Paz, amor y Alá

En España viven unos mil sufíes naqshbandíes, la rama más espiritual del islam. «Lo que hacen los yihadistas es una locura, nosotros no podemos matar ni una mosca», se confiesan las quince familias de conversos de La Vera, en Cáceres

Diario Vasco, ANTONIO ARMERO, 25-02-2015

El mismo día, Fátima (35 años, nacida en Laguna de Duero, Valladolid) le dio a sus padres tres noticias: se había convertido al islam, estaba embarazada y se iba a casar con Mohamed, un musulmán de Tánger que al día siguiente, valiente él, fue a conocer a sus suegros. Fátima (María Leticia Nieto hasta su conversión) había sido heavy, pija y hippie, y llegó al Islam gracias a una ciática. Primero pasó por la consulta de un masajista especializado en técnicas orientales y después asistió a una ceremonia islámica, pero lo definitivo fue leer ‘Amor’, el libro de Sheikh Nazim al Haqqani. «Lo tuve debajo de una lámpara seis meses, no quería tocarlo, hasta que un día lo abrí.», relata hasta que la emoción le obliga a parar. Aquella lectura acabó con su carrera de empresaria y ha terminado situándola en Villanueva de La Vera (2.155 habitantes), el pueblo extremeño en el que vive una de las dos comunidades sufí naqshbandí más importantes de España. La otra reside en Órgiva, en las Alpujarras granadinas. En total son unos mil.

En la mesa

La rama más mística

‘Dhikr, Hadra’, ‘Derga’…

El primero de La Vera

Fátima dice que está «en excedencia de sí misma», y aunque le da vueltas a un proyecto empresarial que prefiere no revelar, de momento está volcada en su familia sufí, una de las quince que hay en La Vera. Cuenta la historia de su vida mientras abraza con las dos manos un vaso de cristal con té humeante. Lleva un pañuelo sobre la cabeza y está descalza. Como todos en esta habitación llena de alfombras, donde dos rubiales que no hace mucho que aprendieron a andar se disputan un muñeco de Mickey casi tan grande como ellos. A tres pasos de los críos, una fila de barbudos con la cabeza cubierta recita en árabe una letanía intraducible salvo una frase que se repite: ‘Allhau Akbar’ (Alá es grande).

Arropa sus rezos el sonido de la lluvia golpeando la cristalera. Fuera, el viento maneja los árboles y un gato blanco se esconde. A las seis gallinas – eran diez hasta que apareció por allí un águila con hambre – tampoco se las oye. Y al fondo se ven unas ovejas con lana suficiente como para surtir de buenos jerseys a una clase de Primaria. Cerca del rebaño, una furgoneta blanca aparcada junto a un secadero de tabaco. Y más al fondo aún, medio tapado por la niebla, el pico más alto del Sistema Central, el Almanzor (Ávila, 2.592 metros) visto desde esta esquina del norte de Cáceres donde está la casa de Omar Ibrahim (Rafael Martín), 59 años, exitoso hombre de negocios durante la mitad de su vida y austero discípulo de Alá desde que decidió «cambiar el todo por la nada». En vez de abrir su cuarto restaurante a las afueras de Bonn (Alemania), viajó a Villanueva de La Vera, vivió un tiempo en el pueblo y luego se compró una parcela en el campo, donde se construyó la casa que cada viernes, a las tres de la tarde, se convierte en mezquita. Todos los que se juntan aquí para postrarse de rodillas ante su dios nacieron cristianos, pero en algún momento de sus vidas rompieron con todo y abrazaron el Corán. Y dentro del islam, eligieron su rama más espiritual, el sufismo. Y dentro del sufismo, la orden naqshbandian.

Paz, amor, corazón, Alá. Son palabras repetidas en esta comunidad de españoles conversos y a quienes la actualidad ha situado en el punto de mira. A ojos de muchos occidentales, resultan sospechosos, y quizás esto ayuda a explicar por qué la orden ha decidido abrir sus puertas. Quieren que se les conozca.

«Lo que hacen los yihadistas es una locura, nosotros no podemos matar ni a una mosca», afirma Omar Ibrahim. «El sufí es una persona que quiere conocerse a sí mismo y para eso hace falta mucha valentía», explica durante una charla larga y reposada en la que no elude ningún tema. Cuenta que ni yihadistas ni talibanes les ven con buenos ojos, que Sadam Hussein les persiguió durante años y que los sufíes rechazan lecturas del Corán que consideran erróneas. Ellos prefieren la espiritualidad y la vida austera.

