Inmigración, una apuesta de futuro

El Correo, 02-04-2006

España ha sido históricamente tierra de emigrantes. En el siglo XIX nuestros abuelos se encaminaban hacia América en busca de El Dorado. Más tarde, tras la Segunda Guerra Mundial, surtieron de obreros y servicio doméstico a una Europa en pleno desarrollo. Era la época en que Alfredo Landa encarnaba en el cine los sueños y frustraciones de un país pobre y agrario. Cuarenta años después, la mejora de nuestro nivel de vida ha hecho que España haya pasado de exportar a importar mano de obra. El cambio ha sido tan brusco que hoy somos uno de los países europeos con mayor porcentaje de extranjeros: alrededor del 9% de la población, unos cuatro millones. Nuestra falta de experiencia ha provocado que el fenómeno se dramatice, hasta el punto de que según la última encuesta del CIS la inmigración constituye el segundo problema nacional, sólo por detrás del desempleo.

Nuestros inmigrantes son extraordinariamente heterogéneos. Pertenecen a más de treinta nacionalidades, originarias de ámbitos culturales y lingüísticos muy diversos. Los más numerosos son los latinoamericanos, y los que despiertan más reticencias los marroquíes. La mayoría de ellos inician su andadura en ese 20% del PIB que representa la economía sumergida, a la espera de que una futura regularización les dote de ‘papeles’. Su tendencia a prestarse apoyo mutuo hace que sus emplazamientos se concentren en el territorio, lo cual está dando lugar a mapas étnicos regionales. Así, mientras los jubilados europeos optan por la costa mediterránea y los dos archipiélagos; magrebíes, subsaharianos y latinoamericanos se inclinan por las grandes urbes de Cataluña y Madrid. De esta forma, la exclusión social y la delincuencia comienzan a aflorar de manera incipiente en algunos barrios periféricos.

La afluencia de inmigrantes ha conseguido dinamizar una evolución demográfica que, tras la caída de la tasa de natalidad en los años 70, parecía abocada a la recesión. En el último lustro los ‘otros’ han aportado alrededor del 90% del incremento de la población. También se nota su huella en el aumento de la chiquillería, que en estas primeras etapas de asentamiento descansa más en el reagrupamiento familiar que en los nacimientos. Según las proyecciones realizadas por el Instituto Nacional de Estadística (INE), nuestra dependencia de la savia migratoria continuará en el futuro. Si se cumplen, a la altura del año 2050 la sociedad española habrá sufrido un vuelco espectacular: un tercio de sus habitantes provendrán de la inmigración. Pero ni siquiera así podremos evitar, aunque sí paliar, nuestro inexorable envejecimiento: en 2050 el porcentaje de personas de 65 y más años será el doble del actual.

Así pues, la inmigración no es ninguna panacea: la viabilidad a largo plazo del sistema de pensiones sigue sin estar resuelta. Ni siquiera está claro el signo de su balance fiscal, ya que por lo general sus impuestos no cubren el coste de determinados bienes públicos. Además, aquéllos que se han inscrito en el padrón municipal, aunque sean fiscalmente opacos, tienen derecho a disfrutar de los mismos. Los estudios realizados en otros países tampoco aportan demasiada luz, sus resultados dependen, entre otros parámetros, del nivel de cualificación de los inmigrantes y de su grado de integración social. En España es posible que su balance con la Administración central sea positivo, ya que la Seguridad Social no está transferida. Pero es muy dudoso que ocurra lo mismo en el caso de las autonomías, que sí tienen transferidas las competencias en sanidad y educación.

Más clara ha sido su aportación al funcionamiento del mercado de trabajo, facilitando la movilidad y elevando la tasa de empleo. Los inmigrantes han cubierto la demanda de sectores desdeñados por los españoles a medida que mejoraba su nivel educativo (agricultura, servicio doméstico, hostelería). Su contribución al crecimiento del PIB ha sido positiva, pero inferior a la que cabría esperar. Esto se debe a que su productividad es escasa, ya que la mayoría ocupa puestos de baja cualificación. Hay, sin embargo, motivos para el optimismo, ya que la experiencia demuestra que la acumulación de capital humano en ese colectivo está estrechamente ligada al éxito alcanzado en su integración. El mayor peligro en la actualidad es que un cambio de ciclo arrastre al paro a este ‘ejército de reserva’ – en torno al 60% tienen contratos temporales – , frustrando así esa anhelada integración.

España necesita a los inmigrantes, pero es una apuesta no exenta de riesgos. La demanda laboral puede verse desbordada por esa incesante oferta. Su diversidad dificulta la integración en un país aquejado de una incurable «esquizofrenia de identidades». La ausencia de una auténtica política migratoria nos ha llevado a una sucesión incontinente de leyes de extranjería y de regularizaciones (siempre la última). Ha llegado el momento de que, además de la gestión de los flujos, nos preocupemos por instaurar una pedagogía positiva de la inmigración. Tenemos que abrir el debate sobre los derechos políticos de los extranjeros, tal y como ha hecho recientemente el Congreso con vistas a las elecciones municipales de 2007. Es preciso establecer otros requisitos además de la nacionalidad para convertir en ciudadanos a los ‘no españoles’. Y debemos hacerlo por consenso, como corresponde a una sociedad madura, sin perjuicios ni demagogias.

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