El carnicero de Caquetá

El Correo, ARTURO CHECA, 20-03-2011

Septiembre de 2007. Dos piernas retorcidas emergen de la tierra en un descampado. Los investigadores de Homicidios ya han acotado la zona. Los sabuesos retiran minuciosamente la arena que oculta el cadáver. Van sacando a la luz el horror. El cuerpo no tiene manos. Alguien se las ha amputado. Tampoco tiene rostro. Casi no se distingue su tórax. El ácido sulfúrico ha cumplido su cometido. Hay signos de tortura. No hay huellas dactilares. Ni rastro de documentación. Solo una cadena de oro alrededor de cuello, el último eslabón de la víctima con la vida. Imposible identificarla.

No es una historia más de sangre derramada en Ciudad Juárez. No es una historia de Medellín, el territorio sin ley de la narcoguerra. Es una historia de Ciempozuelos, una de las ciudades dormitorio de Madrid, una de las bases preferidas en España para las ‘oficinas de cobros’, la curiosa terminología que emplean las mafias del narcotráfico sudamericano para referirse a sus matones. Los chicos para todo. Los sicarios que igual hacen de chófer, entregan un paquete de ‘nieve’ (cocaína) o aprietan el gatillo. Sin preguntarse quién es la víctima ni por qué. Lo que sea por dinero.

La víctima de Ciempozuelos jamás fue identificada. Pero los sabuesos policiales sí hicieron su trabajo. El rastro del ácido les llevó hasta Cristian García Escobar, ‘Óscar’. Un colombiano cualquiera, un veinteañero que vestía ropa de marca, conducía un Golf, vivía en un apartamento nuevo a las afueras de Madrid y era el dueño del ‘Piqueté’, donde celebraba escandalosas fiestas con sus compatriotas. En apariencia, un niño bien, superviviente de las comunas que se arraciman en las laderas de Medellín, una urbe que a diario vomita a decenas de muchachitos abocados a empuñar una pistola. Pero Óscar solo era un pijo en apariencia. Era su fachada. Su realidad, el hombre en España del poderoso cártel colombiano del Valle del Norte. Los agentes se lanzaron sobre él y sus secuaces en plena madrugada. Celebraban una de sus fiestas. Con alcohol y 15 kilos de coca. Era la primera redada contra una ‘oficina de cobros’ en nuestro país.

Desde entonces, los tentáculos delictivos de las mafias de la droga siguen tremendamente enredados en España. Por mucho que Rubalcaba negara hace tres meses «la existencia de grupos de sicarios». Un inspector de la Unidad Central de Crimen Organizado rebufa cuando se le recuerda la frase del ministro y suelta una risilla socarrona. «Si fuera verdad…». La Policía habla de casi 50 crímenes cometidos cada año en España por matones a sueldo. Un dato insignificante si se compara con las 1.378 diligencias registradas por la Fiscalía General por homicidios. Una cifra hasta ridícula junto a los 7.200 asesinatos protagonizados por sicarios el año pasado en Colombia. O los 4.000 anuales en Ciudad Juárez. Sangrías diarias.

Pero a España también llegan pistoleros de gatillo fácil. Al colombiano Jonathan Andrés Ortiz, ‘El Parcero’, ni le sudó la mano la madrugada del 8 de enero de 2009. Pasó bajo las cámaras de vigilancia del Hospital Doce de Octubre de Madrid con la mirada gacha, las manos en los bolsillos de su chaqueta de chándal y embozado bajo una braga. Delante de él, ‘El Gaseosa’, otro sicario. Gorra calada e idéntica mirada a los pies. Su misión, guiar al verdugo. Su recompensa, 300 míseros euros. El botín del sicario, tan jugoso como desconocido. Los dos se plantaron ante la habitación 543. ‘El Parcero’ abrió la puerta. La luz del pasillo iluminó un cuarto en penumbra. Emilio se giró en su cama. El matón no dio rodeos: «¿Eres Leónidas?». Emilio negó con la cabeza y señaló a su acompañante de habitación, un hombre casi terminal por una infección pulmonar. Jonathan sacó del bolsillo una semiautomática con silenciador. Y acabó con uno de los 20 narcos más buscados en Colombia. Cinco disparos en barbilla, cuello y tórax. Todos mortales de necesidad. Obra de un profesional.