Todo lo contrario de lo que él hacía en Alemania, donde pasó 35 años. Allí construyó barcos, vendió muebles, trabajó en la moda y abrió restaurantes. El dinero le sobraba. Y las mujeres también. Se casó y tuvo hijos. Pero en lo más alto de la vorágine, se le apareció el islam. Se convirtió, y llegado el momento de volver a España, solo tenía una cosa clara: no quería quedarse en Madrid.

Su amigo Abdul Wahid (Cristóbal Martín), escultor de talla internacional al que conocen bien en la Casa Real española, le propuso irse con él a Villanueva de La Vera, y aceptó la invitación. «Y yo vine aquí porque Omar se equivocó y en vez de llamar al albañil sufí de Órgiva que le habían recomendado para hacer los baños de su casa, me llamó a mí», cuenta entre risas Abdul Salam (Gonzalo), que se mueve por la vida sin calcetines, con unas deportivas Onitsuka Tiger con muchos tiros pegados, y con un talante abierto y bromista. Es albañil, pero también jardinero y hortelano, según se tercie.

«Cuando te conviertes al islam, el libro de tu vida hasta entonces se cierra y se abre uno que está en blanco», explica Abdul Salam, que al final de la ‘yuma’ – algo así como la misa cristiana del domingo – , le pide a Alá «la paz en el mundo y misericordia para los que sufren».

«Ser buena persona»

Acaba la ceremonia, que las mujeres han seguido desde la planta de arriba, tras un enrejado de madera, y el grupo se sienta a comer. Hay sopa contundente, humus y arroz con lentejas. Ellas ocupan una mesa y ellos otra. Hablan de trabajo, ríen, atienden a los críos, consultan sus móviles. Lo normal. En realidad, aseguran unos y otros, su vida no se diferencia mucho de la de sus vecinos cristianos, agnósticos o ateos. Fátima toma café con las madres del cole. Y su marido Mohamed juega en el equipo de fútbol sala del pueblo. Ahora está buscando trabajo. Sus últimos empleos han sido como temporero: la fresa, la cereza, la aceituna…

Como es costumbre entre los suyos, Mohamed recurre a los cuentos o las metáforas para explicarse. Coge un higo del plato que hay sobre la mesa y explica que, aunque podamos diferenciarlos por variedades, para él todos son higos. En el cuento de Omar Ibrahim, el ego es un dragón al que hay que derrotar para llegar al corazón, o sea, a la esencia del individuo. Y no hay victoria posible sin renunciar a todo lo accesorio. «Aquí, la premisa fundamental es ser buena persona», zanja el más veterano del grupo, que lo cambió todo porque «vivía en la riqueza pero quería conocer la pobreza».

Tampoco le iba mal en lo material a Yusuf Berdman (Josep), que ha estado tres veces en Chipre visitando a Sheykh Maulana Nazim Adil al Hakkani. «Al lado de un santo se siente algo muy especial», dice este valenciano de 35 años que estudió Bellas Artes e hizo un máster en la Universidad de South Australia. Vivió en Barcelona y Madrid, trabajó en televisión y estuvo nominado a los premios Goya por el cortometraje ‘Exlibris’. «El nivel de presión que tenía era altísimo; conocí a un budista, me aconsejó visitar Villanueva de La Vera, vinimos, el sitio nos encantó y nos quedamos». En Extremadura están sus dos empresas (La nave nodriza, centrada en el sector audiovisual, y Hombre antiguo, enfocada al diseño digital) y todo su mundo, muy distinto al de su vida previa al sufirmo. «Si hace diez años alguien me dice que voy a ser islamista, me habría echado a reír», admite. Pero sucedió. Y ahora Josep es también Yusuf. Y tiene mujer y dos hijos. Viven en una casa en mitad del campo. Y parece un hombre feliz.

Si hay una palabra de referencia entre los sufíes, esa es corazón. «Es la llave que abre todas las puertas», se explica en la principal web de la comunidad en España.

Son algunas de las palabras claves en el sufismo. La ‘dergha’ es la casa de reunión, el ‘dhikr’ es la ceremonia en la que se recitan los 99 nombres de Alá y que se celebra los jueves al atardecer, y la ‘hadra’ es un ejercicio de meditación que incluye cánticos, música y bailes.

El primero en llegar fue Abdul Kharim (Joaquín Villanueva), un comerciante que se movía de mercadillo en mercadillo y que llegó a Villanueva hace 25 años. Le gustó el pueblo y la zona y decidió quedarse.

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