Así es la nueva vida de Osman, el niño refugiado afgano que conmovió a España

La Vanguardia, Raquel Andrés Durà, 07-02-2017

Hace nueve meses un niño llamado Osman copó los medios de comunicación. Con parálisis cerebral y muy débil, su imagen llegando a Valencia en una camilla apareció en todos los diarios y televisiones de ámbito nacional. Procedentes de Afganistán, pasaron por Turquía, por un naufragio en barco y por el campo de refugiados de Idomeni, en Grecia. Hasta que Bomberos en Acción inició una campaña de presión que acabó llevando a toda la familia al Centro de Acogida a Refugiados (CAR) de Mislata (València). ¿Qué es hoy de sus vidas, casi un año después?

Osman es el pequeño de la familia, tiene 8 años, y todavía hay quien los para por la calle porque se acuerda de su caso. Sus hermanos Jamil (10 años) y Monir (9 años) nos reciben eufóricos en el CAR donde residen ataviados con sendas camisetas del Atlético de Madrid. Les encanta el fútbol, es su pasión. Pese al equipaje rojiblanco, el mayor confiesa que es del Barça, y el mediano, del Real Madrid. De mayores quieren ser Messi y Cristiano Ronaldo, respectivamente. Pero también bomberos. Toda la familia destila amor, agradecimiento y admiración hacia ese colectivo que les salvó del infierno.

Cuando hacemos la entrevista es, precisamente, el cumpleaños de Jamil. Se enteró ese mismo día porque los maestros sacaron una tarta en el colegio para celebrarlo. Su hermano pequeño, Monir, sigue sin saber cuándo es su cumpleaños. Un detalle tan importante en la vida de cualquier niño, a ellos no parece quitarles el sueño.

Jamil y Monir no paran de sonreír; son alegres y nerviosos. Son niños. Hablan mucho; a veces da la sensación de que incluso más rápido de lo que piensan. Estos nueve meses les ha valido para hacer de intérpretes con sus padres en la entrevista que mantenemos con la familia. Están contentos y no parece que vayan a tener demasiados problemas de integración si la administración les concede el asilo. Juegan en el parque con otros chavales de su edad, algunos también refugiados, y otros hijos de valencianos, extremeños o catalanes. Ellos no entienden de procedencias. Sí de pesadillas: su padre, Ata, nos confiesa que Monir todavía grita muchas noches porque sigue recordando el naufragio del barco en el que “tragó mucha agua helada”.

Ata es el otro conocido de la familia: cuando llegaron a Valencia, es quien dio la cara en la rueda de prensa ofrecida en el Hospital La Fe, donde Osman recibe su tratamiento médico. En aquel entonces ya destacó por sus exuberantes muestras de agradecimiento. Continúa igual: nos saluda con una sonrisa sincera, amplia y bondadosa mientras se lleva las dos manos al corazón, como hacía hace nueve meses ante decenas de periodistas.


Ata todavía tiene muchas dificultades comunicativas, pero al menos ya ha encontrado unas ‘prácticas’ que le pueden dar trabajo en el futuro e involucrarse en un entorno castellanohablante: está como “becario” en un taller de Valencia restaurando manualmente la tapicería de coches de alta gama. La formación la paga el CAR a cambio del compromiso del empresario de contratarlo si cumple con las expectativas. El director del centro, Felipe Perales, cuenta que no fue fácil encontrarle un trabajo como tapicero (trabajo que ha desarrollado durante 25 años en su país), ya que hoy en día las tapicerías de los coches nuevos se importan.


La mujer, Palusa, es la que tiene más obstáculos a la hora de relacionarse. Apenas habla unas pocas palabras en castellano. Lo está estudiando en unas clases que ofrecen en el CAR, pero tiene pocas oportunidades de relacionarse con los autóctonos: dice que no trabaja (ni busca trabajo) porque ocuparse del pequeño Osman ya es una jornada a tiempo completo y les bastaría con un salario (el que esperan que consiga Ata). Dice que Osman cuenta como “tres hijos”; eso hace que su vida gire en torno él y no salga del centro más que para acompañarlo a la parada del autobús desde donde lo llevan a un centro de educación especial… y poco más. Sus hermanos van solos al Colegio Santa Cruz, a solo 300 metros del centro, a 3º y 4º de Primaria.


La vida de la familia es mucho mejor que la de hace nueve meses y los niños están entusiasmados. En cambio, la integración de los adultos es muy diferente. Ata dice enérgico que quiere “hablar, hablar y hablar español”, pero que no encuentra “a mucha gente con la que practicar”. Cuenta que en el centro de refugiados todos están “enganchados con los móviles” y que ahí no puede hablarlo. Quiere dominar el castellano porque lo ve como un valor seguro para encontrar trabajo. Palusa lo tiene más complicado por su vida más sedentaria; se nota que quiere hablar, pero apenas puede pronunciar algunas palabras sueltas en castellano. Los fines de semana también los pasan en el CAR. Los niños admiten que salen “poco” y que solo han visto la playa cuando alguna vez los han llevado de excursión a Valencia. La madre señala a Osman, en su silla de ruedas, como uno de los motivos que les impide hacer más cosas.