Dinamita en su celda

La vida de película de José Antonio Ortiz Mora (Belén de los Andaquís, Colombia, 1949), más conocido como Leónidas Vargas o ‘El Viejo’, el sanguinario jefe del cártel del Caquetá, terminó lejos de cualquier lujo. Su ejecutor, el chico para todo de una ‘oficina del cobro’ recién llegada a España y deseosa de hacerse un hueco en el ‘mercado’, lista para llamar la atención de los capos. Y señalado por su supuesta colaboración con la Policía y su enemistad con otro señor de la droga, Víctor Carranza, ‘El Esmeraldero’, Leónidas era una pieza de altura.

El juicio que estos días se celebra en Madrid contra ‘El Parcero’ y otros siete acusados del crimen dista mucho de aclarar el resto del rompecabezas. Incluso de lograr las pruebas suficientes para condenar a los sicarios. Ellos lo han negado todo ante el tribunal. La pistola está hundida en el lecho del río Guadarrama. Y no hay testigos directos del crimen. Emilio, el compañero de habitación de Leónidas, el único que vio la cara del asesino, ha muerto. El juez lo anunció repentinamente durante el juicio. Dicen que de cáncer, pero nadie lo confirma. Agustín Gustavo, el vigilante jurado que controlaba las cámaras del Doce de Octubre, está en paradero desconocido. Como si se lo hubiera tragado la tierra. Carolina Vargas, hija del asesinado, también debía declarar. Se ha esfumado y la policía no da con ella. Quizás tema acabar como Héctor Fabio, hermano de Leónidas, torturado y tiroteado al día siguiente de la ejecución de ‘El Viejo’. A él lo asaltaron en su rancho de Colombia cuando compartía cama con la belleza nacional y actriz de culebrones Liliana Lozano. El resto de los testigos del juicio (personal del hospital) poco tienen que aportar: solo vieron pasar por los pasillos del hospital a dos fantasmas…

En el Doce de Octubre se acabó la suerte de Leónidas Vargas, que hasta ese momento había tenido mucha cintura para darle esquinazo a la muerte. En uno de sus muchos pasos por las cárceles colombianas, una banda rival intentó hacer volar su celda con dinamita. En otra ocasión trataron de envenenarle. A la tercera, la Parca se salió con la suya. Hijo de campesinos, ‘El Viejo’ ya tenía querencia por la sangre desde muy joven. Pasó sus años mozos como carnicero en Caquetá, una región literalmente gobernada a mediados de siglo XX por los terroristas de las FARC y los señores de la droga. Estos le llevaron a su terreno, pero él terminó gobernándolos a ellos.

Empezó como matón y llegó a socio de Pablo Escobar, el mítico capo del cártel de Medellín. Y se hizo con otro apodo: ‘El Rey de la Coca’. Pasó a dominar el cártel de Caquetá y comenzó a levantar su enemistad con ‘El Esmeraldero’, jefe de un clan rival, ese cuya sombra no probada parece estar detrás de su ejecución en Madrid.

Hasta ser detenido en 2006 en España con pasaporte falso llevó una vida tan lujosa como hortera. Encargó varias mansiones faraónicas en media Colombia, con piscinas cuya silueta imitaba la de su amante de turno. Ahora se ruedan en ellas culebrones. También levantó en uno de sus ranchos una plaza de Las Ventas a escala. Y estando preso grabó ‘Cuatro años de prisión’, un disco con veinte narcocorridos. Hasta que el 8 de enero de 2009 una bala le desgarró la garganta.

Texto en la fuente original
(Puede haber caducado)