La inmigración implacable

El Correo, 04-04-2006

Chocan la facilidad con que se cruza la frontera hacia el estado mexicano de Baja California y los avisos sobre los comparativamente drásticos trámites aduaneros y de inmigración que le esperan al viajero al retornar al norte. Pareciera que México hiciera regalos a los visitantes en la frontera, mientras en la aduana norteamericana se impone un peaje humano y documental. Las ventajas de NAFTA solamente benefician a los estadounidenses y canadienses, y a un número aparentemente elevado de países europeos, pero con un alto precio discriminatorio para los mexicanos que no tengan su documentación de residencia en regla en Estados Unidos.

Los controles fronterizos impuestos por Washington y los planes de restricción de la inmigración reflejan la importancia que para la seguridad nacional de Estados Unidos comienza a tener el espinoso tema inmigratorio. La espectacularidad de la inmigración hispana de las últimas décadas ha incidido ya en la psique política y social de EE UU no solamente por la contundencia de su volumen, sino por su origen, identificado sobre todo en México. Además, viene aderezada por la aparente tenacidad con que los nuevos residentes, legales e indocumentados, persisten en compatibilizar su inserción en la cultura norteamericana y conservar sus rasgos culturales y lingüísticos.

Ayudados por la globalización y las fluidas comunicaciones (que les proporcionan emisoras de radio y televisión como si estuvieran en México), los hispanos en Estados Unidos ‘violan’ de esta manera el contrato social de los precedentes migratorios. Para escándalo y terror de los que consideran que amenazan con subvertir la fibra romántica e identitaria que atribuye a una raíz angloprotestante la marca de fábrica del producto genuinamente ‘made in USA’, tozudamente se resisten a renunciar al pasado, al que curiosamente (como toda emigración) se endulza y se pinta con nostalgia del que ‘todo tiempo pasado fue mejor’ (lo que no es cierto).

El reto inmigratorio presenta signos de supervivencia durante decenios. Disfruta de una fuerza demográfica imparable y está propulsado por el propio ‘sueño americano’ que los que ahora se resisten se encargaron antaño de alimentar. De ahí que las autoridades de Estados Unidos procedan a un guión apenas aprobado por el Senado, inspirado por algunos congresistas liberales como Kennedy, que en su esencia responde a algunas de las exigencias que las autoridades mexicanas vienen haciendo desde principios del presente siglo.

Se basaba, en primer lugar, en la aceptación de tantos trabajadores temporales como los indocumentados que cada año conseguían cruzar la frontera (unos 400.000). Continuaba con el ordenado proceso a la residencia y la ciudadanía de los que ya están asentados en la sociedad estadounidense. Se reforzaba con un aumento del número de visados que actualmente México ya tiene garantizados. A cambio, el Gobierno mexicano se comprometía a asegurar su propia frontera y a limitar la acción ilegal de ‘coyotes’, traficantes de carga humana.

Aparte de que el ‘perdón’ de los indocumentados fuera discriminatorio con los que ingresan legalmente, el raciocinio del plan y la fuerza de su argumento numérico, convirtiendo el ‘problema’ en irresuelto si no se encaran planes innovadores, el obstáculo más impotente seguían siendo el de una seria política de ayuda exterior, provista de fondos ‘estructurales’ al modo de la UE para contribuir a disminuir la grieta actual. La lógica imperante sigue siendo la inserción de industrias de manufacturas (‘maquiladoras’) en la frontera, que solamente sirven de imán para que los que allí se instalan decidan pasar al otro lado, sin que se produzca de verdad una inversión y la creación de puestos de trabajo estables.

Pero, de momento, no hay consenso para ejecutar tal plan global. Por un lado, numerosos sectores consideran que la legalización es una amnistía encubierta que incentiva a los que violaron las leyes inmigratorias. Humilla paradójicamente a los que pudorosamente se pusieron a la cola y solicitaron los ansiados visados.

Además, la perspectiva de transferencia de cuantiosas sumas destinadas a sacar del subdesarrollo a zonas amplias del sur para evitar que de allí salga más emigración ilegal es una política ajena a los esquemas mentales de Washington. Tiene un aire demasiado afín al proceso europeo y ejecutarla en plena América sería reconocer la superioridad del modelo de la Unión Europea, algo que la élite norteamericana no está dispuesta a aceptar. Sin instituciones comunes ni soberanía compartida, NAFTA simplemente se ha quedado en lo que era al nacer: un tratado de librecomercio, que aparentemente invita más al sueño americano, identificado con la emigración hacia el norte.

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