LA LEY DE LA CALLE

Chavales que un día fueron matones

Esta es la crónica en primera persona de unos jóvenes, mayores de edad, que un día formaron parte del fantasma de las bandas callejeras más peligrosas de Navarra. Robaron, acuchillaron, pasaron por la cárcel... Lo han dejado. Quieren una oportunidad.

Diario de Navarra, IVÁN BENÍTEZ . PAMPLONA, 13-12-2010

UN día no muy lejano se comportaron como auténticos niños soldado. Drogados, fumados, bebidos. Y formaron parte de las bandas callejeras más peligrosas en Navarra. Se enfrentaban a todo y contra todos. Una mirada era motivo suficiente para detonar una pelea a punta de navaja. Una pelea que ejecutaban en grupo o en pareja. Siempre a la sombra. Siempre con el miedo vigilante a sus espaldas cuando se quedaban solos. Al fin y al cabo eran niños, niños matones.

En este relato no son capaces de determinar el motivo que les empujó a dar el primer paso a la delincuencia. Sencillamente se dejaron llevar. Sentirse protegidos y fuertes a la vez, era la clave.

Por primera vez ex miembros de bandas y la Policía Municipal de Pamplona comparten la misma declaración: las bandas latinas “ya no existen” en esta ciudad. “Se desmantelaron”, apuntan. En el ámbito judicial comparten una opinión parecida: “No hay bandas latinas. De momento no han llegado a la ciudad. Lo que sí se están dando son grupos de chavales que se pegan palizas a las salidas de los colegios. Y cada vez más”. Bandas latinas, grupos callejeros, asociaciones ilícitas, lo cierto es que no se sabe bien cómo calificarlos.

Fue hace siete años cuando estas asociaciones ilícitas se dejaron ver por primera vez en Pamplona. Se organizaban desde otras ciudades. Funcionaban con códigos y bajo normas casi militares. Según fuentes policiales, hoy sólo quedan “reductos” de todo aquello. “Grupos reducidos. Perfectamente identificados. En cuanto cometen les detenemos”, advierten. De hecho, los dos jóvenes que apuñalaron a un tercero en el barrio de San Jorge hace dos sábados fueron detenidos inmediatamente. Explican que este resultado es fruto de un intenso trabajo de prevención que se inició hace siete años al detectar su presencia. “Nos preparamos. Tomamos como referencia otras ciudades y actuamos, tanto en la calle, con un seguimiento preventivo, como en los colegios, dando charlas informativas”.

Algunos chavales se arrepienten de su pasado. Otros no. Todos confiesan que “ya no están en este asunto”. Lo dejaron. Sin embargo, de alguna manera, continúan en el filo de la navaja. Dicen que la crisis les está dando duro, y que no les queda más remedio que obtener dinero de “debajo de las piedras”. La venta de droga se convierte en un “banco” particular. “La fórmula más rápida. Cada uno controla su barrio”, se defienden. “No vamos a dejar que nadie nos lo quite”, subrayan.

Han cumplido 18 años. Estudian en centros talleres por las mañana y la ESO por las tardes. La mayoría ha pasado por el centro de internamiento de menores de Ilundáin. Unos pocos, por la cárcel.

Se han prestado a hablar sin dar la cara. Confían en que su testimonio pueda servir a otros chavales en una situación similar.

Al tratar con ellos conceptos tan básicos en el ser humano como presente, futuro, libertad, amor, felicidad… gesticulan pesimistas. De sus bocas se desprende un hilo casi infantil. Una sonrisa ingenua que se torna por momentos rabiosa. “Lo primero es encontrar un empleo. Después vendrá la tranquilidad”.

Una historia de amor

Entre el caos y la violencia también se dan historias de amor. Andrea tiene 18 años y ahora lo puede contar desde la atalaya de una tensa calma. Pero su vida no ha sido precisamente un mar en calma. Se le complicó al enamorarse con 13 años de un chico dominicano tres años mayor. “No me quedó más remedio que madurar a su lado antes de tiempo”, expresa.

La vida de esta joven colombiana no ha sido fácil al lado de un pandillero agresivo y adicto a las drogas. Se conocieron con 13 y 15 años respectivamente en una discoteca matinal del centro de Pamplona. “Él era el típico dominicano, chulito, consentido”, le describe Andrea. “Al principio no me atrajo nada de él. Sólo le quería como amigo. Pero empezó a llamarme todos los días durante tres meses. Me gustó”.

