Maxim y Vitalina: «Huí porque tenía que participar en una guerra inexplicable»

Llegaron a Euskadi escapando de la situación en Ucrania. Son refugiados, a la espera de asilo político

Diario Vasco, AINHOA MUÑOZ | SAN SEBASTIÁN., 14-09-2015

Sólo tenía dos opciones: combatir o huir. Pero Maxim tenía tanto pánico a ser reclutado que en su mente sólo existía una alternativa: desaparecer del país que le dio la vida. Y no le cuesta reconocerlo, porque lo hizo con el pavor inyectado en las venas, dejando atrás el espanto de la guerra, los tiros y los tanques que de un día para otro empezaron a ser conducidos por vecinos que antes de ayer le daban los buenos días. ¿Lo más duro? «Ver cómo en tu país empieza una lucha incomprensible, ver cómo la gente se va allí, a combatir, y te das cuenta de que no todos vuelven… Es terrible».

Maxim Ignatenko apenas supera la barrera de los veinte. Y su mirada es ya de unos ojos verdes sin esperanza, ahogados en todas las lágrimas que se ha visto obligado a derramar desde que en Ucrania estalló lo que él denomina «una lucha inexplicable». Sus palabras son entrecortadas, en ocasiones incluso algo ininteligibles. Conversa entre susurros con un castellano muy logrado, mientras su pareja se lanza a agarrarle de la mano. Ella es Vitalina Liashuk. Una joven de 23 años que no dudó en huir a Euskadi junto a su novio cuando se dieron cuenta que ya no tenían más tiempo. Maxim iba a ser el siguiente. Ambos son el reflejo de la angustia de los refugiados que consiguen llegar a Euskadi, de las miles de personas que se ven obligadas a abandonar su hogar escapando de la situación más cruel: la guerra.

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Ucrania, su país de origen, iba a obligar a Maxim a participar en una película de la que no quería ser el protagonista. Ni si quiera quería formar parte del reparto. «Así que no me lo pensé. Dejé todo atrás porque tenía miedo a que me volvieran a llamar».

Cuando me dijeron que tenía que ir obligado a la zona de combate me entró el pánico

Es duro ver cómo se llevan a tu familia sin poder hacer nada por evitarlo, sin saber cuándo van a volver…

Dice ‘volver’ porque Maxim estuvo a un sello estampado de ser enviado a las zonas de combate. Donetsk, Lugansk o cualquier rincón ucraniano donde las palabras no tienen derecho a ser escuchadas, donde el único lenguaje conocido en el último año y medio ha sido la violencia por un poder absurdo. «El Gobierno, al principio, empezó a reclutar a los de las primeras filas: militares, enfermeras, y a quienes habíamos hecho la mili». Y eso eran miles de civiles, porque el servicio militar para servir en el ejército ucraniano es obligatorio.

A Maxim le llegó la notificación de que debía presentarse en una delegación militar de una manera tan institucional como insensible: por carta. «Entonces me entró el pánico. Al día siguiente tuve que presentarme y me cogieron todos los datos. Me dijeron que si me necesitaban me llamarían». Y parece que les surgió la prisa, porque apenas pasaron 24 horas cuando Maxim fue llamado a combatir. «Llegué al mismo lugar donde me había presentado el día anterior. Ni siquiera sabía dónde me iban a mandar…», dice con angustia. Lo único que tenía claro es que primero le enviarían a una polígono de prácticas militares, donde le enseñarían a disparar y a defenderse y, en todo caso, a matar.

Pero un ring-ring telefónico le salvó la vida. «Llamaron de mi trabajo y dijeron que en Ucrania existía una ley donde no permitían a los profesores estar en primera línea de guerra». Así, gracias a su puesto laboral, se libró de acudir a una selva donde convivían humanos con menos corazón que un chimpancé.