Dicen que tienen “muchos amigos, unos 30 o 40”, pero todos están en Madrid o en Barcelona. Se refieren a los bomberos con los que estrecharon lazos; en Valencia no conocen (todavía) a nadie. Cuando llegaron, Ata dijo en rueda de prensa que querían irse a vivir a Londres, donde tienen familiares. Cuando les preguntamos ahora por esa opción, los niños rápidamente gritan: “¡Valencia!”. No quieren irse.


El director Felipe Perales explica que actualmente viven en el CAR unas 160 personas de diferentes procedencias. Dice que son un reflejo de lo que ven en las noticias: “Cuando pasa un conflicto internacional, en unos dos meses ya tenemos a personas llegando”. Aunque les dan de comer en el centro, a todas las familias les dan una ayuda que varía en función de sus miembros. Los refugiados permanecen en el CAR hasta que el Gobierno central les concede el asilo; entonces, deben “buscarse la vida como cualquier otra persona”: alquilar un piso y buscar trabajo, tareas en las que les ayudan los trabajadores del centro.


Mientras esperan la llegada de las buenas noticias, se les prepara para su futura integración en la sociedad a través de formación. Los refugiados reciben en primer lugar clases de castellano (que si ya lo dominan, pasan al siguiente paso); después hacen informática, y por último, estudian formación ocupacional. Con los niños existe una ‘cláusula’ especial: se les paga la guardería a cambio de que sus madres vayan a clase. Perales revela que descubrieron que, por motivos culturales, muchas quedaban recluidas en sus habitaciones. “Si tienen que ir a clase por sus hijos, sí lo hacen. Algunas no bajaban ni a comer, el marido les subía la comida. Les decimos que aquí no funcionan las cosas así.”, explica.


Los refugiados, lógicamente, tienen total libertad para entrar y salir del centro. Dentro no está permitido hacer fotos por motivos obvios: algunos son refugiados políticos y por seguridad deben mantener el anonimato. Sobre la aceptación en el barrio de estas personas que esperan que el gobierno les de una oportunidad, Perales explica que los recelos iniciales se solucionaron haciendo las compras del comedor y otros materiales en el comercio de proximidad. Así el centro se ha convertido en un motor intercultural, pero también económico de Mislata.


En un momento de la entrevista, Palusa comienza a distraer a Osman colocándole su móvil delante de la cara. Luego nos contaría que se estaba poniendo nervioso al ver dos teléfonos encima de la mesa (grabando la conversación): al parecer él solo lo usa como “espejo”, para verse a través de la cámara de fotos y no comprendía qué hacían los dispositivos estáticos. La madre asegura que al pequeño le “tranquiliza” la música afgana, seguramente por ser el recuerdo de su infancia feliz – o al menos en un entorno ‘normal’ – en su hogar, en su país y con sus amigos y familiares.


Cuando salimos a dar un paseo para hacer las fotos, los niños emanan más energía que nunca. Casualmente encuentran un balón en la cancha y comienzan a jugar. Terminada la sesión de fotos, el padre les recuerda que tienen que ir al colegio y los acompañamos. Por el camino el pequeño Jamil nos cuenta, entusiasmado, que los Reyes Magos le han traído un patinete y que tiene camisetas de “muchos” equipos de fútbol, también del Barça y del Madrid y de selecciones como España o Brasil. También comienzan a debatir sobre la calamitosa situación del Valencia CF y comentan al detalle todas las jugadas y resultados de los últimos partidos – Ata, el padre, también interviene en la animada conversación – . Por si acaso no acaban siendo futbolistas (como sueñan), siempre les quedará la informática, su asignatura favorita en el colegio.


Cuando entran a clase, acompañamos de vuelta al centro a Ata, Palusa y Osman. Entonces el padre nos explica su visión de las cosas, muy sesgada por lo que ha vivido: “En Afganistán, todo el mundo trabaja para ganar dinero y quedárselo. En España, la gente trabaja para ayudar y para donar dinero”. Cuando se le intenta explicar que tampoco todo el mundo es así, lo niega con rotundidad: “Aquí la gente es muy buena”. Sobre la posibilidad de volver algún día a su país, no se lo plantea. Como mucho, dice, sería iría de visita, pero no para vivir.


También habla del infierno de las personas que huyen de la guerra, que ha vivido en primera persona y que ahora ve por la tele. Se le encoge el corazón cuando ve en la pantalla las personas que han muerto por el frío en sus frágiles tiendas de campaña. Él es uno de los afortunados que pudo salir de Idomeni, pero es consciente de que podría seguir siendo cualquiera de los que siguen encerrados tras las vallas de los campos. No lo olvida.


Cuando se despide, Ata y Palusa dicen que les hubiera gustado que nos quedáramos “dos noches” en su casa como agradecimiento. “Aquí – dice Ata señalando el centro y encogiéndose de hombros – no puedo”. Sueña con tener una casa lo suficientemente grande como para poder invitar a todas las personas que le han ido ayudando.

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