«¿Qué mal le hemos hecho a Francia?»

Los romaníes de los poblados que aún no han sido desmantelados en el país malviven entre la pobreza y el miedo

La Voz de Galicia, Autor: La Voz en Francia | Juan Oliver , 18-09-2010

Pál huyó de su tierra a causa de la guerra y peregrinó por media Europa hasta que llegó a Francia y se alistó en el Ejército. Admiraba mucho a ese país, tanto que afrancesó su apellido antes de casarse con una joven judía de origen griego, con la que tuvo tres hijos a los que enseñó a amar a la nación que los había acogido. Pál no era rumano, sino húngaro, pero su biografía tiene algo en común con la de los miles de gitanos de esa nacionalidad a los que su hijo Nicolas, convertido hoy en presidente de la República, quiere expulsar del país que hace cinco décadas permitió a su padre reconstruir su vida.

«¿Qué mal le hemos hecho a Francia? ¿Por qué Sarkozy se ensaña con nosotros?», se pregunta Daved. Viste una camiseta de la selección nacional gala con el número 8, el de Zinedine Zidane, se dedica a la compraventa de chatarra y vive en una caravana desvencijada rodeada de basura y cachivaches, en un pequeño bosque cerca del campus universitario de Villeneuve d?Ascq, a unos diez kilómetros de Lille, en el norte de Francia. Allí se ha centrado buena parte de la campaña de expulsiones masivas de gitanos rumanos, más de 9.000 en lo que va de año. El Gobierno quiere echar a 1.700 más antes de que acabe el mes.

El campamento del campus, escondido entre los árboles y donde malviven otras diez familias con unos treinta adultos y diez niños, es uno de los pocos que quedan en pie en Villeneuve. «La semana pasada desmontaron otro aquí cerca. Los policías vaciaron las caravanas, las destrozaron y lo tiraron todo por el suelo, incluso la ropa de los niños. A algunos chicos hasta los apalearon», cuenta Gorgiana Vitan.

No dice su edad, pero aparenta treinta y tantos. Es de Baia-Mare, en la región rumana de Maramures, y lleva en Francia desde el 2008. De momento, la policía no la ha molestado, ni a ella ni a nadie de su familia, pero tiene miedo a que la deporten. No entiende por qué, si es ciudadana europea y no ha hecho nada malo. «Todo empezó con la muerte de un gitano francés a cientos de kilómetros de aquí. ¿Qué culpa tenemos nosotros?», se pregunta. Gorgiana se refiere a Luigi Duquenet, a quien un gendarme tiroteó el 18 de julio pasado por saltarse un control cerca de Saint Aignan, a 200 kilómetros al sur de París. Su muerte llevó a medio centenar de amigos y familiares a asaltar y arrasar la comisaría local.

Trescientos campamentos

Pocos días después, el Gobierno ordenó a la policía que desmantelara al menos trescientos campamentos de inmigrantes. El ministro del Interior envió una carta a los prefectos ordenándoles que se centraran «preferentemente» en los asentamientos de gitanos rumanos, y aunque la indicación se eliminó en una nueva misiva, la polémica sobre el sustrato racista y xenófobo ya estaba servida.

Como otros ciudadanos de la UE, los rumanos tienen derecho a circular libremente por el territorio comunitario. Pero Francia ha echado mano de una excepción legal que permite expulsar a nacionales de otro Estado miembro alegando razones de seguridad u orden público, o cuando después de tres meses en el país no puedan demostrar que disponen de medios suficientes para mantenerse.

En medio de un agrio enfrentamiento con las instituciones comunitarias y con varios socios europeos, y después de que la comisaria de Justicia de la UE comparara las expulsiones con las deportaciones de judíos en la Segunda Guerra Mundial, Sarkozy ha advertido que seguirá eliminando asentamientos.

Alega que las expulsiones se tramitan individualmente y mediante orden judicial, y que no se basan en la raza o nacionalidad del afectado. Pero resulta muy difícil convencer a los gitanos rumanos de que no es una persecución diseñada específicamente contra ellos, cuando sobre el papel y en la práctica los criterios que usa la policía para echarlos son precisamente su origen étnico y nacional.

Trabajo y colegios

«Estamos acostumbrados a que la gente nos mire mal, pero no crea que vivimos en la miseria por gusto», explica Bobo, otro de los habitantes del campamento. Llegó hace cuatro años desde España, chapurrea español y habla un francés perfecto: «No tengo agua corriente para que mis tres hijos puedan ducharse, y si mi mujer quiere cocinar tengo que ir a llenar botellas a la gasolinera. Pero en Rumanía es mucho peor. Al menos, aquí hay trabajo, los niños pueden ir al colegio y los atienden bien si se ponen enfermos», explica.

Bobo prefiere ocultar su apellido, al igual que Mihai, un joven payo rumano que estudia en el Instituto Tecnológico Universitario, a un centenar de metros del bosque, y que se ha acercado al campamento para preocuparse por sus compatriotas. Mihai escucha la charla en francés, pero cambia al inglés cuando le preguntan qué le parece la situación que viven. No quiere que Bobo lo entienda: «Su problema es que son pobres».

Quizá eso es lo único que los diferencia de otros inmigrantes, como Pál Sarkozy, aquel adinerado aristócrata húngaro perseguido por los rusos que llegó a Francia en los años cuarenta buscando una vida mejor. Por entonces, el concepto de ciudadanía europea ni siquiera existía, pero los franceses se enorgullecían de vivir en un país libre, igualitario y solidario.

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