«En Francia, practicar el islam está mal visto»

Muchas jóvenes nacidas en Francia, nietas de inmigrantes, hallan refugio en la religión

El Mundo, MARÍA D. VALDERRAMA PARÍS, 17-11-2015

Meyriam prepara la cena para sus primas y su abuela, que vienen a casa. La familia de Meyriam lleva en Francia desde los años 50. Sus abuelos llegaron de Argelia y tanto Meyriam como sus padres nacieron ya en Créteil, donde han vivido desde entonces. La ciudad tiene casi 90.000 habitantes, de los que se calcula que un tercio son musulmanes y otro judíos. A sus 21 años, Meyriam es responsable de una tienda de ropa en el centro de París y ayuda mensualmente a su madre, en paro, a pagar el piso donde viven ella, sus hermanas, su madre y su nuevo novio, «un francés, francés», según cuenta ella misma. Sus padres llevan varios años divorciados.

Meyriam es francesa. No solo lo dice su carné de identidad, ella misma se siente así. Aun así, habla de Argelia como el que habla del pueblo al que vuelve en vacaciones. En su caso, hace ya años que no lo visita pero sigue mentándolo con frecuencia como «mi país». A pesar de ello, las diferencias con los «franceses, franceses», los que no son de creencia musulmana, están presentes en su día a día y Meyriam sabe que se acentuarían si hiciera gala de su religión. «Sé que en unos años empezaré a utilizar el velo porque me gusta, pero el día que empiezas a llevarlo debes estar convencida: no puedes ponértelo según te apetezca o no», explica.

«El hecho de practicar la religión en Francia está muy mal visto –continúa– cuando llevas el velo ves malas caras en el metro, es como si fueras mala persona solo por llevarlo. Sé por mi experiencia y la de mis amigas que en otros países occidentales, como Inglaterra, son mucho más abiertos a la hora de aceptar la variedad de religiones de lo que lo son en Francia».

El Ministerio del Interior calcula que 1.422 franceses están implicados en filiales del Estado Islámico. Hay más de 400 militantes en el terreno, especialmente en Siria e Irak, 119 de los cuales son mujeres. Esta cifra supone casi un 50% del total de europeos que se han alistado en las filas del Estado Islámico, la nacionalidad con más presencia entre los extranjeros de Daesh. El posible retorno de estos ciudadanos convierte al país en uno de los más amenazados por el terrorismo en Europa, lo que acaba influyendo en el rechazo a la comunidad musulmana aunque muchos lleven meses luchando porque la frase «pas de amalgames» [no meter a todos en el mismo saco] sea más que un bonito eslogan de igualdad.

«Me da vergüenza que haya musulmanes que hagan estas cosas en nombre de la religión, pero para mí no lo son». Para ilustrar su argumento, cuenta la historia de dos jóvenes vecinos de Créteil que hace unos años se fueron a combatir en Siria. Uno de ellos murió en la guerra y otro está en prisión desde que regresó. «Ninguno de ellos era practicante, siempre iban de fiesta, bebían alcohool, no iban a la mezquita… El día que el chaval que murió se fue, su padre fue a buscarlo a Siria para pedirle que regresara y él no quiso. Un mes después vinieron a decirles que su hijo había muerto».

Meyriam recuerda cómo durante los primeros años de la guerra en Siria el miedo de los padres a que sus hijos desaparecieran así, de un día para otro, era tan fuerte que cuando su primo le dijo a su padre que se iba a Marruecos de viaje con sus amigos, éste le dijo: «Prefiero que me digas que te vas con diez chicas a que me entere de que te vas a alistar con no sé quién», evoca ahora Meyriam señalando que el sexo es un tema tabú en su religión.

Quince minutos antes de que empiece el rezo que dará lugar a la cena, llegan la hermana y las primas de Meyriam. La hermana, Freha, de 22 años, se casó el año pasado con un senegalés, también musulmán; India de 21 años viene con su bebé de dos meses, Aïsha, que tuvo con su pareja de manera accidental, viven juntos aunque no están casados; Farah, Mael y Morgane llegan juntas y traen a la abuela, enferma de Alzheimer, que pasará la mitad de la cena profiriendo insultos en bereber a los protagonistas de una serie de televisión que ambienta la reunión.

Farah y Mael, de 24 y 21 años, son las únicas que portan el velo. Farah está casada, también desde hace un año y Mael vive con su pareja aunque aún no se han casado porque, según cuenta, sus padres no la dejan porque es muy joven.

El padre de Mael es francés: «francés, francés». «A mi padre le da igual todo, no cree en Dios y no se mete en mis decisiones, es mi madre la que lleva peor que yo utilice el velo porque dice que me cerrará puertas», cuenta Mael, que trabaja con niños en una escuela maternal de la ciudad. «Cuando llego al trabajo me quito el velo y cuando salgo me lo vuelvo a poner, no es ningún problema, la ley francesa es así y yo la acepto», explica.

Lo cierto es que ni los abuelos de las chicas ni sus padres han practicado demasiado el islam. Más allá de los ritos culturales, las normas religiosas nunca han marcado sus vidas. A pesar de ello, conforme fueron cumpliendo 18 años, empezaron a acudir a la mezquita para aprender a rezar correctamente, a leer el Corán y, como ellas explican, «se sintieron en paz al hacerlo». «Cada vez que estaba en la mezquita me sentía completa, no podría explicarlo, era como una sensación en el pecho que me llenaba de alegría, de tranquilidad», recuerda Mael que decidió por su cuenta llevar el velo.

Cuando hablan de rezos y de emociones, a la abuela, ausente hasta ese momento, le entra la risa. «¿Qué pasa Mami? ¡Claro, tú te ríes cuando nos ves rezar!», le dice Farah entre risas que pregunta al resto: «¿Alguna vez habéis visto a Mami rezar?». «¡Nunca!», responden las demás. «¡Sí!, yo la he visto alguna vez, pero si le preguntas si está rezando te dice que no, que es que le duele la cabeza2, cuenta Morgane. Mamie les responde en bereber, una lengua del norte de África, y vuelve a perderse en la televisión.

«Nunca me he sentido incómoda por llevar el velo porque en Créteil hay muchos musulmanes y yo nunca voy a París, no tengo nada que hacer allí». La línea de metro de Créteil comunica directamente con el distrito 12 de París, un trayecto de unos 25 minutos, pero la mayoría de ellas no conoce la ciudad. «La única que va a París es Meyriam», reconocen. Meyriam responde sonrojada: «Bueno, pero nunca he visitado el Louvre o el barrio de Montmartre».

Este verano, han organizado un viaje a Bali. Solas. Han pedido una habitación con piscina privada para que Farah y Mael puedan también bañarse y tomar el sol tranquilas. «Nosotras hacemos lo que queremos, no le pedimos permiso a ningún hombre para ir aquí o allí aunque supuestamente deberíamos ir acompañadas de un tutor», afirma Meyriam. Todas coinciden y explican que también se dan situaciones en las que algunas mujeres no pueden elegir pero que en Occidente no es el caso de la mayoría. No sucede así en países de mayoría musulmana como Arabia Saudí y ellas son conscientes. «No podemos ir a Arabia Saudí y decirles que su forma de entender el islam es mala pero tampoco ellos pueden decirnos a los musulmanes occidentales cómo llevar nuestra vida».

Texto en la fuente original
(Puede haber caducado)