Frente a los discursos del odio, el rigor de palabra

En el seno de la sociedad de la posverdad, en la que la deriva del fascismo va calando y hasta imponiéndose, la palabra es más poderosa que nunca: nombrar a las cosas por su nombre hoy puede ser revolucionario

El Diario, Yolanda Polo / Jesús Barcos, 07-02-2017

Los discursos del odio comienzan a instaurarse en las instituciones. La llegada al poder de Trump ha desenmascarado sin pudor la construcción de una legalidad al servicio de la persecución y criminalización del otro. No es que otros dirigentes políticos no lo hubieran hecho de alguna manera antes –la construcción de muros y vallas, la expulsión de personas en nuestras fronteras o las detenciones arbitrarias son norma en muchos de nuestros países–. Lo que ha hecho Trump es inaugurar un nuevo ciclo mundial en el que un relato ultra pretende erigirse.

Ciertos medios de comunicación no son ajenos a ello. Asistimos a una enorme profusión de noticias e informaciones tendenciosas que explican el mundo desde ópticas tan simplistas como peligrosas. De la simplificación del mundo a la exclusión y criminalización de los otros hay un paso; una línea muy fina que lleva a lo que Hannah Arendt denominaba la “banalización del mal”.

En la época de la posverdad –o de las mentiras vendidas como verdades– se confunde la ficción con la realidad; se moldean informaciones con el fin de justificar lo injustificable. Y así el diablo nace en lo cotidiano. Las falsas interpretaciones van calando, cual lluvia fina que empapa hasta los huesos, engordando a la bestia de la xenofobia y el racismo sin que apenas se perciba. Y, como quien no quiere la cosa, terminamos banalizando hasta lo más terrible e inhumano.

Se banaliza también cuando se otorgan premios a quienes, de una u otra forma, alientan, disculpan o alimentan actitudes xenófobas. Recientemente, la Agencia Efe y la Agencia de Cooperación para el Desarrollo han galardonado a Arturo Pérez Reverte por un texto en el que habla a la población refugiada como “la vanguardia de los modernos bárbaros –en el sentido histórico de la palabra”. Hay artículos que no merecen ningún reconocimiento por muy bien escritos que estén. Mucho menos si ese galardón proviene de una Agencia pública que trabaja por el Desarrollo, en un contexto como el actual, en el que los discursos del odio aumentan preocupantemente.

Pérez-Reverte, que publicó el artículo hace más de un año, echó mano de su oficio para envolver narrativamente un pensamiento apocalíptico cuando no agresivo, como su idea del vigor. El académico caía en el determinismo, y mostraba una visión idealizada de Europa, con sesgo elitista y tintes demagógicos. Al hacerlo, cometía indirectamente un error que él mismo había criticado hace una década: “Juzgar el pasado con ojos del presente”, y obviaba la influencia de Estados Unidos en el devenir cultural de nuestro continente.

Como tantos otros, Pérez-Reverte desenfocaba el marco. No se trata de una cuestión de compasión ante las personas que buscan refugio, alteridad que Pérez-Reverte encuentra además excesiva. Ni de reconocimiento a que quienes huyen están en “su derecho” de hacerlo, como sí admite el articulista. Es algo más profundo, y por ello universal. Les ampara, nos ampara, el derecho al refugio. En primera persona del plural.

“No hay forma de parar la Historia”

Pérez-Reverte se acogía a la existencia de un bienestar limitado que tocaría distribuir. Lo que no denunciaba es que ya está mal repartido, ni hacía mención alguna al neocolonialismo existente y heredado, aunque sí a la idea de imperio, cuyas dinámicas históricas, por cierto, han tendido a la expansión y apropiación de riquezas ajenas. En cambio acertaba al afirmar que “no hay forma de parar la Historia”. Porque esa historia es también la del avance de los derechos humanos, que exigimos y construimos a diario desde muchos rincones del planeta. Una cultura democrática que, lejos de llevarnos a la decadencia, nos conecta con lo mejor de nuestra Historia, al poner coto a espirales endiabladas de egoísmo, odio y brutalidad. Un camino constante que requiere más que mansedumbre mucho valor y perseverancia.

Decía Camus que hay épocas en la que cualquier indiferencia es criminal. Esta es una de ellas. En el seno de la sociedad de la posverdad, en la que la deriva del fascismo va calando y hasta imponiéndose, la palabra es más poderosa que nunca. Nombrar a las cosas por su nombre hoy puede ser revolucionario. Las personas que huyen de la guerra y la miseria lo hacen porque no tienen otra opción. El viaje que emprenden, casi a ciegas, “empieza el día que no pueden ejercer ningún control sobre sus condiciones de vida porque alguien está tomando las decisiones en su nombre”. Contar su historia parcial y tendenciosamente nos hace cómplices con las medidas que, en lugar de garantizar sus derechos, los criminalizan. Contar su historia desde su inicio es determinante para comprender y, por tanto, actuar desde el humanismo.

Si queremos derrumbar leyes que violan derechos humanos, hemos de apostar por discursos que desenmascaren a las narrativas dominantes y acabar con los reconocimientos públicos de quienes azuzan el miedo y el odio a las otras personas. Decía Einstein –refugiado judío en Estados Unidos–, que “el mundo es un lugar peligroso, no por causa de quienes hacen el mal, sino por quienes que no hacen nada por evitarlo”. Tengámoslo presente.

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