La inolvidable boda de Bea

El Correo, ÍÑIGO DOMÍNGUEZ, 30-01-2011

Esta es una historia un poco fuera de lo normal, que da idea de lo entretenido y variado de la condición humana. Lo mejor es explicar rápido los datos fundamentales. Se trata de la boda de Pino della Pelle, mecánico del barrio de San Giovanni, en Roma, y Marioara Dadiloveanu, una sastra rumana. Sólo que Pino, de 56 años, adora vestirse de mujer, tiene melena rubia y también pechos, después de someterse a un tratamiento hormonal. Le gusta más que le llamen Bea. Esto en Roma, y en Italia en general, ya es bastante insólito. Es un país totalmente refractario a lo ‘almodovariano’ y el mundo de travestis y homosexuales está muy discriminado, abocado a vivir de forma marginal. De vez en cuando le pegan una paliza a alguno. Pero es que además Bea se enamoró un día de esta mujer, Marioara, que encima también se enamoró de él y le quiere como es. Fue un flechazo. Después de siete años de novios, ahora han cumplido su sueño, casarse, y Bea, uno más: hacerlo vestido de novia. Y esto sí que ya es rematadamente raro para Italia.

No fue fácil. Al enterarse en el ayuntamiento de Nemi, una localidad cerca de Roma con mayoría de centro – derecha, de cómo iba a ser la ceremonia, intentaron suspenderla. Cundió el pánico, porque además precisamente ese día el obispo daba misa en el pueblo. La iglesia y el ayuntamiento están pegados y temían que el cortejo nupcial se encontrara con monseñor, con efectos explosivos. Terminaron por relegar la boda a una estancia apartada, encima de la oficina de Correos. De todos modos, entre los vecinos hubo cierta confusión: «Nos veían y se quedaban esperando, mirando detrás, porque se pensaban que luego venían dos novios». Pero sólo había dos novias. Es difícil entender exactamente todo en esta historia, los misteriosos matices del sexo, salvo que estas dos personas se aman y son felices así.

Bea cuenta su vida vestido con el mono de trabajo, en la diminuta trastienda de su garaje, su despachito. A su espalda, el clásico calendario con una señorita desnuda. En la pared hay 24 fotos de Marilyn Monroe y, en medio, una de Pino de hace años, cuando tenía bigote. Pino solo es Bea desde 2001. Antes tuvo otra vida. Hasta estuvo casado dos veces. Pero un día decidió cambiar de vida y aspecto. «Tenía mucho miedo, sobre todo por perder los clientes, ya sabes cómo son esas cosas en Italia…, pero decidí que me daba igual», explica. Así que esa mañana se puso unos vaqueros y una camiseta semitransparente, se maquilló y salió a la calle. La primera que le vio fue la portera de un edificio cercano: «Vaya ¿y ahora cómo te tenemos que llamar?». «Beatrice», dijo él. Y eso fue todo, hasta hoy. Algunos clientes se escandalizaron y no volvieron. Pero a cambio, curiosamente, ha ganado muchas nuevas clientas. «A lo mejor – cree él – porque las mujeres tienen más sensibilidad, entienden mejor cómo me siento». En realidad, según su experiencia, descubrió que su miedo era más grande que la hostilidad real, que la gente está mucho más preparada para aceptar estas cosas de la apariencia social que se percibe.

En eso entra en la oficina un chavalote de 14 años: «Papá, ¿me das dos euros?». «No, lárgate», dice Bea. Es el hijo de Marioara, le echa una mano en el trabajo. Él también tiene una hija de su primer matrimonio, que estuvo en su boda. Bea aprendió el oficio desde pequeño. Solo un niño, con sus meñiques, podía reparar bien los cilindros de los frenos. Nació en la posguerra en una familia que vivía en la miseria, en las chabolas de Santa Lucía, donde ahora está la estación Tiburtina. Comían mondas de patatas. Su madre lo internó en un colegio y fue dando tumbos por varios centros, hasta caer muy lejos de casa, en Salerno. Con 15 años, Pino recuerda cómo le dolió sentirse tan solo, lejos de cualquier afecto familiar. Además sufrió abusos.

Luego se puso a trabajar de mecánico con su tío y un día se casó. «Aún no sé por qué», confiesa. Aquello no funcionó y luego entró en un periodo raro. Trabajaba en el garaje durante el día y por la noche se prostituía. Dice haber visto cientos de hombres con una doble vida y que a muchos les gustaría estar ahora en su lugar, hacer lo que ha hecho él. En este mundo de la noche conoció a Lily, una chica rumana. Le cogió cariño y se casaron, pero tampoco fue bien. «Fue por piedad, no sé», recuerda ahora. Pero ella sólo quería aprovecharse de él, y eso que, por ella, Pino se fue a Rumanía en coche y se trajo a su hijo de 4 años escondido en una maleta. Su actual mujer, Marioara, llora mientras le escucha las penurias que ha pasado. Es un momento incómodo, pero Pino interviene para dar tranquilidad: «Ella sabe todo de mi vida». Al final rompió con esta segunda mujer y fue entonces, en 2001, cuando decidió transformarse en Bea. «Me encontré por fin en mi dimensión», cuenta. Le encantan las mujeres, cómo son, cómo se visten. Y cuando está bajo un coche en el taller y oye unos tacones no deja de echar una miradita.