A partir de este momento, este joven de 15 años empezaría a mostrar su peor cara. “Estaba siempre alerta por si alguien le miraba raro. No podíamos pasear tranquilos. No me gustaba. No sé bien cómo era en su país. Según me cuenta, aquí se calmó”.

“El Menor” nació y creció en un barrio marginal de Santo Domingo. Un entorno donde los más pequeños, los niños, caen una y otra vez en una espiral de alcohol, drogas y violencia, engulléndolos. “Desde muy pequeño – cuenta – luchábamos a muerte contra los Sangre. Ahí era diferente”

“El Menor” aterrizó en Pamplona de la mano de su familia. Al llegar, lo primero que buscó es un grupo con el que poder seguir enfrentándose a los Sangre. “Fueron ellos quienes nos pusieron el nombre de los Dominican Don”t Play",apunta.

Su curriculum estremece. A sus espaldas carga un auténtico arreo de delincuencia. Ha robado, amenazado, apuñalado y ha estado en la cárcel. “Tres meses”, asiente. Salió en junio pasado.

La última vez que pinchó a alguien fue hace dos años en un bar del casco viejo de Pamplona, durante los Sanfermines. “Le rajé a uno en la parte interior del brazo y en el abdomen. Fue una batalla campal”, exterioriza abiertamente, en medio de un corro de amigos que asienten cómplices. Al evocar sus hazañas, se hincha tan rápido como se desinfla. "Me han emboscado un montón de veces. Me temían. Me respetaban. Andaba acompañado de un loco al que llamábamos “El Sicario”".

Aunque “El Menor” todavía tiene una deuda pendiente, de unos 15.000 euros de indemnización, insiste en que quiere rehacer su vida. “He aprendido la lección”.

“Se necesita paciencia y mucho apoyo”, relata Andrea. “Imagínense los tres meses que estuvo en la cárcel. Sólo le podía ver a través de un cristal y con su mamá. Era muy duro. Hay que tener el ánimo alto. Mi mamá también lo pasó muy mal conmigo”. Andrea recibió durante este tiempo cinco cartas escritas a mano. “Me decía que rezaba todos los días para que fuese bien el juicio. Repetía una y otra vez que quería cambiar; que le perdonara. Extrañaba estar fuera. Tenía la esperanza de salir pronto”.

Andrea sostiene que no le ha quedado más remedio que madurar. “Me ha tocado cosas que nunca pensé que viviría. Le he aconsejado que se pusiera a trabajar y que se alejara de las drogas y las peleas. Que haga caso a su mamá”.

Sus vidas resurgieron en junio pasado, al dejar atrás la puerta enrejada de la cárcel. “Nuestras vidas cambiaron radicalmente. Ahora tenemos una vida tranquila. Nos fuimos de vacaciones a la costa para desestresarnos. Él se encuentra mejor. Ya no consume drogas. Se relajó. Está en su casa. No necesita salir. Le siento bien. Quiere trabajar…”. Andrea no sueña con el futuro. Es realista. “Vivo el presente. Sé que si sigo con él me va a tocar ser una mujer firme y tener los pensamientos muy claros”.

Carles Feixa, experto en antropología por la universidad de Barcelona, expone en su libro De jóvenes, bandas y tribus, que tras este fantasma de las bandas hay una presencia ignorada de miles de muchachos y muchachas de origen latinoamericano que un día se vieron obligados a llegar a Europa – años 90 – desterrados de sus lugares y en uno de los momentos más críticos de sus vidas.

Los chicos de la villavesa

El viernes 5 de noviembre, a las dos de la tarde, los pasajeros de la villavesa que realizaba el recorrido desde el centro de Pamplona a San Jorge presenciaron estupefactos una conversación entre dos jóvenes. Según estos testigos, el diálogo fue así:

– ¿Te han pedido algo más? – preguntaba uno de los dos chicos.

– Sólo pegar – respondía el otro – . Fui a la plaza y pegué al que me dijeron. Esta mañana no he ido a la escuela. Me han llamado para contarme que le habían rajado a otro chico la mano. Son los King. No he ido a clase por si acaso me buscaban.

Los dos chavales no superaban los 16 años y lucían gorras a un lado, zapatillas de marca, sudaderas largas y vaqueros bajos, portaban a sus espaldas las mochilas del colegio. Conversaban con normalidad. Abiertamente. Sin importarles que les escucharan. “¿Cómo puede estar sucediendo algo así en Pamplona?”, se preguntaba una de las pasajeras con su bebé en brazos.