No. Maxim no es el perfil de refugiado sin recursos que lucha por cruzar una valla injusta e irrazonable. Es ingeniero mecánico de automoción. Y daba clases en una autoescuela. Pero es la única realidad que se desprende de una lucha armada: que no entiende de edades, estatus sociales, colores o religiones.

La segunda carta, a punto

El alivio por no tener que enfrentarse directamente a la sangre y el dolor que produce un guerra tampoco le dio paso a Maxim a la tranquilidad. «Yo veía cómo algunos de mis amigos sí se vieron obligados a ir a la guerra», explica con la mirada baja. Habla especialmente de uno, un amigo que se alistó en el ejército el mismo día que Maxim se libró por los pelos de convertirse en un soldado civil. «Por suerte volvió. Pero no todos lo hacen. Si le preguntas sobre qué ha visto no contesta, no le gusta hablar sobre ello…», se lamenta Maxim. Aunque asegura que ya no es el mismo.

Vitalina asiente las palabras de su pareja. Su primo, con dos bebés, también estuvo obligado a participar en una lucha en la que no cree. «Él es enfermero, así que estuvo entre las primeras opciones. Pero una vez allí la enfermería no es el único ámbito que tocó…», dice chapurreando el castellano. Aunque continúa: «Es duro ver cómo se llevan a tu familia y tú no puedes hacer nada por evitarlo. Ni siquiera sabes dónde están ni si van a volver. Es una angustia».

Ninguno de los dos es capaz de dar una explicación lógica de por qué están destrozando su país: «La guerra, simplemente no se entiende», dice Maxim con un gesto en la cara de incomprensión. Pero el conflicto bélico continúa.

Entonces, las primeras opciones a las que el Gobierno ucraniano recurría se iban agotando. «Ya no había gente de primera fila para combatir contra los rusos. Así que empezaron a tirar de la lista de reservas». Y ahí estaba él. Maxim vio cómo sus compañeros de trabajo ya no se libraban, así que tampoco se libraría él. «No tenía otra opción», dice en un intento de justificación que nadie puede echarle en cara. Así que decidió cortar por lo sano.

Objetivo: Euskadi

Maxim y Vitalina no dudaron en el destino al que tratarían de llegar: el País Vasco, porque desde niño, Maxim se convirtió en ‘niño Chernóbil’ y visitó Euskadi durante ocho años de su vida, desde los ocho hasta los quince. «Por eso sé hablar castellano», dice con una sorprendente sonrisa, la primera que esboza durante toda la conversación.

Reconoce que la decisión de huir de Ucrania no fue fácil, «pero me pudieron más las ganas de vivir en paz». Así, explica que «hubo un tiempo donde abrieron los visados, así que vi la oportunidad perfecta. Ahorré y compré los primeros billetes de avión a Loiu», dice. Eso sí, recalca que es «consciente» de que hay miles de personas que no pueden permitirse pagar un billete de avión, por eso hace un llamamiento rotundo: «Europa no debería cerrar sus fronteras. Están viendo cómo la gente necesita huir de su país y no hacen nada por ayudarles. Me parece mal e injusto», sentencia.

Su situación, sin embargo, no es muy distinta del resto de emigrantes: «Llegamos a Bilbao y lo primero que hicimos fue ir a la policía. Éramos ilegales pero no queríamos que nos deportaran a nuestro país. Entonces nos dijeron que la única solución era pedir un asilo político, porque llegamos con un permiso de turista de 9 días». Ahora, aún viven en Bilbao, y lo único que buscan es protección internacional para poder vivir una vida tranquila, algo que en su país de origen es imposible.

Aún así, y después de ocho meses desde que llegaron a Euskadi, sus papeles siguen en trámite. ¿Hasta cuándo? «No lo saben ni ellos», dice Maxim. Tanto él como Vitalina reconocen que dejaron atrás familia, trabajos y amigos con una única esperanza: que la guerra en Ucrania acabe «de una vez por todas» para poder volver a reunirse con los suyos.

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