Los chicos que no creen en el futuro

El País, DANIEL BORASTEROS, 20-11-2011

“¡Igual no hay más remedio que ponerse a robar!”. Lo dice así, como un exabrupto, con hostilidad. Daniel García Rodríguez, de 21 años, está en paro desde hace tres años. Lo dice todo así. Con rabia. O con sarcasmo. Según toque. Hasta su nombre. “No hay futuro”. Y la fecha del apocalipsis vence el mes que viene. “Me quitan el Internet por falta de pago. Así no voy a poder encontrar trabajo. No puedo moverme de lado a lado. No tengo dinero. Solo queda la delincuencia”. En la Comunidad de Madrid, el 43,55% de los jóvenes menores de 25 años que quiere trabajar está en paro, según los datos del tercer trimestre de la encuesta de población activa (EPA). Eso supone un total de 111.000 chicos y chicas. Algunos, sin estudios de ninguna clase; otros, con una variada colección de cursos de posgrado. Casi todos, con muy poca confianza en el porvenir.

“Tengo ansiedad frente al abismo”, dice con su voz suave Natalia Castro, de 21 años. Está apoyada en una barandilla de piedra que rodea los jardines de la Facultad de Filofía de la Universidad Complutense de Madrid. Considera que los jóvenes con estudios – ella está terminando Filología Hispánica – están condenados al exilio. A abandonar España. “El sistema te expulsa por dinero, así que es una especie de exilio político”, argumenta.

Miembro activo del Movimiento 15 – M, Natalia no comparte casi nada con Daniel. Ella vive en un barrio de clase media del centro de Madrid y sus padres la mantienen económicamente. Él tiene a toda su familia en paro, come gracias a la ayuda de Cáritas y vive en la barriada de San Nicasio, una acumulación de bloques en el más allá de las vías del tren de Leganés Central. Pero los dos han llegado a la misma conclusión: “Somos una juventud sin futuro”.

Mario tiene solo 22 años. Pero, desde luego, tiene pasado. Un pasado triste. Se mudó desde Valencia a Madrid con 15 años para cuidar de su madre, que estaba enferma. “Una cosa bastante grave. Tenía esquizofrenia”. Desde entonces, dejó de estudiar. Nunca ha pedido ayudas. Ni subvenciones, ni paro, ni cursillos. Nada. Solo sus dos manos, sus pies y su cabeza. Hasta ahora, suficiente. Va calle por calle poniendo carteles en los que se ofrece para repartir publicidad por toda España. Lo hace por la noche porque le da vergüenza. Vive solo con su novia en Aranjuez y solo piensa en una cosa: “Buscarme las lentejas, lo que llevo haciendo tantos años”. Mario es un chico modesto y reflexivo. Cree que el futuro es que le dejen trabajar. Solo eso. “Yo nunca digo que no a nada que me salga”, asegura tajante. El aire generacional solo le alcanza en una cosa. Se siente estafado: “¡Va a ir a votar quien yo te diga!”. Daniel, siempre con su tono tajante, va un paso más allá: “¡Qué se mueran los políticos!”.

La Comunidad ha recortado en su presupuesto de empleo hasta un 22%. El año pasado eliminó el Servicio Regional de Empleo.

Daniel ganaba más de 2.000 euros al mes cuando tenía 17 años. Ahora, junto a sus padres y hermanos, vive de la renta mínima de inserción. “La paga”: 400. Según su peculiar análisis, la culpa la tiene la forma de Gobierno. La democracia. “Y los extranjeros”, puntualiza frente a un café. Ha estudiado un módulo de chapista de 400 horas. Pero da igual. “Todo da igual. Hasta para un curro en un bar de miles de horas hay una cola que da la vuelta a la manzana. Es imposible”. Daniel, el chico con chándal del barrio de San Nicasio de Leganés, tiene 22 años. La misma edad que Mario, que no se lamenta, pero tampoco se detiene a hacer cursillos. Ni nada que no sea encontrar una chapuza diaria. Algo. “Me llamaron a un curso de mecánica, pero no duré ni un día, porque me salió un curro y lo dejé. No tengo tiempo para eso”. Su padre, albañil en paro, debe cinco meses de alquiler. Mario a veces le ha ayudado con lo que puede, con 30 o 40 euros. “No puedo más”.

