El racismo y la xenofobia son – siguen siendo – los huevos de la serpiente que incuban las sociedades occidentales y que, tarde o temprano, engendran monstruos. La infame política de expulsión de los roms de Sarkozy ha quedado aún más al descubierto tras conocerse una circular del Ministerio de Interior que retrata su componente racista, ya que pone negro sobre blanco que la prioridad es desmantelar los asentamientos de los gitanos rumanos. El hiperpresidente francés inició esta cruzada cuando su popularidad estaba más baja que nunca, en un desesperado intento de recuperarla, algo que está logrando. La Comisión Europea, a la que París tomó el pelo durante semanas negando lo evidente, le ha parado los pies – bravo por la valiente Viviane Reding y su contundente enough is enough, ya basta – . Resulta lamentable que un gran país como Francia, fundador de los derechos humanos, haya podido caer tan bajo, lepenizado por la ambición de le petit Napoléon. Las expulsiones de ciertas minorías retrotrae a los tiempos más oscuros del siglo pasado en Europa.

Sarkozy ha transitado por la senda que abrió Berlusconi y que puede ser tan rentable como intolerable. Pero no son actuaciones aisladas. Lo confirma el caso del alemán Thilo Sarrazin, que ha saltado a la fama gracias a su libro xenófobo Alemania se disuelve, en el que defiende que el exceso de inmigrantes, en especial de musulmanes, a los que considera de poca inteligencia, inadaptados y muy prolíficos, debilita el país. El 18% de los alemanes votarían por sus ideas. El irresistible ascenso del ultraderechista Tea Party en Estados Unidos es otro signo más que inquietante.

Pero esto no es algo que no nos afecte. Al revés. Si usted siente asco, desconfianza o incluso indiferencia total hacia la rumana que trata de limpiarle el parabrisas o por el subsahariano que le vende pañuelos en el semáforo a cambio de una moneda insignificante, hágaselo mirar.