A modo de ejemplo, algunas escuelas en EE.UU. acaban de sacar del currículo de estudios “Matar un ruiseñor” (1960), la novela de Harper Lee que fue llevada a la gran pantalla en 1962 con un inolvidable Gregory Peck encarnando a Atticus Finch, el abogado antirracista que se atrevió a defender la inocencia de un negro falsamente acusado de haber violado a una joven blanca.

Pues bien, según el director de una de estas escuelas del estado de Misisipí, la razón por la que dicha novela de Harper Lee no es adecuada para sus pupilos es que contiene “lenguaje que incomoda a la gente”. Se refiere al habla racista de algunos de los personajes, que no hace sino reproducir fielmente cómo se las gastaban en los años 30 en un pueblo rural sureño, sin por ello en nada justificarlo. Vayan a saber qué diría este quisquilloso director de, digamos, “La familia de Pascual Duarte” o “Los santos inocentes”.

Lo que pasa es que prohibir por las buenas no necesariamente equivale a erradicar o hacer que desparezca lo que se pretende prohibir, sino más bien tan sólo soterrarlo algún tiempo, hasta que vuelva a la superficie o que continúe operando incluso con mayor fuerza en el inconsciente de las personas. Esto ya se había intentado con “Huckelberry Finn” o las novelas de William Faulkner y, ya puestos, “Otelo” o el “Quijote”. Sobra gente que se dedica a reescribir la historia a su antojo, prostituir el lenguaje y la lengua, o a prohibir cualquier expresión cultural de la que desaprueba.

Otro aspecto del problema que presentan las obras mentadas es que incurren en lo que se denomina “apropiación cultural”. Es decir: ningún miembro de un determinado grupo étnico tiene derecho a apropiarse de las manifestaciones culturales, lingüísticas o sociales de otro. Si es usted un blanco como Mark Twain, absténgase de escribir sobre los negros. Y esto también invalida que un escritor pueda crear un personaje femenino, o una escritora otro masculino. Que nadie salga de su propio gueto, vaya.

Seguir estas pautas a la hora de crear o incluso tan sólo abrir la boca, conduce a la parálisis, que es lo que hace tiempo viene minando el discurso político, cultural y educativo, amén de dar alas a populistas bocazas tipo Trump. Cada vez que éste insulta a una minoría o a los inmigrantes, lo hace en nombre de los millones de americanos que no pueden decirlo pero que piensan igual que él.

Y en éstas estalló el caso Weinstein, que, si bien comenzó en la industria del cine, poco ha tardado en extenderse a la edición, el periodismo y, cómo no, a la política. La actual oleada de denuncias tiene todas las de convertirse en un verdadero tsunami. Lo malo es que las legitimas denuncias de abusos, que seguramente son tan cuantiosas como justificadas (las denuncias), por no decir loables, valientes y necesarias, por fuerza tendrán que ir de la mano de mogollón de falsas acusaciones puestas en circulación a fin de calumniar a personas inocentes, al igual que le pasó al negro –sí, era negro y a mucha honra – de “Matar a un ruiseñor”.

Disfrazado en muchos casos de feminista, el nuevo puritanismo avanza a marchas forzadas. Y aliado con su socio prohibicionista, forman una pareja de juego cuasi imbatible. Su éxito se basa en mantener la tensión al máximo en todo momento, en no dejar pasar ni una y en señalar con el dedo a los infelices infractores de las severas regalas impuestas por esta inquisición laica.

Allá por los años ochenta del último siglo, correteaba por una playa catalana levantado arena a su paso un niño de corta edad. Al pasar el muchacho casi pisando a un hombre que se hallaba tumbado sobre su toalla tomando el sol, le cubrió la cara de arena. La reacción de éste fue inmediata. Se incorporó cual resorte, escupió tierra y aunque no podía ver bien quién había sido debido a que aún estaba cegado por la avalancha de arena que le acababa de caer encima, espetó esto al chaval:

- “¡Me cago en tu padre!”

Al que le contestó amenazante con cara de pocos amigos y voz grave el hombre forzudo que estaba tumbado a su lado:

- Yo soy su padre.

El agredido veraneante, que seguía escupiendo arena, tan sólo acertó agregar esta maravillosa explicación:

- Es que ha sido espontáneo, eh… ha sido espontáneo…

Los dos hombres acabaron riéndose de buena gana de sí mismos y el chaval aprendió de paso una lección de civismo. Habrá que recuperar como sea esa espontaneidad nada calvinista que, en vez de conducirnos hacia la parálisis y el calculado odio e insulto al ‘otro’, nos devuelva la alegría de vivir y nos brinde la libertad que nos permita expresarnos abiertamente sin ánimo de ofender a nadie.

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