Aya, 30 horas de camino sin descanso

El Gobierno húngaro traslada a los refugiados a centros a modo de cárceles para identificarlos

El Mundo, ALBERTO DI LOLLI RODZKE (HUNGRÍA) ESPECIAL PARA EL MUNDO, 28-08-2015

Se llama Aya y llora como una Magdalena junto a su esposo. Llora y llora. La planta de sus pies es toda una llaga. 17 años. 30 horas sin descanso. No puede más.

–«¿Puedo hacer una foto a tus pies?». Y ella pide permiso al marido: sí, se puede.

El Gobierno húngaro ha endurecido las medidas y ahora junto ellos ladra un perro con bozal de la policía. Un camión del ejército pasa por la carretera cargado con rollos de concertina. Los periodistas ya no podemos acercarnos al campo de acogida. Y los oficiales que ayer sabían inglés, hoy no saben: nada de prensa.

Son las ocho de la mañana y en las vías de tren no pasa nadie. Como una parturienta exhausta que toma una bocanada de aire entre las contracciones, esta puerta de Europa con el quicio de alambre parece haber pulsado el botón de pausa. A media mañana otra vez la procesión agotada e inagotable.

La noche anterior, en la explanada del check point se produjo una estampida cuando algunos sirios empezaron a discutir con la policía. Tal vez por las identificaciones. Será por eso que acaban de llegar dos autobuses cargados de agentes. Bajan y colocan a los inmigrantes en filas. Es incluso cómico ver cómo tratan de gobernar lo ingobernable.

Es mediodía y hace un sol de justicia. Los autobuses no llegan. ¿Por qué? Están ocupados trasladando a la gente que llevaron el día anterior al campo de acogida. Les transfieren a unos trenes con destino a Budapest, si han accedido a identificarse, y en caso contrario a centros cerrados para inmigrantes, como el de Békéscsaba, a unos 100 kilómetros de Szeged, casi en la frontera con Rumanía. El centro parece más una cárcel, rodeada de alambres y con barrotes en las ventanas. Podría decirse que de algún modo lo es, porque no pueden salir de allí hasta no ser identificados: huellas dactilares incluidas. El director del centro no quiere hablar mucho, pero cuenta que una vez pasan los trámites les remiten a los campos abiertos para los solicitantes de asilo. Pero allí no llega casi ninguno. En cuanto les dejan libres ponen rumbo al norte.

–«Alemania es nuestro sueño».

Lo dice Khaldoun, de 53 años, que guarda fila en Rodzke junto a cientos de personas, mientras les reparten trozos de pan con membrillo y botellas de agua. También nos enseña orgulloso el pasaporte sirio. Y nos cuenta que otros que están allí han roto su pasaporte.

–«Pakistán, Afganistán. Dicen que son sirios, pero no lo son».

Saben que Alemania ha abierto la mano a los sirios para amainar la desesperación y dice que no los deportará. Y todos quieren ir allí. Aunque no todos pueden y siempre hay quien hace negocio en las tragedias.

–«Nos piden 200 euros por persona para llegar a Budapest en taxi y no tenemos dinero». Es Faraj, afgano, 33 años, cuatro hijos, 13 días caminando. Dice que trabajaba en la radio y que no hay futuro. Probará en tren. Se esconde porque viene un coche.

Pero a este lado de Europa también hay manos tendidas. «No todos los húngaros somos como el Gobierno. Aquí el problema es que no están acostumbrados a la multiculturalidad». Lo dice Kekesi Mark, el coordinador de una ONG que ayuda en tareas de acogida. «No hay modo de parar esto salvo que hagamos algo a nivel europeo y ayudemos a estas personas a hacer su tierra habitable.

A los que tienen suerte y suben al tren de Budapest se les ilumina la cara con una sonrisa. En la explanada del check point acaban de llegar dos autobuses para recoger gente. Aya ya se ha calmado un poco y sólo llora a ratos. Su marido le acaricia los pies mientras esperan una ambulancia que iba a tardar 10 minutos. Hace más de una hora.

–«¿Qué piensas de la alambrada?»

–«Very, very tired, no answers» [muy cansada, no respuestas].

Yo tampoco.

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