Una semana después, este periódico entró en contacto, por distintos barrios de la ciudad, con varios jóvenes que un día fueron ex miembros de algún tipo de banda. No fue difícil. Quiénes son y dónde localizarles, es un secreto a voces.

El lugar de encuentro se produjo en una de las plazas más céntricas y transitadas de Pamplona. Ahí estaban… Sentados en un banco. Liándose porros. Fue fácil distinguirles. En ese momento, jugaban a pelearse. “Somos amigos”, se justificaban riendo.

Al preguntarles por sus nombres, lo desaprueban. A partir de ahora se les identificará por sus apodos: “El Maño”, “El Vasco”, “El Moro”, “El Brasileño” y “El Extremeño”.

“El Extremeño”, de 18 años, no es dominicano sino español y formó parte de la banda latina Dominican Don"t Play, una de las más peligrosas de España (una de las más poderosas de Madrid. Su creación data de 2004 y se nutre de los dominicanos y desertores de los Ñetas y los Latin).

Al principio, los chavales permanecen esquivos. “No queremos tocar el tema. Ya pasó”, señalaban. Fue con el paso de los días, cuando ganaron confianza, abriéndose un poco más. Siempre, en el mismo lugar. Siempre, al caer la noche.

“El Extremeño” fue el primero en hablar: “Apaga la grabadora y sígueme”. Se aleja del grupo. “Yo fui uno de los máximos responsables de los DDP (Dominican Dont Play). Me encargaba de organizar las bandas tanto en Zaragoza como en Pamplona”. Él lo llama abrir capítulos. “En Zaragoza agrupé a 38 chavales y en Pamplona a 14. Pero ya no queda nada. La policía lo desmanteló”. Cuando se le pregunta por qué hay tantas peleas últimamente, si es a causa del auge de las bandas latinas y la crisis, lo niega. Y reitera con vehemencia: “No son bandas. No actúan por códigos ni normas. Se rigen por la ley del más fuerte. La ley de la calle. Son críos que se desafían por rebeldía”. Da una calada al porro.

“Los fuertes, los mayores nos hemos alejado de todo esto. Yo lo dejé hace un año. No me fiaba de los que me rodeaban. En Pamplona y comarca se llegaron a dar unas doce bandas”.

Se acerca “El Brasileño”. Se conocen. Formó parte de una de estas bandas. Prefiere no dar muchos detalles. Tiene 20 años y lo dejó hace cinco. Con un hilo de voz, en un buen castellano, explica que hoy es más inteligente y que no quiere problemas. “He empezado a confiar en las personas”, subraya, uniéndose al resto del grupo. Fuman sin parar. Se empujan. Se amenazan. Todos comparten la misma opinión: “Las peleas son por muchos motivos: unas veces por chicas, otras por droga…”.

No tardan en desvelar el motivo principal: el tráfico de droga. “Con la crisis, los jóvenes buscamos el dinero debajo de las piedras”, señalan. “Cada vez hay más grupos en la ciudad que pretenden controlar su barrio y así dirigir la venta de la droga. También sucede en las discotecas”. Grupos que, según dicen, están conformados por gente de aquí.

– Habláis de la ley de la calle. ¿Qué es para vosotros la ley de la calle?

– Ser lo máximo, ¿entiendes?

– ¿Qué es lo máximo?

– Manejar todo. Que coman de tu mano. Hay que ser el primero.

– ¿Os habéis pegado alguna vez?

(Ríen).

– ¿Cuándo fue la última ?

– En una discoteca (responde “El Extremeño”), por antiguas movidas. Hace un mes. Un pique, una mirada. Al final, si te das de golpes una vez, con que te vuelvas a ver, es suficiente. No te puedes dejar pisar por nadie.

– ¿Cómo acabó la reyerta?

– Vino la Policía Foral .

– ¿Existen bandas latinas en Pamplona y comarca?

– Hay de todo (interviene “El Maño”). Estamos mezclados: latinos, gitanos, payos… Puedes encontrar un marroquí, un ecuatoriano, un payo y un gitano haciendo sus chambas juntos.

– ¿Sois de la misma cuadrilla?

– Sí, pero somos veinte.

– ¿Qué hacéis entre semana?

– Estudiamos en un taller escuela y por las tardes la ESO.

– ¿Cómo se presenta el fin de semana?

– ¡A disfrutar! ¡Toca ciego!

– ¿Ciego? ¿A base de qué?

– De cualquier cosa. Muchos chavales no saben ni lo que toman.

– ¿Cómo lo sabéis?

– Porque las vendo yo.

– ¿Vendes a niños?

– No. Sólo a mayores.

