La exposición que Trump no querría ver

La Vanguardia, Andy Robinson, 22-02-2017

Frida Kahlo, luciendo un vestido rosa y fumando un cigarro, tiene un pie en Estados Unidos y otro en México. Por el lado estadounidense se perfilan las humeantes chimeneas de Detroit, las máquinas del fordismo convertidas en robots de guerra, los rascacielos ostentosos de Wall Street y los focos de vigilancia de un capitalismo deshumanizado. En el otro, las ruinas de las sociedades precolombinas mesoamericanas, y una naturaleza exuberante cuyas raíces penetran profundamente en la tierra como los cables eléctricos de Marconi en el vecino del norte.


Es el cuadro Retrato en la frontera entre EE.UU. y México, de 1932, una de las piezas más comentadas de la exposición Pintar la revolución, que acaba de abrir en el Museo del Palacio de Bellas artes en Ciudad de México tres meses después de inaugurarse en el Museo de Arte de Filadelfia. Kahlo firma patrióticamente “Carmen Rivera” y lleva en su mano la bandera mexicana mientras la insignia estadounidense se desvanece en la humareda industrial. Pero da la impresión de que la pintora, ya icónica, busca un término medio entre las ruinas mexicanas y la edad de la máquina estadounidense.


Esta imagen de una frontera y dos mundos aparte pero al mismo tiempo inseparables parece más relevante que nunca en estos momentos de enfrentamiento entre EE.UU. y México, al igual que muchas de las otras obras de la exposición. Sobre todo las de los grandes muralistas Diego Rivera, José Orozco y David Siqueiros, que mantuvieron una relación amor – odio con Estados Unidos, el enemigo y, a la vez, el patrón mecenas. Los murales de Orozco en Dartmouth College (Nuevo Hampshire) y de Rivera en la sede de la Secretaría de Educación de México, están representadas en vídeos de gran formato al igual que en Filadelfia, pero en Bellas Artes el público puede subir a la tercera planta y ver los auténticos murales, espectaculares representaciones de guerra, capitalismo y revolución de los tres grandes (así como otros muralistas, como Rufino Tamayo). En el caso de Rivera, el fresco es una versión ligeramente modificada del mural del centro Rockefeller que el magnate petrolero estadounidense encargó y luego destruyó debido a su contenido bolchevique.


Las resonancias históricas son impactantes. Los comisarios –dos estadounidenses, dos mexicanos– reivindican la binacionalidad de la exposición, que incluye obras procedentes de colecciones en ambos países y la contraponen a la retórica polarizante y antimexicana de Donald Trump. “La exposición se inauguró en Filadelfia la misma noche de octubre del último debate televisivo de la campaña electoral (entre Trump y Clinton); pensábamos que sería importante dar un mensaje sobre la relación histórica entre México y EE.UU. y destacar el espíritu de colaboración e intercambio”, dijo Dafne Cruz Porchini, una de las comisarias mexicanas, en una entrevista mantenida en Ciudad de México. “El cuadro de Frida Kahlo de la frontera es muy importante porque, frente a ese discurso político sobre el muro, queríamos enfatizar la dualidad, la historia antigua de los ídolos por el lado de México y su visión más crítica respecto a EE.UU.”. Otro cuadro de Kahlo es una visión satírica de Nueva York. Al visitante de la exposición sólo le falta preguntarse cómo habría representado Kahlo la torre Trump o si Rivera –simpatizante de Trotski que aceptaba cualquier encargo siempre que le dejaran plena libertad artística– habría aceptado un encargo de pintar sobre la gran muralla fronteriza que pretende construir el presidente inmobiliario.


Lo que más impacta tras una visita a la exposición es que es imposible entender el México del siglo XX sin referencia a EE.UU. y viceversa. Las narrativas nacionalistas de cada país dependen simbióticamente del otro. Si las visiones heroicas de los obreros de Detroit en los murales de Rivera fueron incorporados al imaginario obrerista del new deal (y que aún perdura en la nostalgia amarga del votante de Trump de cuello azul y cinturón oxidado), la visión romántica de la revolución mexicana tenía mucho que ver con intelectuales y artistas de la izquierda estadounidense como John Dos Passos, que acuño el término “Paint the revolution” en un artículo que escribió en 1927 en la revista New Masses durante una visita a México en la que elogió el muralismo, que consideraba un medio de comunicación imprescindible para una revolución cuyos protagonistas eran, en su gran mayoría, analfabetos. Asimismo muchos de los artistas mexicanos incluidos en la exposición, como Miguel Covarrubias y Alfredo Ramos Martínez fueron a vivir a EE.UU. y ayudaron desde Nueva York y California a crear una nueva imagen de México. Ramos Martínez pintaba imágenes románticas de los revolucionarios de Emiliano Zapata. Covarrubias logró ser dibujante de Vanity Fair.


Mientras tanto Siqueiros visitaba Nueva York tras hacerse amigo de Gershwin, a quien pintó en pleno recital en un extraño cuadro que se incluye en la exposición. Orozco, por su parte, vivió en Nueva York e hizo un mural que elogia las revoluciones rusa y mexicana que aún puede verse en el New School, un mecenas más tolerante que Rockefeller con los retratos de Lenin. En algunos años de la década de los treinta todos esos artistas revolucionarios mexicanos coincidieron en la ciudad e inspiraron a los artistas de los programas de arte público del new deal de Roosevelt, entre ellos Jackson Pollock, que aprendió de ellos que el tamaño sí importa. Hoy cabe preguntarse: si el actual presidente hubiera ocupado la Casa Blanca en aquel momento, ¿les habría retirado el visado?.

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