La sombra misteriosa

El País, EDUARDO VERDÚ, 19-07-2011

El vigilante del parking público de mi calle es un tipo bajito y con gafas, ecuatoriano. Debe rondar los 45, viste camisa azul claro con el escudo de su empresa de seguridad y tiene turno de madrugada. A veces, cuando llego tarde, le encuentro escuchando bachatas en su garita del sótano 1. En otras ocasiones ve culebrones en un pequeño reproductor de DVD. Siempre me saluda alzando la mano y exclamando: “¡Jefe!”. Parece bonachón y servicial, no se queja de aburrimiento ni sueño. El otro día le pregunté por el disco que sonaba y, dentro de una conversación interminable, me explicó que en Ecuador era policía, que su trabajo en el garaje sería más llevadero si pudiera portar un revólver. Me narró detenciones a punta de pistola en Guayaquil, su disfrute dando palizas a los maleantes, cómo, con su compañero, le arrebataba el botín a los cacos para luego repartírselo entre ellos.

Antes de ayer dejé el coche a lavar en el parking de un centro comercial. Allí conversé con el argentino encargado del carrito itinerante con el que limpia por dentro y por fuera los vehículos en la misma plaza de aparcamiento. Y aquel hombre con los dientes manchados y el flequillo irregular me contó que en Buenos Aires era piloto de pruebas. Su pasión era la velocidad, había estado a punto de matarse varias veces llevando al límite bólidos de enorme cilindrada.

No sabemos quiénes son los inmigrantes que nos rodean. Asumimos que la chica que nos despacha el pan, que el camarero que nos sirve el menú o la mujer empujando la silla de ruedas de nuestro anciano vecino siempre hicieron lo mismo. Sin embargo, detrás de los sudamericanos, los chinos o los rumanos de nuestro entorno existen unas vidas ocultas. Unas profesiones abandonadas, unos sueños espantados. Todos esos hombres y mujeres un día tuvieron un presente diferente, no solo se doraron bajo otros soles o se protegieron de otros fríos, no solo transitaron otros parajes, otros barrios, vistieron ropas distintas, sino que se concibieron de otra forma. Fueron, realmente, personas distintas, amando cara a cara a sus familiares, comiendo los guisos que crecieron oliendo en los patios. Y, sobre todo, dedicándose a tareas donde hallaron su identidad.

Habrán ganado y habrán perdido viviendo ahora en Madrid. Desde luego, pocos dejan su hogar, a su gente, por deseo. En cualquier caso, lo realmente fascinante es cómo se han reinventado. Profesores checos de patinaje sobre hielo hoy sirven kebabs, contables venezolanos reparten pizzas a domicilio, mecánicos marroquíes limpiando cristales en Azca.

Como si hubiesen cambiado de nombre, de nacionalidad, de color de ojos. Inmigrantes que no solo han de aprender a desenvolverse entre desconocidos, a defenderse en un idioma extraño y a adaptarse a hábitos ajenos, sino que, sobre todo, han tenido que acostumbrarse a vivir con ellos mismos. Con ese individuo en el que se han convertido. A reconciliarse con sus nuevas personalidades, a reconocerse en los uniformes que visten, en los espejos donde se contemplan desempeñando labores inverosímiles, la mayor parte de ellas menos vocacionales o agradecidas que las practicadas en sus países, en sus primeras vidas.

La crisis también ha forzado a muchos madrileños a rediseñarse. El paro ha puesto a miles de hombres y mujeres otra vez sobre la línea de salida. Por fuerza o por deseo, algunos han decidido desterrar sus antiguas profesiones y dedicarse a una nueva labor. Apostar por sueños reiteradamente aplazados o, en el peor de los casos, probar empleos más básicos apremiados por las deudas. Así que, de la misma manera que hoy nos cruzamos con decenas de extranjeros sin comprender que detrás de sus monos, sus delantales o sus trajes se esconde una identidad prisionera, también dentro de muchos madrileños hay una presencia aparcada.

Esta ciudad acogedora y abierta es una enorme comuna de desconocidos. Una capital poblada de extranjeros y madrileños transitando las calles, trabajando o durmiendo siameses a una misteriosa sombra existencial. No sabemos quiénes son. Quiénes han sido, porque el presente es siempre la suma de lo que fuimos y somos. Cambiar de oficio, de casa, de país, de ilusiones, de rutina, de amigos, de peinado, nos amplifica. Aunque cueste renacer, siempre es más rico quien ha vivido más veces.

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