Carta al presidente Sarkozy

La Vanguardia, Tahar Ben Jelloun , 08-09-2010

Señor presidente, tengo la suerte de gozar de dos nacionalidades: soy marroquí y francés desde 1991. Soy feliz de pertenecer a dos países, a dos culturas, a dos lenguas y lo vivo como un permanente enriquecimiento. Tras sus declaraciones de Grenoble sobre la posibilidad de retirar la nacionalidad francesa a toda persona que cometa un delito grave, siento mi nacionalidad francesa algo amenazada, o cuanto menos fragilizada. No porque tenga intención de caer en la delincuencia y alterar gravemente el orden público, sino porque lo vivo como un ataque al pedestal fundamental del país, su Constitución. Y eso, señor presidente, no es admisible en una democracia, en un Estado de derecho como Francia, que sigue siendo pese a todo el país de los derechos humanos, el país que ha acogido y salvado a cientos de miles de exiliados políticos en el siglo pasado.

Usted declaró en el 2004, cuando era ministro del Interior, que “para cada delito debe haber una respuesta firme. Pero esta no puede variar según de dónde se sea, según el carnet de identidad sea francés o no”.

El presidente que usted es hoy contradice al ministro que usted fue.

Eso me lleva a reflexionar sobre su función y responder tardíamente al debate que uno de sus ministros creyó oportuno lanzar sobre la identidad nacional. La nacionalidad es parte de una identidad. Puede ser doble, como es mi caso. Yo no me veo privado de ninguna de las dos, me sentiría disminuido.

Por otro lado, ninguna sociedad es racista en sí misma. Es estúpido e injusto decir que “Francia es un país racista”. Francia, como tantos países, se ve traspasada por tendencias proclives a la exclusión y al racismo, a veces por causas ideológicas y políticas, y en otras ocasiones por razones de enfermedad social, pobreza y miedo. Hacer una amalgama entre inseguridad e inmigración es más que un error, es una falta. El papel de un dirigente político es desalentar, incluso impedir que estas tendencias se desarrollen. Un jefe de Estado no debe reaccionar por sus humores o sus tripas. Al revés, no es un ciudadano que pueda permitirse decir cualquier cosa. Es alguien que debe sopesar sus palabras y medir las consecuencias que pueden acarrear. La historia guarda sus declaraciones, las buenas y las malas, las justas y las inoportunas. Su quinquenio quedará marcado por algunos de sus excesos lingüísticos. Cualquier persona insultada tiene derecho a reaccionar. Un jefe de Estado, no. No es que alguien esté autorizado a faltarle al respeto, sino que un presidente debe situarse por encima del nivel del ciudadano medio. Es usted un símbolo, portador de una noble y excepcional función. Para llenar esta función, para consolidar esta ambición, hay que saber tomar altura y no ceñirse a los hechos hasta el punto de olvidar que es usted un ciudadano de excepción.

Haya salido de un partido que defienda valores de derecha o de izquierda, el jefe de Estado, porque ha sido elegido por sufragio universal, debe ser el presidente de todos los franceses, incluidos los franceses de origen extranjero hasta cuando la desgracia golpea su destino o les predispone a una precariedad patógena. Sus declaraciones recientes, denunciadas por un editorial de The New York Times y por personalidades tan importantes como Robert Badinter, son la evidencia de un patinazo que quizá le proporcionará algunos votos del Frente Nacional en el 2012, pero que, señor presidente, le coloca en una situación difícilmente defendible.

Entiendo su preocupación por la seguridad. No encontrará a nadie que defienda a los ladrones que disparan contra agentes de la policía o la gendarmería. Ahí está la justicia para dar una “respuesta firme” a esos delitos; deben ser juzgados sin que sus orígenes, su religión o el color de su piel sean tenidos en cuenta. Si no, caeríamos en el apartheid. Pero la represión no es suficiente. Habrá que ir a las raíces del mal y sanear de manera definitiva la dramática situación de las banlieues.

Es más fácil suscitar la desconfianza, incluso el odio, al extranjero que el respeto mutuo. Un jefe de Estado no es un policía al que le han mejorado su condición. Es el más alto magistrado, cuyas conducta y palabras deben ser irreprochables. Es el garante de la justicia y del Estado de derecho. Cuando usted, señor presidente, promete arrebatar la nacionalidad a los delincuentes de origen extranjero que pongan en peligro la vida de un policía o de un gendarme, aplica un discurso que la Constitución rechaza. Sabe que la aplicación de una ley como esa, si es votada, crearía más problemas de los que resolvería. No le corresponde a usted lanzar esta amenaza.

Señor presidente, usted debe saber sin duda lo que la oenegé Transparence France ha escrito en su último informe. Por si se le había escapado, le cito una de sus conclusiones: “Francia sigue mostrando una imagen relativamente degradada de su clase política y de su administración pública”. Francia, por otra parte, está clasificada en el puesto número 24 del ranking, sobre 180 países, en lo referente a corrupción.

La crisis económica no es una excusa. La crisis moral es un hecho. Le corresponde a usted, señor presidente, restablecer la imagen de Francia en lo que ella tiene de más bello, de envidiable y de universal, es decir, su estatus de país de los derechos humanos, país de la solidaridad y la fraternidad proclamadas, tierra generosa, rica por sus diferencias, rica por sus colores y sus especias, mostrando que el islam es compatible con la democracia y la laicidad. Por ello, señor presidente, le ruego que borre de su discurso las desgraciadas ideas que un partido de extrema derecha difunde con el objetivo de cerrar este país sobre sí mismo, aislarlo y traicionar sus valores fundamentales.

Reciba, señor presidente, la expresión de mis mejores deseos.

T. BEN JELLOUN, escritor, miembro de la Academia Goncourt
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