Y tiro porque me toca

Divagación parisina

Diario de Navarra, Miguel sánchez, 03-10-2010

NO es que trate de dar la tabarra con los gitanos, pero aquí, desde donde escribo esta página, no se habla de otra cosa. De los gitanos y de la amenaza terrorista de Al-Qaeda, que ha sacado a la calle soldados armados hasta los dientes que merodean allí donde haya aglomeraciones.

En Francia, los Roms, una forma elegante y a la vez precisa de no decir gitano, sirven para grandes debates televisivos tratados como espectáculos nocturnos para después de la cena.

El otro día hubo uno con un ministro del Interior en el que políticos y periodistas hablaron y hablaron durante una hora de ellos mismos y de la patria, la nación, el orden y la autoridad, y muy poco de los gitanos que era lo que les reunía. Me acordé de El guateque, de Blake Edwards, y de la canción mexicana que habla de una cucaracha que ya no puede caminar, porque a veces las carcajadas que pegabas no te dejaban entender bien la siguiente melonada. Había que oír a un joven alcalde, de nombre Manuel Valls, declamando a estas alturas: “¡Yo amo mi patria, amo a Francia!” .

Esas cosas ya no se dicen, salvo que esperes que te den algo, un buen cargo, un buen y sobre todo millonario encargo arquitectónico, o después de que te lo hayan dado. La pamema patriótica se lleva mucho entre conversos oh, qué historia más vieja. Y aunque se diga, que me expliquen qué significa exactamente ese grito de guerra que pide monumento y viento.

Los gitanos no eran más que un pretexto para que, tuvieran la ideología que tuvieran, los participantes se mostraran de acuerdo en que el mundo, y sobre todo el resto de Europa, detestaba a Francia y su particular sistema republicano. El perseguidor se convertía en perseguido, que es uno de los trucos de escena circense más toscos y habituales, pero hace cerrar filas, compactas, fortifica el nosotros.

Más sórdido, pero igual de risible al cabo, fue otro gran debate televisivo sobre inmigración y delincuencia, que venía no a aclarar nada, sino a seguir sembrando la duda acerca de la íntima relación entre una y otra. Todos conocían a extranjeros que no estaban mal, pero otros…, y se sentían gente de bien compartiendo el que no hay que generalizar un terreno común que, al margen de lo que digan las estadísticas y las noticias mutiladas, permite sentirse sensato, justo.

París es, como todo el mundo sabe, una ciudad maravillosa, donde las perspectivas de la arquitectura cogen proporciones de grandezas naturales, pero es mucho más maravillosa con dinero que sin él, y si te paga el Gobierno el viaje o puedes tirar de tarjeta que paga alguna administración, entonces es la gloria. La nuestra es cada vez más una sociedad no de clases, sino de castas y privilegios. Por eso, por la enorme diferencia que hay entre vivir sin dinero o con él, hay tal cantidad de matones y de barreras. Lo privado y exclusivo invade lo público o éste deja de serlo, pasando su control a manos tan privadas como arbitrarias.

A la vez, París es una ciudad de grandes decorados y de trastiendas poco o nada frecuentadas: mercados populares, barrios insólitos, testimonios de la diferencia radical, calles hermosas, recoletas, como ésa donde una placa os informa de que ahí nació el escritor español Max Aub que en 1942 se fue a México después de pasar por tres campos de concentración (la placa no dice que eran franceses).

En París hay mucho Bar à vin, mucho, y la gente en las terrazas chupa que es un gusto. Antes había menos, y eran más exclusivos, y quien no frecuentaba el bar à vin del philosophe puntero, ése que no ha escrito nada que merezca la pena, pero que se psicoanalizaba con Lacan y se dejaba meter la chapa correspondiente, no sabía lo que era París, no sabía. Charlacaneo.

Hay gente que no puede vivir sin doctrinos y sin tener en la mano una vara de medir para diferenciar lo que vale y lo que no, lo que es auténtico y lo que no, lo que no llega o sobra… Procusto siempre al fondo, mentalidad de inquisidor dominico. Hay que ver la vida con sus ojos, de otro modo la nuestra no vale una mierda. Y en este mundo de listos que tiene por monarca a una riada hay que saber: de toros, de puros, de vinos, de caballos, de pintura, de bibliofilias y de buen calzado, pero sobre todo hay que saber de cómo orzar con el mejor viento posible para que nuestra caja no enmohezca, y cuando, según la climatología, hay que llevar una ropa u otra. Te puedes resfriar si no llevas la chaqueta adecuada. Y en este mundo todo es cuestión de chaqueta.

Hace años, los clochards vinosos abundaban y eran personajes urbanos típicos, y los maderos, enfundados en buzos para no empiojarse, los sacaban a rastras de algunas estaciones del metro donde se guarecían. Ahora abundan los sin techo o los sin domicilio fijo, gente que tiene todas sus pertenencias en la calle, debajo de unos plásticos, y vive en ella, practicando una mendicidad pasiva. El metro está protegido por tipos patibularios, capaces de cualquier cosa y a la que el brazalete de seguridad concede impunidad. Hombres y mujeres, jóvenes y viejos, de nacionalidades ramillete, que frecuentan los albergues nocturnos que no dan abasto y piden un ticket restaurante, que tal vez usen o tal vez vendan, que también es un uso. No todos son, ni mucho menos, gitanos rumanos. La otra noche me tropecé con uno, joven, que estaba estudiando, arrebujado en un portal.

El sábado pasado asistí a una escena que me hizo reflexionar acerca de que una cosa son nuestros discursos y otra lo que sucede a nuestra espalda cuando nos vamos de escena; realidad ésta en la que no queremos entrar porque ya hemos cumplido. Siempre se trata de nosotros mismos, de nuestra tranquilidad de conciencia. Nunca o casi nunca de ellos, de los desasistidos. En la estación de Barbés había un grupo muy numeroso de personas en relativo silencio, componían una apretada y larga fila, en realidad formaban un pasillo, flanqueado sobre todo por mujeres, no todas gitanas rumanas, con pequeñas maletas o bolsos chinos que ofrecían la misma mercancía: quesos de porción, tallarines o espaguetis, latas de sardinas, sopas… Estaban vendiendo lo que les dan en los comedores de caridad, benévolos o bancos de alimentos, y aún había gente que iba a comprar al mejor precio, y encima regateaba.

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