Vía crucis hacia Europa

Miles de refugiados sortean los más de 110 kilómetros de alambrada de la frontera húngara a través de un paso ferroviario «Aquí no hay trabajo; vamos a Alemania», declaran a EL MUNDO

El Mundo, , 27-08-2015

En la frontera de Hungría con Serbia hasta hace poco no había más que campos de maíz. Ahora, el Gobierno húngaro ha decidido instalar una valla para contener la oleada de personas, en su mayoría sirios, que cruzan los Balcanes para llegar al norte de Europa. En los tramos en que está terminada mide unos tres metros y medio de altura y en los que no, hay un alambre de espino de uno y medio. Hoy llueve y el camino de barro que recorre el perímetro junto a la concertina es casi impracticable.

Al llegar a un punto se produce una estampa para el absurdo, una de esas que nos hace tan humanos y tan civilizados: por espacio de unos 30 metros no hay barreras, ni concertinas ni alambres ni nada. El motivo es la vía de tren que comunica el territorio serbio con Szeged y por la que dos veces al día pasan los vagones de ida y vuelta. Una vía de tren que ahora es como un Camino de Santiago. Como la lluvia que cae, en un goteo incesante, en grupos o por familias se puede ver el peregrinar sobre las vías. Los hombres y las mujeres cabizbajos, cargando con lo que pueden. Los niños jugando a saltar por las traviesas o dormidos de puro agotamiento en brazos de sus padres, con la cabeza empapada todos. Justo antes de pasar a territorio europeo, en un claro junto a las vías, un grupo de jóvenes tuesta mazorcas que han recogido de camino en una hoguera improvisada entre las cañas. Tres ingenieros de telecomunicaciones, una chica joven y un padre con su hijo. Vienen de Alepo: « Durante ocho horas en el mar hasta Grecia».

Y la caminata que ya sabemos. Sin luz desde hace seis meses, viviendo en los sótanos de sus casas destruidas por la guerra, los últimos 30 días sin agua colmaron el vaso de su resistencia y decidieron escapar. En un rincón de la maleza se escucha un rezo en árabe cantado que alguien repite, como se repite el mantra de pasos sobre los raíles.

Una madre viene sola con su bebé dormidito en brazos envuelto en una manta amarilla y marrón. La madre ni levanta la mirada cuando pasa junto a los periodistas. Con las ojeras en el suelo, parece no haber dormido en días. Luego cuatro más, tres jóvenes y una niña con una bolsa de plástico sobre la cabeza. Una familia de ocho. Otro grupo que lleva un paraguas para los 20 que son. Una madre anciana y su hijo con dos mantas como capas sobre los hombros.

–«¿Estamos en Hungría?», pregunta en un tosco inglés

Y están. En un país que planea reforzar la frontera –además de con los 110 kilómetros de valla construidos– con helicópteros, policía montada y perros, y enviar a 2.100 policías, como avanzadilla del ejército.

Luego, de pronto, llega una familia nigeriana; son cinco, y el papá, Kenny, arrastra una maleta a trompicones sobre los raíles a la que ya no le queda más que media rueda y poco espacio sin abollar. Y así podemos estar todo el día y toda la noche mirando, porque no cesa.

Las vías de tren cruzan en un punto con la carretera, pero ellos se desvían antes. Por el campo. Saben que si les identifica la policía tendrán problemas para pedir asilo en Alemania. Un grupo camina por la carretera, pero dura poco. El tiempo que tarda en pasar la policía que les detiene.

–« ¡No finger prints, please!», dice uno de ellos.

Es su obsesión, lo primero que te preguntan cuando saludan: no quieren que les tomen las huellas dactilares aquí en Hungría y que así las autoridades alemanas no puedan demostrar por dónde llegaron. Pero nada. La policía les conduce al campo de refugiados que se instaló la pasada semana apenas a un kilómetro de la frontera. Allí tienen aseos, tiendas de campaña, algo de comida y colchonetas. Previo peaje claro, de una identificación policial. Con disimulo, mientras se recogen en grupo y una mujer rompe a llorar frente a un oficial con su porra, el resto se van pasando algo entre las manos.

Es un tubo de pegamento que se ponen sobre los dedos para arrancarse la piel y sortear la burocracia legal. Es un tubito pequeño para once y al padre ya no le llega porque apura el tubo lo que puede y no sale nada. El policía que les dirige caminando hace gestos con una mano para que se retiren al borde de la carretera. En la otra tiene un spray que según los periodistas de aquí es gas lacrimógeno. Lo utilizaron por la mañana, cuando al parecer hubo un pequeño motín en el campo, o una disputa entre varios, quién sabe. Pero desde la tensión se ha llenado el campo de antidisturbios y de llantos de niños a partes iguales.

Cerca de otro pueblo, Mórahalom, donde la valla ya está terminada, unos militares con maquinaria pesada despejan de vegetación el terreno. Otros policías 100 metros más adelante y ya no se pueden tomar fotos. Otro absurdo cuando uno puede pasearse libremente por aquí sin que nadie le diga nada. Junto al coche policial hay una escena dantesca: un ciudadano de rasgos indios o paquistaníes permanece sentado en silencio con una venda en las manos.

Probablemente se cortó con las cuchillas al saltar. Junto a él, echado sobre una manta un padre recoge en su regazo a su hijo discapacitado. Tras ellos un carrito infantil donde ha debido traerlo hasta aquí, porque el pobre chaval no camina y sólo emite sonidos agudos y mueve las manos agarrotadas. Por qué la policía no les ha conducido a un hospital y les retiene echados sobre el barro es algo que uno no se explica.

A mediodía la cosa se pone difícil porque militares y policías han llegado a la vía y aunque dejan pasar a la gente, les obligan a identificarse. Así que otra vez parece que ha comenzado a saltar la gente las alambradas y por un punto están rotas.

El cielo se abre, ya no llueve, y los que se refugiaron en pequeñas tiendas las desmontan para reanudar la marcha. Hay que darse prisa porque el Gobierno envía refuerzos con perros y personal militar para controlar el paso. De nuevo la vía del tren es un reguero de pasos por la tarde.

– «¿Vas a Alemania?»

– «Sí. Hungría no trabajo. No futuro. Alemania bien. Hungría bullshit».

Más claro, ni el agua.

El martes fueron más de 2.300 los registrados. Y ayer antes de las 10 de la mañana ya había 1.500 más. A un ritmo de 50 o 60 cada cinco minutos, sólo por la vía del tren puede usted hacer el cálculo si quiere. Siempre hacia el norte. A pesar de los burócratas y las barreras. Siempre hacia adelante. A cada paso se aleja el horror de la guerra. A cada paso se acerca la esperanza. Mientras los periodistas discutimos con la policía, que ya no deja libre acceso en el camino, se escucha un aplauso.

«¡Hungary¡». Cuando lleguen a Alemania deben saltar de alegría.

Atardece y sigue llegando gente. Una niña con la pierna rota y una escayola verde. Un joven que lleva a otro, herido, a hombros.

Junto al centro de acogida, en la furgoneta de una televisión sueca sonaba por la mañana la música de un disco o de la radio: Like a Rolling Stone cantada por Mick Jagger. Una banda sonora para este largometraje sin efectos especiales: «When you’ve got nothing, you’ve got nothing to lose [cuando no tienes nada, no tienes qué perder]». Miren a ver ustedes si hay acuerdos internacionales que puedan contener esto.

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