Mientras él se iba afianzando en su nueva identidad, su futura esposa llegaba en 2003 a Italia a la aventura de buscar trabajo. Estuvo en Viareggio, luego en Florencia y, ya desesperada, sin empleo ni dinero, vio un anuncio en el periódico. En una casa de Roma necesitaban una asistenta para una señora anciana de 93 años. No pagaban, pero daban techo y comida. Era el hogar del hermano y la madre de Pino. Allí Marioara vio las fotos de Pino con bigote y un día le dijeron que iba a pasar por allí de visita. Entonces estaba a punto de volver a su país, porque comida y techo podía tenerlos allí. Entonces entró en su vida Pino, o Bea. «Yo me esperaba un señor, y le vi aparecer así. Me quedé de piedra. Pero estaba guapísima con sus vaqueros», recuerda. «Con falda estoy mejor», apunta él, atusándose el cabello. Para Pino fue un amor instántaneo: «Fue como ver el sol». Al rato ya le estaba tirando los tejos en el ascensor. Le dijo te amo en rumano: «Te iubesc». Más tarde acordaron decirle a su hermano que se iría a trabajar al taller. Así empezaron a vivir juntos.

El viaje de Rumanía

Un día de abril de 2004 tuvieron un mal trago. El hijo de Marioara, con 6 años, voló a Roma para quedarse a vivir con su madre. Pero al irle a buscar al aeropuerto, la Policía descubrió que el visado turístico de Marioara estaba caducado. No solo no le dejaron recoger al chaval, sino que la metieron en un avión para Rumanía, con lo puesto.

- ¿Y qué hiciste, Pino?

- Me fui a casa, eché pan a las gallinas, me puse un jersey bien gordo que ella me había hecho y cogí el coche. Suerte que era puente, en Pascua, que en Roma el lunes es fiesta. Día y medio hasta Rumanía, a 160, 180 por hora, todo el rato lloviendo desde Trieste, sin parar ni dormir. Bajaba la ventanilla, aunque me helaba, para estar despierto. No veía nada, solo la hora de llegar hasta ella. Cuando llegué nos pusimos a llorar y nos abrazamos.

A Marioara todavía se le escapan las lágrimas mientras le escucha. Luego, vuelta a Roma, con ella y el niño, metiendo billetes de 50 euros en los pasaportes al pasar la aduana húngara para no tener problemas. Pero aquello les unió todavía más. Ella le llevaba los papeles del taller, hasta que un día, en 2005, se quedó libre el local de al lado y montó una pequeña sastrería. Con lo de casarse empezó ella, por una superstición rumana. Resulta que cuando una mujer se muere sigue al alma de su esposo. Y Marioara no quería ni loca, ni muerta, seguir el alma de su exmarido. Así que había que casarse. Cuando empezaron las pegas tuvieron un diálogo más o menos así con la alcaldesa, según su reconstrucción:

- Es una cosa un poco anómala. ¿Usted se viste de mujer?

- Sí, y también mi amor.

- Tengo que informarme si puedo.

- Mire, usted casa a un hombre y a una mujer, y es asunto suyo cómo se visten, como si vienen vestidos de ‘carabiniere’.

«Al final nos tuvo que casar, pero de mala gana, le fastidiaba», concluye Pino. El día de la boda llovió, hizo frío, se retrasaron dos horas… Se maquillaron y se arreglaron el pelo con el mismo peluquero. Se vistieron juntos y, de hecho, se confundieron de zapatos. Hubo cierta confusión, pero al final todo salió bien. Tienen miles de fotos. Son dos vidas complicadas que, de forma azarosa y misteriosa, han alcanzado el equilibrio al encontrarse. «Yo estoy de maravilla. Amo a esta mujer y ella me ama… al 99%. Si me diera ese 1% estaría en el paraíso», reprocha inesperadamente Pino con una sonrisa. Se ponen a discutir entre los dos, con una punta de ironía, sobre ese 1%. No hay manera de sacarles qué es. ¿Pero qué es ese 1%? Al final él lo suelta: «Es que me sigue llamando Pino». Marioara echa una calada a su cigarrillo y responde: «Bueno, es que eres mi marido, ¿no?» En esta vida nadie es perfecto.

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