REPORTAJE

Conducir en chino

Dos autoescuelas especializadas en alumnos del país asiático explican sus desventajas lingüísticas y culturales para conseguir el permiso de circulación

El País, PABLO DE LLANO, 07-09-2010

El profesor Liu lee con parsimonia las posibles respuestas a una pregunta del examen de conducir, marcando la enunciación de cada palabra, repitiendo conceptos o precisándolos con gráficos sinónimos. “Pedir, ayuda, sanitaria. Pedir ayuda. Rápidamente, rápidamente, sin manipular los heridos. Heridos. Sangre”.

Le escucha un grupo de 20 chinos silenciosos. Son jóvenes. Durante la lección del profesor Liu no hablan entre ellos, solo dicen algo si él pregunta: unas pocas palabras en mandarín y vuelven a guardar silencio.

Liu tiene 48 años y lleva 14 enseñando la teoría del carné de conducir en la autoescuela Doñana, el primer negocio de Madrid que se especializó en dar clase a chinos, a mediados de la década de los noventa. Su función es doble, que los alumnos chinos entiendan las normas y el idioma en que están escritas. En España no existe la opción de examinarse en chino, a diferencia de otros países europeos, como Francia o Alemania, según dice Liu, así que están obligados a descifrar qué significan las palabras que aparecen en los cuestionarios. En la autoescuela utilizan un libro teórico traducido en caligrafía china y hojas de test en español con anotaciones en mandarín sobre las ilustraciones.

Sus alumnos suelen tardar tres meses en presentarse al teórico. No es común que aprueben a la primera. “Hay demasiada diferencia entre los idiomas”, afirma Liu. “Las normas son casi iguales en China y en España, pero las gramáticas van al revés. Si le pongo a un estudiante un examen en chino acierta las 30 preguntas, porque aprende el reglamento rápido. Luego lo hace en castellano y fallan 10”.

“Dani, venga, vamos en dirección Badajoz, como siempre”. Manolo Santos, 56 años, es uno de los profesores de prácticas de la autoescuela. El viernes pasado salía a conducir con un alumno de 25 años: Dani, en versión española, Libín, en versión original. El chico, con un flequillo largo y levantado en curva como un tornado, empieza su último recorrido antes del examen del lunes. “Ahora a la derecha. Iu pien”, le indica el profesor. Santos lleva 17 años enseñando a conducir a chinos y tiene su pequeño argot en mandarín. Acelerador, yumen. Embrague, lihachi. Freno, taché.

El alumno está verde. Llega ofuscado a un paso de cebra y el profesor frena por él con los pedales de copiloto: una mujer cruzaba con un carrito de bebé. Más adelante, el chico entra en una rotonda con el método de ancha es Castilla, sin mirar, recto como un puñal. Al volante, Dani, que llegó a Madrid hace tres años, todavía es Libín.

Feida, un chino de 42 años que montó en 1999 la primera autoescuela china de Madrid, da un detalle sobre sus compatriotas que explica por qué a Dani, cuando coge el coche, le cuesta deshacerse de Libín. “Nuestro principal problema no es el idioma, sino la mentalidad”. En su despacho de la autoescuela Pekín, en Usera (el distrito con más chinos de todo el Ayuntamiento, 6.670, un 22,6% de los 29.465 empadronados en Madrid), Feida cuenta los malos hábitos de conducción que se cogen en su país. “Allí hay tanto mogollón de gente en la calle que los coches nunca ceden el paso a los peatones; si no, la circulación se colapsaría”. Libín y el carrito del bebé. “En los cruces se aplica la ley del más fuerte. Tiene preferencia el que primero se mete en el cruce”. Libín y las rotondas.

La circulación en China debe de ser más bien anárquica, por lo que dice Feida. “Te puedes encontrar un tractor en el carril de adelantar y por mucho que le pidas que se aparte, no te hace ni puto caso”.

Por la academia de Feida han pasado unos 3.000 alumnos chinos en 10 años. A todos les costó aprobar por culpa del idioma y de su manera de entender la circulación. Incluso las costumbres pueden ser un impedimento. “A uno lo expulsaron del teórico porque echó un escupitajo al suelo mientras rellenaba el test”, lamenta Feida. “Cuando salí del aula le dije que era una vergüenza para la escuela. Se marchó callado”. El alumno, según recuerda Feida, venía de una aldeíta china, donde soltar un esputo es tan educado como aquí sonarse los mocos con un pañuelo, y no debía de tener muy claro cuál había sido su pecado.

El autor del salivazo, finalmente, logró sacarse el carné, como la mayoría de sus compatriotas. “Su virtud es la constancia”, reconoce Amaro Fernández, ex jefe de Feida, que empezó en la autoescuela Doñana. Fernández, un lucense de 59 años de barba blanca y mirada escondida, es el pionero de las academias para chinos en Madrid. Compró Doñana en 1995 a otro empresario que había empezado a dar clase a los primeros inmigrantes que llegaban de China. “Antes me había dedicado a enseñarle a gitanos en las chabolas, porque andaban todos sin carné. Como eso se fue acabando y tenía ganas de algo nuevo, cogí esta autoescuela y me pasé a los chinos”, explica.

Los primeros años Amaro Fernández llegó a tener nueve profesores y más de 200 alumnos semanales. Se acuerda de cuando los estudiantes de la primera generación de chinos en la ciudad, sin carné pero con experiencia al volante, llegaban a clase conduciendo y se disputaban un hueco para aparcar.

El negocio ha perdido brío. Se nota la crisis y la competencia por este tipo de alumnos, muy rentables, crece. “Antes hacían 120, 150 clases teóricas hasta ir al examen. Se podían gastar 3.000 euros. Ahora las autoescuelas están tirando los precios, ofreciéndoles paquetes de teórico y práctico por 1.200”, protesta Fernández, en cuya academia se han matriculado 5.500 chinos desde 1995. Tres lustros de carnés sacados contracorriente. El último, el de Libín, el lunes por la mañana. Libín ya es Dani.

Texto en la fuente original
(Puede haber caducado)