Los dos chicos se ríen cuando los analistas observan que en las sociedades mediterráneas hay mucha relajación con el paro juvenil porque los chicos tienen el amparo de sus padres. Quien sí se apunta a la teoría es Esteban Pérez, periodista de Carabanchel de 24 años. “Vivo con mis padres y me dan para mis gastos. No me da vergüenza porque siempre procuro estar haciendo cosas y no pierdo el tiempo”. Esteban tampoco es un entusiasta del futuro. Ha hecho cursos de posgrado y trabajado gratis o por sueldos simbólicos. De hecho, ahora trabaja en una radio sin cobrar. “Pero se aprende”, dice positivo. Trabajar gratis y ser, directamente, estafados es una de las consecuencias del creciente paro juvenil y la desesperación. Hay empresas que se inventan cursillos de formación previos por los que el candidato debe pagar. Después, ¡mala suerte!, nunca es seleccionado. En otras ocasiones, como cuenta Esteban, “te contratan para hacer ventas y te despiden antes de haberte pagado un duro bajo la excusa de que no has llegado al mínimo para que te abonen”.

Sentirse estafado es otro sentimiento generacional. Ainara Colmenares cumple mañana 19 años. Es muy menuda pero tiene los ojos claros muy grandes. Su ilusión es ser recepcionista. Pero no lo ve claro. “Ya te llamaremos, ya te llamaremos, ya te llamaremos”, repite como una letanía. “¿Y eso es un no, verdad?”, concluye su representación de lo que significa buscar trabajo en estos tiempos. “¡No hay manera!”.

Sus padres cobran la renta mínima de inserción, como los de Daniel. Ella, limpiadora con fibromialgia; él, en realidad su padrastro, albañil en paro. Ainara, que estudió un módulo de Administrativo a través de “garantía social” cuando tenía 16 años, gana el dinero que lleva en el bolsillo haciendo de figurante en series de televisión y en anuncios. “Te tiras 10 horas y te pagan 30 euros”, se lamenta. Pero ella es ahorrativa. Y frugal. “Las chicas entramos gratis en las dicotecas, así que no gasto mucho dinero en salir por ahí los sábados con mis amigos”.

Una frugalidad que comparte con la lituana Egle Koltanaite, de 22 años. Egle es cantante. De jazz, concretamente. Muy rubia y altísima, es una mezcla de todos los perfiles del parado juvenil: se busca la vida como puede y estudia. Las dos cosas. “La facultad de Filología Inglesa la tengo algo abandonada”, confiesa al tiempo que su móvil, bip – bip, le avisa de que ya ha sido dada de baja de la Seguridad Social. Trabaja como cantante por días. Estudiante de música en su país natal, Egle hace dúos o trabaja con orquestas. No siempre en eventos tan sofisticados como le gustaría. Ni con la frecuencia con la que le apetecería. Pero Egle tiene proyectos. Ella sí vislumbra un futuro. “Es muy difícil, pero estoy preparando un disco”, revela con una sonrisa todavía algo infantil. Tímida. “Ojalá salga bien”, cruza los dedos. Sus padres viven en Valencia y ella comparte piso en el centro de Madrid con amigas. Ellas sí tienen trabajo. Egle no recibe ayuda de sus padres. Todo es a base de esos encargos temporales que le surgen.

“Camarera, dependienta, repartidora…”, Natalia ha hecho de todo. Pero siempre como un asunto secundario. Sus planes no pasan por ahí. Piensa estudiar un máster en edición de la Universidad de Alcalá. Quizá, piensa, su única posibilidad de evitar marcharse de Madrid. Los demás ni siquiera contemplan esa posibilidad. España es uno de los países con menor movilidad laboral de Europa. Incluso cuesta plantearse la movilidad autonómica.

“Los extranjeros son los que se tienen que ir de España, no nosotros”, es la postura de Daniel. “Los inmigrantes nos quitan los trabajos y las empresas de otros países se forran a nuestra costa”, es su diagnóstico. Pero lo dice como un niño que sabe que está siendo travieso: “Esto no le va a gustar, pero…”, es el prólogo a estas frases que aparentan ser una lección aprendida. Egle, extranjera, no contempla marcharse de España, desde luego: “La crisis es un parón muy grande de todas las ilusiones, pero no el final”.

Los seis jóvenes no quieren oír teorías. Ni económicas ni sociales. Daniel ya no tiene ilusión. “Es lo que tiene esperar y esperar”. Ainara se ha cansado de que le den largas, porque la respuesta siempre es “no”. Egle espera el bip – bip de su teléfono: “Dada de baja”. Esteban lo resume en una desgracia global. Nada personal: “Todos estamos así”. Natalia, la chica de la voz suave que se ríe con sus amigos en el césped del campus, es miembro de la Plataforma Juventud sin Futuro. Y Mario augura que todo va “a ir a peor. No veo posibilidad de mejoría”.

Eso sí, Mario, fiel a su biografía de buscarse la vida hasta en los peores momentos, desliza un papel con una dirección de correo electrónico (publimax – aranjuez@hotmail.com)… Por si surge algún encargo, por si acaso hubiera futuro.

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