Día Internacional del Pueblo Gitano

"A los gitanos los echaban a patadas"

La persecución que sufrieron los padres de Ignacio Amaya Cortés, un gitano de 70 años afincado en Bilbao, se ha diluido con el tiempo, pero su hijo y su nieta aseguran que aún no lo tienen fácil

Deia, Arantza Rodríguez, 08-04-2011

EL felpudo de la casa de la familia Amaya, en el bilbaino barrio de Txurdinaga, recibe al visitante con un internacional wellcome. Sintetiza, quizá sin quererlo, su carácter hospitalario y el pasado nómada de sus ancestros. No en vano los padres de Ignacio recorrían el mundo en carro. “Yo era muy blanco y tenía los pelos rubios, hincados como clavos. La gente no creía que era gitano. Como sabía euskera, les pedía ogia, urdaia, patatia, qué se yo”, recita con acento euskaldun, herencia de su estancia en Bermeo. Su nieta Noemi, que estudió en modelo D, cursa Educación social. Les separa medio siglo y el tiempo, tampoco para su pueblo, pasa en balde.

A Ignacio Amaya Cortés le habría gustado que un periodista se asomara a su carro cuando sus padres eran jóvenes para denunciar la persecución que sufrían. “Siempre acampaban metidos entre pinos, montes y bordas para refugiarse de la Guardia Civil. Cuando venían, pegaban a los hombres y los echaban a patadas. Les pegaban palizas enormes sin ningún motivo”, censura ahora que, a sus 70 años, se le brinda la oportunidad.

Entonces él apenas era un niño, pero el recuerdo se grabó a hierro en su memoria. “Decían: ¡Alto a la Guardia Civil! Como acababa de terminar la guerra, se quedaban los pobres atemorizados y les registraban a ver qué llevaban. ¿Y qué iban a llevar? Un saco con cuatro trapos dentro para dormir y vestir”, relata. Aunque procuraban hacer fuego de noche para evitar que el humo les delatara, a veces les pillaban. “Si tenías la comida en la lumbre, pegaban un puntapié al puchero y te echaban de allí con cajas destempladas. Siempre con mal talante”.

Ni siquiera las mujeres, que acudían a los pueblos para cambiar cestas y quincalla por pan, patatas, alubias y tocino, se libraban del maltrato. “Lo puedo jurar delante de cualquiera. Cortaban palos no muy gordos y les pegaban en las piernas”.

Sus padres, de origen vasco navarro, aparcaron el carro en Bermeo cuando Ignacio, que nació en Donostia, tenía siete u ocho años. Fue entonces cuando empezó a ir a la escuela. “Estuvimos allí bastante tiempo y después vinimos a Bilbao. Desde entonces no he vuelto a andar por el mundo”, asevera.

De adolescente Ignacio abandonó el pupitre para seguir la estela familiar. “Mi padre – Dios lo tenga en su gloria – trabajaba en la fábrica de Echevarría. A los catorce años empecé a trabajar con él y con diecisiete me metí voluntario al servicio militar. Estuve veinte años recolectando fruta en Francia y luego me vine”. El mercadillo fue su medio de vida y, aún hoy, acompaña a su hija “porque me da pudor que marche al mercadillo una mujer sola”.

Con una moderada prole de seis hijos y nueve nietos – uno de los pequeños juguetea por el salón – , Ignacio afirma que jamás ha tenido “problemas de ninguna especie” con los payos porque, “además de que no me han tomado por gitano, yo tampoco me he metido con nadie”. De hecho, asegura, “si los gitanos han cogido alguna vez una gallina o una mata de patatas en el campo ha sido para comer, por pura supervivencia, no por hacer daño”. Y lo rubrica con las noticias. “Hasta la fecha yo por lo menos no tengo por oído que un gitano se haya metido en una casa con un arma y haya robado y pegado a los dueños, jamás”, sostiene categórico. Y añade, en descargo de su pueblo, que “si pondrían al millonario más grande del mundo en la calle y no tendría para comer, si viese un pan, se lo llevaría”.

Sentado frente a una hermosa pantalla de televisión, Ignacio admite que hasta las costumbres más arraigadas cambian. “Los ancianos han estado con los hijos hasta que han partido. El gitano no abandona a los padres ni los mete en la residencia, aunque de hace muy poquitín aquí ya se ha visto un caso”.

Más parco en palabras, su hijo Miguel, de 41 años, confiesa que si no ha estudiado ha sido por su “mala cabeza” y admira la fortaleza de sus antecesores. “Es algo que hemos perdido los gitanos de ahora, esa lucha, esa fuerza que tenían, aunque las gitanas todavía siguen teniéndola”.

Tras trabajar en el mercadillo, como contratista de obras, comprando oro y antigüedades, afirma, con conocimiento de causa, que sigue habiendo “mucho racismo y xenofobia”. Hasta el punto de que él intenta ocultar que es gitano. “Cuando voy a una casa para comprar antigüedades y se enteran de que soy gitano, ya no las compro, aunque pague más que cualquier otro anticuario. Desconfían muchísimo”.

Vacunado contra los tópicos de que los gitanos son “ladrones y mentirosos”, este bilbaino tampoco cree que sean machistas. “Igual queda algún gitano viejo, que esté muy anticuado, pero la verdad es que en mi casa manda mi mujer. Y en todas las demás creo que es bastante similar”, aventura, y el puñado de familiares presentes se echa a reír. Otra cosa, dice, es que tengan sus “rarezas”. “Cuando nuestra mujer sale intentamos que nadie la piropee porque la tenemos como algo nuestro. Las cuidamos muchísimo, pero no es por machismo, es por protegerlas”, se explica. Por lo demás, afirma, “hacen lo que les da la gana”.

Su hija Noemi, de 22 años, le da la razón. “Tenemos algunas limitaciones, pero hay bastante libertad e igualdad. Incluso a ellos se les mete más caña para que trabajen y a nosotras nos tratan más como a princesitas”. A veces incluso echa de menos que los padres se opongan a los casamientos tempranos. “Ojalá fueran detrás, diciendo No te cases porque a veces se les deja y con 16 años puedes cometer errores”.

Aunque Noemi podría defenderse en euskera, del romaní, ni palabra. “Está bonito saberlo, pero preferiría hablar inglés, que me abre más puertas”. De recuperar algo, sería “el respeto que se tenía antes y que se ha perdido. Los de ahora somos más maleducados”, reconoce.

Convencida de que “los gitanos no tienen las mismas oportunidades” que los payos tras acabar la escolarización obligatoria, insistirá a sus hijos para que estudien, si es que algún día los tiene. “Cada vez cuesta más encontrar un marido. Si no, dímelo a mí”, se carcajea.

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