Colaboración

La ética del 'escrache'

Diario de Noticias, por Diego fernando kessler, Argentino e inmigrante, afincado en Pamplona desde el 2003., 30-11-2011

“Me acusan de hacer obras faraónicas, y yo les pregunto, ¿qué tienen de malo los faraones que construyeron esas hermosas pirámides?”

Carlos Menem, expresidente argentino

A veces escribir puede ayudar a organizar impresiones, ideas y recuerdos dispersos que vuelven para interrogarnos sobre el presente. Como inmigrante me ha tocado vivir a caballo entre dos realidades marcadas por sendas crisis económicas, y he podido ver cómo el sistema de representación política se tambaleaba mientras una clase política corrupta nos embarcaba en proyectos faraónicos, deficitarios y de poca o ninguna utilidad social. Vaciando las arcas públicas y acrecentando un endeudamiento que, con el tiempo, se haría crónico.

Más de diez años han pasado, ya al otro lado del Atlántico, y como en un temido déjà vu, veo repetirse los mismos argumentos, veo proliferar proyectos cada vez más demenciales en un tiempo en el que debiera primar la austeridad, y una vez más contemplo cómo la capacidad de toma de decisión acerca de estos proyectos les es escamoteada a quienes debieran ser los primeros en ser consultados. Son más que discutibles (por no decir que son prácticamente indefendibles) la totalidad de los argumentos sobre los supuestos beneficios que el TAV traería a Navarra, y esto lo saben perfectamente sus promotores. Tanto es así que no existe prácticamente ninguno de ellos que resista un repaso a la hemeroteca. El propio presidente de Renfe, Teófilo Serrano, declaró lacónicamente que “el TAV no es necesario desde el punto de vista del interés público”; y como se dice en la vulgata jurídica: a confesión de parte, relevo de pruebas.

Volviendo a la Argentina y a mediados de los 90, la agrupación Hijos, junto con otros organismos de Derechos Humanos, popularizó el escrache como forma de denuncia pública y popular de los responsables directos de la última dictadura militar, y con ella de los crímenes sobre sus padres. Escrachar (que en el argot del Río de la Plata, el lunfardo, viene a significar tanto poner en evidencia, como así manchar o ensuciar), implicaba señalar de cara al barrio que en una determinada vivienda habitaba uno de los implicados en el capítulo más lúgubre de la historia argentina reciente (la que, pese a su corta edad, es pródiga en páginas sanguinarias). Y la manera de hacerlo era precisamente manchando las paredes de sus casas con pintadas, huevazos o empapelándolas con carteles, en otras palabras: escrachándolas. Estas acciones perseguían dos objetivos, además de visibilizar ante el resto del barrio quiénes eran en realidad sus vecinos por muchas pieles de cordero que vistiesen, buscaban también socavar la obscena impunidad de la que éstos gozaban gracias a la leyes de obediencia debida y al indulto menemista.

Esta práctica, que no tardaría en hacerse extensiva a otros personajes de la vida pública a los que se consideró dignos de ser escrachados, hay que inscribirla dentro del incipiente arsenal de unas formas de intervención política que aún se estaban gestando, y que ante el malestar social y la connivencia entre el Gobierno y esos poderes fácticos sin rostro, buscaban hacerse con el espacio público por fuera de unas instituciones corrompidas y atadas a una concepción obsoleta de la política, para arrancarlas de las sombras y ponerle al fin cara y nombre. El derecho a réplica, ésta es la ética que hay detrás del escrache.

Hannah Arendt escribió que “la dominación a través del anonimato de las oficinas no es menos despótica porque nadie la ejerza. Al contrario, es todavía más temible, pues no hay nadie que pueda hablar con este nadie ni protestar ante él”. Por todo esto, identificar y señalar a las personas físicas cuyas políticas nos abocan a la precariedad y a la impotencia es apenas un primer paso para derrumbar el halo de inmunidad que les rodea. Ponerse de pie frente a un canalla y llamarle canalla es también una de las últimas licencias morales que nos quedan cuando las vías políticas han sido agotadas (¿se pueden acaso presentar más informes y alegaciones de las que nadie parece hacerse eco?), y los cauces institucionales son sistemáticamente negados (allí están las repetidas prohibiciones para realizar consultas populares en los pueblos afectados por el trazado del TAV para ilustrar lo que digo).

No son pocas las analogías que se podrían trazar entre aquella Argentina precorralito y esta crisis en la que una clase política enriquecida a base de dietas dobles y tejemanejes varios nos tiene sumidos. Dar un tartazo a quienes con sus imposiciones comprometen el futuro de todos, implica también poner en tela de juicio al conjunto de esta clase política intocable y prepotente que merece ser señalada y denunciada públicamente. Tiene que ver con eso que se llama legítima defensa. La del tartazo es también la ética del escrache.

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