Oslo sigue bajo el impacto de la masacre

El País, XAVIER VIDAL-FOLCH, 24-09-2011

Noruega sigue en vilo. Acaban de cumplirse dos meses desde la masacre en la isla de Utoya (69 jóvenes laboristas asesinados), precedida por el atentado junto al complejo de edificios del Gobierno, en Oslo (8 muertos), y sus ciudadanos todavía no se recuperan. No en vano fue el mayor desastre humano ocurrido en este plácido, rico y ordenado país, desde la II Guerra Mundial. “La masacre sigue estando aquí, viva, todo el tiempo”, describe el alcalde de Oslo, el dinámico conservador Fabian Stang, “¡y es que perdimos a tantos jóvenes!”. “Es difícil decir cuánto tiempo tardará en cicatrizarse la herida, murieron demasiados”, musita lentamente la ministra de Cultos y Administración, Rigmor Aaserud. A los más próximos todavía les cuesta contenerse, como a la joven socialdemócrata Silje Crytten, cuando señala, frente a la isla, el barco con el que el asesino se trasladó a ella, cuando indica con el dedo, pero mirando al infinito, dónde cayó abatida su amiga Monica Bosei, llamada la madre de Utoya porque encarnaba su espíritu y organizaba todos los campamentos.

El lamento por las jóvenes vidas perdidas se entrelaza con otro impacto emocional todavía no digerido, el provocado porque el autor no fuera un elemento extraño del paisaje nacional, sino un noruego por los cuatro costados. Cuando el rubicundo rubio Behrin Breivik hizo estallar la bomba en el centro de Oslo, como maniobra de diversión de la masacre que perpetraría después en la isla, “casi todo el mundo pensó que era obra del islamismo fanático”, recuerda Harald Stanghelle, responsable de política en el Aftenposten, el primer diario noruego. “No hemos de culpar a ningún grupo”, coincidieron en reaccionar enseguida el primer ministro y el alcalde. Pero quizá el más preciso resultó ser el obispo luterano y jefe de la Iglesia nacional noruega (que es de estructura similar a la anglicana), Oce Kristian Kuarme: “Les dije a todos que no nos precipitásemos en atribuir el atentado a ningún color de piel y a ninguna religión, que había que esperar”. Buena falta que hizo, porque bastantes inmigrantes árabes empezaron a ser molestados desde que se conoció la noticia.

En lo más aparente, algunas cosas han cambiado en el ámbito de la seguridad. Ya no se ve al primer ministro como solía, entrando solo, a pie, en una cafetería. Al complejo de edificios del Gobierno, vaciado – los ministros se han trasladado a otros locales – , allá donde Picasso esculpió en 1957 unos murales gigantes salpicados de pescadores y redes, que prefiguraron los que miran a la catedral de Barcelona, solo se entra bajo estricta identificación. Pero tampoco se detecta una excesiva obsesión por la seguridad, al menos entre los funcionarios de tropa. Quizá muchos esperan el resultado de la investigación oficial sobre las responsabilidades laterales de los daños, es decir, sobre las causas de que el cogollo del poder político fuese tan vulnerable y estuviese tan poco vigilado que la bomba, de 950 kilos, estalló en el patio adjunto al despacho del primer ministro, por fortuna, a la hora del almuerzo. Tan fuerte fue el golpe psicológico que el Gobierno todavía no ha decidido si las oficinas de los ministros van a seguir en su actual dispersión, o las volverán a reagrupar, porque “estar juntos tiene muchas ventajas para la comunicación”, alega la ministra Aaserud.

En la esfera política, las elecciones locales del pasado día 12 confirmaron la ventaja del laborismo gobernante, un muy suave descenso de los conservadores moderados y el hundimiento del xenófobo y ultraderechista Partido del Progreso (del que Breivik había sido militante), que perdió la mitad de sus votos, hasta el 11,5%. Y es que “quedó descolocado, porque tanto señalar a los inmigrantes como problema, y resulta que el problema estaba en otro sitio, había salido de sus propias filas”, describe Silje Crytten. “Se quebró la dinámica de discusión desencadenada por ese partido, que criminalizaba a los inmigrantes”, asegura el alcalde desde su despacho frente al puerto, decorado con media docena de obras del primer artista noruego, Edvard Munch. Casi todos comparten esa conclusión. El debate sobre el otro parece cerrado.

También han cambiado los modos. Se ha moderado “el tono de dureza de los discursos, la acritud de los ataques personales en la esfera política, y los líderes se han humanizado”, concluye el obispo Kuarme, “por ejemplo, he descubierto, y creo que él mismo también lo ha hecho, que el primer ministro era capaz de pronunciar un discurso con emoción y no con la frialdad del tecnócrata”. Pero las maneras suaves no inhiben determinaciones de fondo. “Por supuesto que el próximo verano volveremos a la isla, como todos los años desde después de la guerra, es nuestra casa, ahí hemos nacido a la vida madura”, casi sonríe la joven laborista. Todos aseguran, de derecha a izquierda, de cristianos a laicos, haber aprendido a “estar de nuevo juntos” y haber redescubierto el espíritu de cohesión.

Texto en la fuente original
(Puede haber caducado)