Koyama: Cadaqués en oriental

La Vanguardia, Josep Playà Maset , 16-08-2015

Es japonés. Pinta influido por la tradición oriental, sin luces ni sombras, sin perspectivas, casi siempre sin figuras. Sus hábitos vitales son los de siempre, los que conoció en Osaka, la ciudad donde nació en 1940, y en Tokio, a donde se trasladó cuando decidió ser pintor. Y sin embargo lleva 45 años viviendo casi interrumpidamente en Cadaqués, el pueblo conocido por su “nos amb nos”, y se ha convertido aunque parezca contradictorio en uno de sus artistas más representativos. Se llama Shigeyoshi Koyama, y se le reconoce sólo por su apellido.

Como todo artista japonés que sueña con ser alguien, quiso ir un día a París. Así que en la primavera de 1970 cogió el tren transiberiano, se plantó en Moscú y desde allí voló hasta París. El avión hacía escala en Ámsterdam y pidió bajar para conocer el museo de los Van Gogh pero el billete no se lo permitía y aún tiene pendiente la visita. Cuando llegó el verano y vio que se vaciaba París, decidió marcharse hacia el sur. Y llegó en tren hasta Vilajuïga, un pequeño pueblo junto a la frontera, a los pies del monasterio de Sant Pere de Rodes, donde pasó tres meses. Le queda el recuerdo de un sol ardiente y unos caminos polvorientos, hasta que un día decidió hacer autostop sin rumbo fijo. Y entonces un coche suizo lo llevó hasta Cadaqués. “No lo conocía de nada, fue el azar, llegué como un vagabundo, con el caballete, la mochila grande y la cara llena de pintura¿ pero era en la época de los hippies”. Lo tuvo claro: “Me gustó tanto que me dije: es aquí donde quiero vivir”.

Regresó al Japón sólo para establecer un contrato con la galería Kabutoya, de Tokio, que le iba a permitir pintar los paisajes mediterráneos y venderlos en el océano Pacífico. “Durante unos años iba y venía, pintaba las obras aquí y luego las enrollaba y las vendía allí”. En Cadaqués se volvió a casar y tuvo una hija, aquí se estableció definitivamente y pasó a formar parte de esa amplia colonia de artistas afincados en Cadaqués. La mejor prueba de su integración es su amistad con los pescadores o los carteles que le han encargado para todos los festivales del pueblo, de música, de vela latina, de sardanas o de concursos de directores de orquesta. En esos años sólo se ha permitido dos estancias en Barcelona y Mallorca – que ahora lo identifica con un tiempo de crisis – y algunos viajes por España con el caballete a cuestas.

Koyama siente nostalgia por el Cadaqués de los setenta y ochenta. “Por todas partes oías a la gente conversar. Éramos un grupo de unos quince pintores que nos encontrábamos, hablábamos, la vida era muy tranquila, pero el mundo ha cambiado rápidamente. Y tengo que decir que en Cadaqués se nota menos, excepto en verano. Algunos de aquellos amigos ya no están, como Dídac, un pintor de Palafrugell, o Marc Aleu”. Es la misma nostalgia que dice sentir por esa cal blanca con la que la gente pintaba las paredes de sus casas. Su sustitución por la pintura plástica es todo un símbolo de esa degradación.

Koyama hace poca vida social en Cadaqués. No formó parte de la gauche divine, ni de la tribu turística, ni de otras camarillas. Tampoco le ha interesado. Al principio tuvo graves problemas con la lengua. Sólo sabía un poco de francés aprendido en Japón, de forma autodidacta, como lo ha sido toda su formación, también la pictórica. Eso le impidió, por ejemplo, intimar más con Richard Hamilton, que sólo hablaba inglés.

“Dalí fue un día a cenar al restaurante Barocco y yo tenía allí unos dibujos colgados con chinchetas. Eran croquis a tinta china sobre papeles arrugados. Dalí vio ese aire oriental, esa pincelada viva, y me llamó para felicitarme. Más adelante vio que utilizaba un papel bañado en oro que me había traído mi padre desde el Japón y me pidió más. Le llevé ese papel pero lo que no le dije es que con el tiempo se desprendía, seguro que Dalí pensaba que era oro de verdad, je, je”.

En 1977 hizo un contrato con el arquitecto Lanfranco Bombelli para exponer en su Galería Cadaqués. Un contrato que luego continuó con Sofia Van Schendel y más tarde con su hijo Patrick Donkem, en cuya galería este mes de agosto expone su obra (en otoño lo hará en Milán y Barcelona). Y gracias a esas galerías hoy su obra empieza a ser conocida.

Al principio iba siempre con un caballete a pintar del natural, hoy a sus 75 años el paisaje lo tiene ya retenido en la memoria. Koyama considera que Oriente y Occidente son dos extremos que no se confrontan, sino que cohabitan en silencio. “Me sigue gustando el tema del paisaje, aunque ya sé que no interesa a los jóvenes y que domina lo abstracto. Yo pinto una luz de sol que no existe, es la de la última hora del día, por eso el color que siempre predomina en mi obra es el gris. No puedo pintar un azul fuerte, no me sale ese azul de [Ramon] Moscardó, y ya sé que es el del Mediterráneo. Aun así, mis cuadros no son tan oscuros como lo eran cuando empecé a pintar templos budistas en Japón”.

Koyama es una persona disciplinada. Ahora, por la edad, trabaja menos horas. Sale a pasear con su mujer. Le sigue gustando ir a la pesca con su barca. Se nota por la precisión con la que pinta un sargo o una escórpora o ese inquietante óleo que puede contemplarse en la galería Domken titulado Bonito con la cabeza cortada. Y dedica a pintar unas dos horas por la mañana y al menos otra hora por la tarde. “Cadaqués me ha permitido disfrutar del aire libre, de ese ambiente de libertad que en Japón no tenía”.

El 70 por ciento de sus obras son óleos y el resto acuarelas o gouaches sobre papel con una técnica especial. “Utilizo un papel de embalaje que me traen de Japón, es de una fibra muy sólida, que no se deshace con el agua. Pinto encima con agua y luego lo arrugo y lo desarrugo con una prensa. Repito el proceso tres o cuatro veces hasta que los colores cogen la tonalidad deseada”. Estos “papeles” de Koyama como esos óleos de paisajes desnudos, rocas exageradas y luz tamizada se han convertido en una imagen característica. Cuando el espectador contempla esas cuatro casitas y el campanario de Cadaqués, vestidas de blanco, y detrás esas montañas oscuras del Paní, sabe de inmediato que se trata de un Koyama.

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