– ¿La droga tiene algo que ver con las últimas peleas que se están dando en Pamplona y comarca?

– Sí, sí. La droga te altera mucho y si sabes que hay gente a tu alrededor, ¡buah!, es jodido. Te empiezas a rayar tu solo.

– ¿Hay zonas de droga en Pamplona?

– ¡Buah! Hay grupos que creen que controlan los barrios: Milagrosa, Rochapea, Berriozar, San Jorge, Chantrea… Hay zonas donde se está dando mucho.

– ¿Cómo entra uno a estos grupos?

– No es como antes.

– ¿Cómo funcionabais?

– En mi caso éramos un número. Un código. Yo era el número 0…DDPAD3. No quiero que lo desveles – amenaza – . Me encargaba de bajar a Madrid. Recibía buena formación. Estábamos bien preparados. Conseguía “pipas” (armas) y cuchillos y los subía. También nos daban collares.

– ¿Pistolas?

– Sí, es fácil. En Internet encuentras de todo.

– ¿Las has utilizado?

– No.

– ¿Por qué necesitabas formar parte de una banda?

– Yo crecí en un barrio marginal. No quiero que publiques ni la ciudad ni el barrio. Con 6 años empecé a robar. Con 16 estuve interno en un centro. Mis padres cambiaron de ciudad. Me trajeron a Pamplona. Durante cuatro meses permanecí tranquilo, pero necesitaba seguridad. Me hice y caí.

– ¿Qué significa que caíste?

– Buscaba drogas, poder, control.

– ¿Hiciste daño para conseguirlo?

– Claro.

– ¿Daño físico?

– Sí, y psicológico.

– ¿Has matado?

– No.

– ¿Te arrepientes de algo?

– No. Yo cumplía una normativa. Alcancé un alto cargo en la banda. Lucía un collar de bolitas negras. Dependiendo del rango portábamos collares de un color o de otro. Era valorado.

– Así que esa es la clave. Sentirse valorado.

– Claro.

– ¿Lo has dejado definitivamente?

– Sí. No me fío. Prefiero la venta de droga. En dos meses he vendido kilo y medio de marihuana.

– ¿No tienes miedo a que te metan en la cárcel?

– No me van a coger con la droga encima. Lo hago bien.

Aseguran que hace años en Navarra actuaban entre nueve y doce bandas que ahora se han desorganizado. “Los fuertes ya no estamos en esto”.

– Hoy, los más peligrosos (participa “El Vasco”) son los Skin, los Red Skin y los Sangres. Los Red son los contrarios. Los Skin son silenciosos y rápidos.

– ¿Nunca te han hecho un cortafuegos? – preguntan al periodista.

– ¿Qué es un cortafuegos?

– Te cogen, te abren de piernas y te machacan contra una farola.

– ¿Hay skins? Si no se ven.

– Sí, por las murallas. Te aconsejamos que no vayas, por tu bien. Si quieres te acompaño, me conocen, pero te la van a liar.

“El Vaquilla” de San Jorge

El sábado 13 de noviembre, en el patinódromo de San Jorge, al otro extremo de la ciudad, una pareja de dominicanos se enfrentaba navaja en mano contra un grupo de búlgaros. En el mismo barrio, en una calle próxima, unos jóvenes se reunían ajenos al suceso. “Estamos cansados de que los rusos vengan a nuestro barrio”, expresa uno de ellos. Se auto denomina “El Vaquilla”. “¿Has visto la película? Pues eso. Mi vida es parecida”. Este joven, de 19 años, ha pasado un mes en la cárcel por robo. No quiere otra experiencia igual. Ha comprendido. Está cansado de problemas. Al igual que “El Menor”, anhela reconducir su futuro. Encontrar un trabajo con el que poder vivir con su novia.

“El Vaquilla” empezó a delinquir con 12 años. “Robé una moto. Probé las drogas. Me gustaba el saborcico de los porros. Probando y probando, me enganché. Me metía en peleas. Sabía que era menor y no me iba a pasar nada por robar. No sientes miedo. Te pillan, te llevan a comisaría, viene tu madre y te sueltan. Creces y te calmas. Aconsejo a los chavales que no la líen. Es una mierda. De mayor lo pagas. Sufres tú y tu familia. En la cárcel lo pasas muy mal. Lloras mucho. Me arrepiento de todo. De haber hecho sufrir a mi madre. No se puede dar marcha atrás. Lo hecho, hecho está. Necesito un trabajico, de lo que me den. Tener una familia, un hijo, educarle bien…”.

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